Incluimos fragmentos de relatos que fueron seleccionados para el segundo
tomo de
"NUNCA EN LA CENIZAS DEL OLVIDO",
proyecto que fue cancelado a causa de la grave crisis financiera y económica
que asoló con casi todo.
Fragmento del relato
MATADOR
................
El matador
dirigió su mirada hacia una joven que le sonreía en un palco y le lanzó un
beso soplando en la palma de la mano. Las dos muchachas que acompañaban a la
dama la miraban con admiración y un poco de envidia, disfrazándola con una
sonrisa forzada y guardando silencio.
Un poco alejado del torero, en la
puerta del toril, Julio sintió un puñal atravesar su corazón al ver a su
amada responder al beso del matador con una amplia sonrisa .........................
Juan Pan García ,
31-12-2008***
Fragmento del relato
ÚLTIMA CARTA A JULIA
Son casi las
siete de la mañana. El día es gris, supongo que ha elegido uno oscuro para
que no contraste demasiado con mi vida. Llevo largo rato esperando en este
puente; pero hace ya bastante tiempo que no pasan las horas, ni los
minutos…, todo a mi alrededor se ha detenido. Los pájaros que trinaban
ajenos a todo se han quedado congelados y suspendidos en el aire; el viento
ha dejado de ulular; mi reloj, al igual que el de la torre de la iglesia, se
ha detenido; tampoco se mueven los pocos coches que pasaban por las calles
que veo desde aquí. Absolutamente todo esta tétricamente inmóvil:
........................
Ancora Bikey,
31-12-2008***
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Fragmento del relato
EL SECRETO MÁGICO DEL ABUELO RAFAEL
...............................
La niña, al sentir la caricia, se giró sorprendida y,
mirándola a los ojos, sonrío apoyando la cabeza en una de las caderas de su
abuela.
— ¿Qué
miras con tanto interés?— La voz de Apolonia sonó entrecortada.
—Estoy
esperando que caiga una estrella— contestó Elisa con seguridad.
Y
Apolonia, aunque sabía muy bien el motivo por el cual los niños esperan que
eso suceda, disimuló unas lagrimillas furtivas que le empañaban la vista y
siguió hablando con la pequeña, quien le contó que quería pedir un deseo y
que esperaría junto a la ventana hasta que alguna “se desenganchase” del
cielo y atravesase los nubarrones grises.
.........................
Ancora Bikey,
31-12-2008***
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HORAS DISTINTAS
Si a ti y a mí se nos cierran las puertas en horas distintas, ¿para qué
entrarnos en las casas? ¿Para qué tocarnos los cuerpos? ¿Para qué…?
Evitémonos los portazos. Dejemos
el dolor fuera de casa.
Siempre nos quedará un balcón
donde asomarnos para saber que nos ansiaremos con la misma intensidad de
puertas afuera como de puertas adentro.
Es una lástima vivir a merced de
nuestras distintas horas.
Rocío García Maraver, 30 -12-2008
LOS
SUSPIROS DEL VIENTO
Tras acabar la guerra nunca salía a la calle. Pasaba las
horas en una atmósfera macilenta; en una oscuridad de tardes mustias y
ajadas donde sentía muy lejano el hálito del mundo. Sumergido en un rumor
de dolores apagados, sufría la honda, la indeleble herida que deja la vida
vacía; la lúgubre señal del silencio y la muerte; la persistente noche de
las horas vanas. El centro de mi alma yacía congelado. Sometido al
persistente e incansable frío, sucumbía al temblor de mis manos que se
aferraban a la nada. En una nube gris de locuras y nostalgias, soportaba las
interminables horas refugiado entre las mantas de la cama. Apático y
perdido, escapaba de todos, del sol; del ruido hueco de las palabras.
El mayor sufrimiento lo había
vivido en el Frente de Teruel, donde llegamos a soportar temperaturas de
veinte grados bajo cero. Los soldados, que hacíamos guardia en las gélidas
madrugadas o nos batíamos en la primera línea de fuego, fuimos sometidos al
intenso sufrimiento del frío. A muchos les amputaron órganos gangrenados.
Desde aquella dura experiencia yo vivía encogido y atormentado por una
tiritera permanente. El intenso hielo de las madrugadas caminaba conmigo
enroscado en el núcleo de los huesos, atormentándome e impidiendo que
pudiese dejar atrás la angustia y los recuerdos de miembros desmembrados.
Mi liberación también pasaba por extraer del cuerpo aquél gélido suplicio
que me traía rumores de dolores y desgarros.
Mi hermano Rafael se
esforzaba; sentía su aliento sacándome del túnel de la muerte, sus manos
asidas a las mías; su callada y serena esperanza en que me alcanzase el
tibio sol de la ventana. Un día me arrastró por el pasillo; me forzó a
contemplar la luz a través de los visillos; a observar los escenarios de
la vida transitando lentamente en las carretas de venta ambulante. Me empujó
a reencontrarme de nuevo con el mundo, afanado en esquivar la nueva miseria
que se abrazaba a las calles. Mas recuperado, pero aún con los dolores a
cuestas, un día me despedí de mi hermano y salí de la casa.
Quería aislarme del todo,
perderme entre las montañas olvidadas. Así, inicié el agreste recorrido por
las escarpadas cumbres y las aldeas; acudí al encuentro con el rudo trabajo
campesino; con la soledad y la paz que encerraban las tardes cobrizas de
mugidos y cencerros También me esperaba la pobreza; la lacra hiriente de
la miseria inhumana, impidiendo como siempre la elevación del hombre hacia
los inmensos espacios del saber; hacia los caminos luminosos que convierten
los actos humanos en continuidad de la propia creación. El lugar era
hermoso; pero los habitantes sólo se afanaban en arrancar el alimento de la
tierra; en conquistar con sudor y sangre el sustento vital. Todo lo demás
era secundario para ellos. No había escuela en aquellas perdidas aldeas de
montaña.
Siempre llevaba un libro
conmigo y comencé a mezclar las letras con aperos de labranza. Entre el
sudor de las tardes de barro no sólo adornaba los surcos con semillas de
maíz: también fui sembrando un nuevo paraíso literario. Apuraba las últimas
horas de la tarde con lecturas de ensueño. Les narraba, emocionado, entre
un corro de sombreros desgastados y alumbrados con candiles de carburo.
Acostumbrado a verme con mi
carga literaria recorriendo senderos y barrancas un día se me acercó
Arsenio Fuensanta, el joven labrador de manos tibias y sonrisa amplia.
Deslumbrado por el calor de la vida que brotaba de las páginas de un libro,
Arsenio también quería escapar de la asfixia del mundo. Fue mi primer alumno
en la pequeña escuelita de la montaña.
Pero no era sólo yo el que
enseñaba: con aquellos hombres de rostros curtidos por el sol y el barro
aprendí que las rudas manos del campesino y la literatura son
complementarias. De mis manos brotaron callos; de su mente surgió la luz.
Entre ellos supe florecer de nuevo. Aquella experiencia, única y perenne,
me enseñó que yo tenía un valor que transmitir; que podía contribuir a la
creación incompleta del mundo; a ser parte de la energía creadora del
universo. La fuerza que se siembra, que se orienta a mejorar las
condiciones de vida de los hombres. Así, supe descartar los discursos huecos
y me abracé al silencio que construye, siempre con manos callosas, una
humanidad mejor.
Pero era
necesaria la fantasía de las letras; los libros fueron el vehículo para
esparcir la vida entre los surcos; los transmisores del profundo tesoro
que se encierra en la nobleza humana; los descubridores de la intrínseca
perfección de las montañas; los conquistadores del suspiro sórdido del
viento; los receptores de la fugaz presencia del rocío; los perpetradores
del afecto y la palabra. Desde aquel encuentro no puedo seguir
sustrayéndome a lo que es esencial en la existencia. Tomé un rumbo
definitivo. Me alejé para siempre de la asfixia ambiental en la que las
sombras del mundo trataron de encerrarme. Ahora sigo aferrado a mi pueblo
adoptivo. Camuflado en el paisaje de mis montañas soy consciente del dolor y
el crimen; sigo viendo el sórdido espectáculo de la guerra en el mundo; la
ensangrentada garra de los poderosos sacudiendo de nuevo las entrañas de los
más débiles. Sin libros hay oscuridad. Depredadora de si misma, una parte
de la humanidad huye avergonzada de las letras para sumergirse en el cenagal
del crimen. Mientras, entre el calor del surco, la semilla de un libro
espera las manos que hagan germinar el sueño, tantas veces pospuesto.
Guillermo Cabrera Hernández, 30-12-2008
Fragmento del relato
ESPERANDO LA
LLUVIA
El sol de agosto lucía implacable en el
cielo de Hades, cuando Caronte encalló su barca en mitad del río. La
sequía de la última década había propiciado una bajada de las aguas jamás
vista en dos mil años. El anciano de pelo cano, apostado sobre una roca a
pocos metros del suave oleaje, tendría que esperar por tiempo indefinido...;
pero, horas más tarde, cansado de contemplar la llegada masiva de algas
muertas y peces extenuados a la orilla, gritó al barquero:
-¿Y qué hallaré al otro lado!
El otro, que permanecía asediado por una intensa lluvia de reflejos dorados,
se incorporó pausadamente y, tratando de no perder el equilibrio, le
respondió huraño:
.........................
Manuel Pérez Recio ,
23-12-2008***
TODOS HEMOS SIDO NIÑOS
Pues resulta
que sí, que va a ser verdad , que además de borrachos hay borrachas , yo
creía que sólo se emborrachaban los hombres pero por lo visto no, y
pensándolo nbien porqué no se habían de emborrachar las mujeres, talvez eso
de que sólo los hombres se maman viene de pensar en los borrachos como en un
gremio o cuadrilla integrada sólo por machos , claro , ................
José Claudio Suárez,
22-12-2008
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DE LA MUERTE Y DEL DESEO
Un
puente solitario en la oscuridad de una noche lluviosa. Ella, el rostro
empapado por el agua y las lágrimas, se aboca a la barandilla y escruta la
negrura del fondo; el rumor sordo del río parece llamarla: “ven, ven…” “yo
curaré tus heridas” “yo te acogeré en mi seno…”. Ella se encarama con
decisión, dispuesta a saltar y dejarse llevar…escapar del tormento que le
oprime el alma y reposar para siempre; sólo anhela poner fin a su insufrible
dolor…Cierra los ojos y se entrega a la nada, mas en el último instante,
unas manos de hierro atenazan su cintura; ni siquiera protesta, ni siquiera
se gira cuando unos fuertes brazos la izan y la depositan de nuevo sobre la
madera del puente, pero no la abandonan; una de aquellas manos acaricia
suavemente sus cabellos mojados, enjuga con gesto calmo la humedad de sus
mejillas, se desliza por su cuello… la otra, continua rodeando tiernamente
su cintura; ella siente el cuerpo protector pegado a su espalda, inmóvil,
silencioso…no sabe cuanto tiempo pasan así, sin hablar, sin moverse; tal vez
segundos, tal vez minutos, horas, quizá…después, el fuego de su aliento, su
respiración sosegada, sus labios carnosos rozándole la garganta. Las manos
extrañas acarician sus pechos, los cobijan amorosos, se deslizan por su
vientre, se introducen como arañas por debajo de su falda y trepan por sus
muslos hasta alcanzar la frágil y última frontera que protege su intimidad;
los ávidos dedos apartan la fina tela y se empapan de deseo; ella se inclina
dócilmente, dobla la cintura y se ofrece anhelante; él la toma con dulzura,
sus dos cuerpos se funden en uno y se mecen unidos en una danza ritual de
éxtasis, desesperación y deseo; el murmullo del río ahoga los dolorosos
gemidos de un placer insoportable, los jadeos enredados de los dos
desconocidos. Más tarde, la quietud, el silencio. El cuerpo de él se separa
del de ella, sus manos son remisas a dejarla, se demoran en su cara, en sus
cabellos, se detienen un instante en su espalda, por fin la abandonan y ella
siente frío…escucha sus pasos sobre los maderos, se alejan hasta hacerse
inaudibles y perderse en la noche…No cede a la tentación de volverse, no
quiere conocer su rostro. Ha dejado de llover; ella permanece inmóvil en un
tiempo detenido, la mirada perdida en las aguas oscuras que no puede ver
pero que la siguen llamando con su suave murmullo: “ven…yo curaré tus
heridas…yo te acogeré en mi seno…”, ella se aparta espantada y se aleja
corriendo a través del puente, su cuerpo, aun ardiente, parece flotar, sus
pies apenas tocan el suelo…
Volverá cada noche, pero él no
vendrá. Entonces comprende: él la espera allí, en el fondo del río: “Ven,
ven…”, le escucha decir, “yo curaré tus heridas”, “yo te acogeré en mi
seno…”. Se sube a la barandilla, y salta.
Lola Mariné, 21-12-2008
LA CHARLA INFORMAL
Emilio empuja la puerta del despacho de
Fermín después de llamar. Un despacho grande, de unos cuarenta metros
cuadrados, con una amplia cristalera de suelo a techo en el lado sur, desde
la que se divisa una impresionante panorámica de la ciudad. Fermín se
levanta sonriente de su silla de cuero negro, y le tiende la mano a Emilio
antes de que este recorra, de tres zancadas, la distancia que le separa de
la mesa.
F.-
Bienvenido, Emilio.
E.-
Gracias, Don Fermín. Creo que me ha llamado.
F.- Así
es, así es. Siéntese. Ya tenía ganas de mantener con usted una charla
informal. Hace bastante tiempo que no me paso por su departamento, y creo
que este es un buen momento para cambiar impresiones. He mirado la agenda,
por supuesto. Ninguna reunión a la vista, el informe mensual de resultados
entregado...
...............
Félix Jaime Cortés,
19-12-2008
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Fragmento del relato
La cacatúa
.........................
Una tarde, como muchas otras, salí a pasear
tras la sesión matutina. Esa vez, sin embargo, tenía el vívido pálpito de
que la revelación rondaba mi puerta. Deambulé como un loco por stradas y callejuelas haciendo de toda imagen objeto
de mi obsesionada pupila; a veces trataba de empaparme de la lánguida
armonía que rezumaba el canal estancado; o detenía el paso ante algún
portalón herrumbroso o infestado de algas, para intentar impregnarme de su
letárgica atmósfera. Hasta un mísero perro sarnoso dormitando en cualquier
esquinazo era blanco de mi atención. Pero todos los bocetos que
plasmaba en mis cuartillas no redundaban sino en plúmbeos trasuntos de
realidad, sin zarpazos de espontaneidad u originalidad alguna.
Frustrado, una vez más, volví a casa.
..................................
Juan Ortega,
16-12-2008***
TENÍA RAZÓN
DON GUILLERMO
La mujer de mediana edad mordisqueaba desganadamente la
tostada de su desayuno sentada en la mesa de la pequeña cocina. Su rostro
reflejaba tristeza y hastío. A su lado, con gesto de profunda irritación, su
marido desayunaba a su vez.
Acababan de sostener una de esas discusiones que eran
tan frecuentes entre ellos y en las qué, como siempre, partiendo de un hecho
nimio, habían salido a la superficie con palabras hirientes todas las
frustraciones y rencores de su vida en común.
Cuando el hombre salió de la casa, tras un seco portazo
que la hizo estremecer, ella abandonó lentamente la cocina, y sentándose en
el cuarto de estar, recostó la cabeza en el respaldo del sofá cerrando los
ojos con cansancio.
Trajo a su memoria, como si se tratara de una película,
los años transcurridos desde que conoció, allá en Verona, a aquel joven
bello, audaz y apasionado, que nada tenía que ver con el hombre malhumorado
y despectivo que acababa de salir.
Recordó aquel maravilloso y profundo amor que fue para los dos
como un deslumbramiento, y que les dio fuerza para luchar contra el odio de
generaciones que enfrentaba a sus familias. Rememoró aquellos encuentros
emocionantes planeados con mil argucias, llenos de pasión y romanticismo, y
qué, forzosamente, siempre les sabían a poco.
La espera entre una cita y otra, soñando con volver a
verse y poder expresar todo lo que sus jóvenes corazones sentían, el
fingimiento ante sus familias, para que nada hiciera sospechar que seguían
viéndose. . . . .
Estaban tan seguros de la sinceridad de sus
sentimientos, que pensaron en convencer al autor de su hermosa y dramática
historia, de que cambiara su trágico destino. No fue tarea fácil, pues el
escritor, buen conocedor de los sentimientos y pasiones humanas, estaba
firmemente convencido de que la mejor forma de conservar su amor para
siempre, era mantener el final que él había creado.
Pero fue tanta la insistencia de los jóvenes
enamorados, tan desesperados sus ruegos, que al fin accedió, con la única
condición de trasladar su vida juntos a una época que a él entonces se le
antojó casi imposible por lejana: Los finales del siglo XX.
Se sintieron tan felices ante la
posibilidad de vivir aquel amor que ellos consideraban indestructible a
través del tiempo, que no les importó el momento cronológico que el autor
les impuso.
Al principio todo fue maravilloso y su
felicidad no tenía límites pero, poco a poco, la convivencia, la monotonía y
todos esos elementos que amenazan el romanticismo, se cebaron en los
ingenuos amantes.
Ya no tenían que esconderse ni enfrentarse a nadie, y
aquellos tiernos diálogos a la luz de la luna, siempre con la estimulante
emoción de ser descubiertos, quedaron vacíos de contenido y fueron
insidiosamente sustituidos por el aburrimiento. Se querían, sin duda, pero
su historia excesivamente sustentada en la frágil estructura de lo ideal, no
podía soportar el prosaico choque con la realidad cotidiana. Ella tuvo que
sacrificar sus largas trenzas de dorado cabello en aras de una mayor
comodidad, y él empezó a encontrar ridículos aquellos largos recitados de
amor. La relación se fue deteriorando y las ternezas dieron paso a los
ácidos reproches, hasta llegar al momento presente.
La mujer se levantó despacio, y dirigiéndose a la
librería, cogió con cuidado, amorosamente, un libro de bella encuadernación,
en cuya tapa, escrito en letras doradas, podía leerse su título: “ROMEO Y
JULIETA”, mientras lo acariciaba musitó en voz baja: “Que razón tenía Don
Guillermo, ¡quien nos mandaría cambiar el final!”.
Maribel Egido
Carrasco, 7-12-2008
VOLVER AL PUEBLO
El verano estaba ya en su recta final, con sus días plácidos y tranquilos
que ya barruntaban la llegada del otoño. No le importaba, al contrario, el
otoño siempre había sido su estación favorita, incluso pensaba que en los
seres humanos ella había descubierto una clasificación fundamental: los
partidarios del verano, y los amantes del otoño.
Esta particular división se le antojaba más profunda de lo que parecía a
simple vista, ya que era un reflejo de toda una forma de pensar y de ser.
Respondía a dos formas diferentes de ver la vida: extravertida o intimista,
o partidaria del ruido, de la alegría bulliciosa y de los colores brillantes
o, por el contrario, amante de los matices suaves, el encuentro con uno
mismo y el gusto por esa belleza levemente impregnada de melancolía que
acaricia el espíritu y los sentidos.
El caso es que todos los años esperaba que pasara el verano para sumergirse
en el delicioso otoño, y le gustaba pensar que aquel tiempo estaba, de
alguna manera, especialmente creado para ella porque se adaptaba
perfectamente a su forma de ser.
Aquella mañana salió temprano de la casa y se dirigió al monte, impaciente
por volver a encontrarse con aquel paisaje que había añorado tanto. El campo
dormía aún bajo los rayos del sol recién nacido. La pasada noche, ya fría,
había dejado sobre el suelo diminutos diamantes de rocío. El final de
Septiembre empezaba a pintar de amarillos y ocres las riberas de chopos
junto al río, y la leve gasa azul de la neblina se enredaba en los pinos a
lo lejos antes de ser barrida por el sol, poniendo en el paraje un tono
misterioso que estimulaba la fantasía. Había en el ambiente como un mágico
polvillo dorado que lo envolvía todo, y el gorjeo de los pájaros, que aún no
habían abandonado los árboles, llegaba a sus oídos atenuado, como con
sordina.
Allá abajo, el río serpenteaba con reflejos plateados, y trajo a su cabeza y
a su corazón infinidad de recuerdos de niñez, cuando con otros niños
compañeros de juegos disfrutaba de las pequeñas playitas de sus riberas,
donde las infantiles meriendas tenían otro sabor.
Respiró profundamente el aire impregnado de los mil aromas de aquel lugar
tan familiar y que trajeron hasta ella, con el gran poder de evocación que
poseen los olores, todo el esplendor de los otoños de su infancia y primera
juventud en Coca, cuando acompañaba a su padre de paseo por el pinar, en
aquellos días de membrillo y miel, cuando todo parecía posible, y el frío ya
llamaba a la puerta sin cruzarla aún del todo, y el sol se convertía en una
dulce caricia dorada.
Después de haber pasado muchos años y muchas cosas sobre su vida, había
vuelto al pueblo para quedarse, sin tener aún muy seguro si podría adaptarse
a aquella vida tan olvidada. La semana que llevaba allí había constituido
para ella todo un “festival” de emociones: la vieja casa de sus padres,
ahora vacía, con toda su carga de recuerdos dormidos dentro de aquellos
viejos muros, el reencuentro con la gente . . . pero fue en aquel momento,
mirando aquel paisaje y respirando aquel olor que la devolvía a sus raíces,
cuando supo que, definitivamente, había vuelto a casa.
Maribel Egido
Carrasco, 7-12-2008
TRES PRINCESAS.COM
(TEATRO INFANTIL)
INTRODUCCIÓN
Esta historia que a
continuación presentamos, se produjo hace unos meses en un lejano país donde
lo absurdo reinaba por encima de todas las cosas. Si bien es cierto que no
siempre es posible diferenciar lo absurdo de lo real… Y sino, que se lo
pregunten a algunos de los personajes de esta historia…
Miguel Ángel
Gordillo, 25-11-2008
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EL LOCO DE LA INDIA
Todo lo que
quedaba de sabiduría en este mundo parecía haberse condensado en los ojos de
mi gata, y por eso mismo, la llame Sofía. En este momento, esta encima de mi
escritorio, en su posición favorita, la de la esfinge, los ojos
entrecerrados y pintados como Nefertari. A veces, le gusta dormirse en un
montón de arena que hay al final del jardín. Desde la ventana de mi
habitación, la estaba buscando el otro día con la mirada relajada. Vi solo
sus dos orejas sobresalir detrás de la arena, vi solo dos pirámides en el
desierto. Estoy convencido que todavía sueña con su vida en Egipto, una de
sus siete vidas, ya que para que la tenga siempre presente en mi corazón ,
mi gata se comporta siempre conmigo como si fuera su ultima vida..........................
Serge Olivier Leuba,
23-11-2008
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NUNCA SEREMOS ÁNGELES
La seguían
los recuerdos y los perros mientras dejaba atrás un pasado de hijos muertos
y soledades.
Desde
uno de los riscos del pico Manodiós, el cabrero mellado, despeinado por el
ábrego del día cambiante -se incendiaban los tolmos más cimeros, se
apagaban; las nubes de algodón desflecado transitaban veloces ahora por el
cielo, únicamente cerúleo durante la mañana, y cada vez con mayor frecuencia
cegaban al sol estival-, advirtió la presencia lejana de la mujer y los
perros en la curva de los barrancos, otro de los recodos del camino que
conducía al pueblo de alta montaña donde él había nacido, la casa heredada
de sus padres una vivienda más de piedra en la que buscaba refugio cuando
abandonaba la cabaña del aprisco para comerciar con los vecinos y
emborracharse en el chigre, que también servía de tienda. Valdés, el enjuto
cabrero cincuentón, desde la distancia, reparó en los cabellos de fuego de
la mujer y en el hatillo que portaba al hombro................
José
Ángel Ordiz, 18-11-2008
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AMAR
SINTIENDO…
Te conocí una mañana gris de
noviembre. Fuimos a la cafetería de la empresa a tomar café, y me dijiste
que por la mañana era la única bebida que tomabas.
Es extraño lo que se puede
recordar después de 10 años. No es un rosario de declaraciones de amor
incondicional, sino tus uñas comidas por los nervios mientras jugueteabas
con la anilla de una lata de refresco. Hace un par de sábados creí que eras
tú la que esperaba cargada de ropa en el probador de aquella tienda de ropa.
Suspiré tu nombre cuando me di cuenta de que no era tu sonrisa la que me
miraba.
Tú madre suele escribirme un
par de veces al año, manteniendo así vivo el débil hilo que me mantiene
unido a tu familia. Sé que tu hermano Víctor, volvió de Bélgica, y que
Pablo está a punto de tener una niña. Hay veces que percibo el olor dulzón
de la turba de la chimenea en esas hojas llenas de letras apretadas. Cuando
me siento a leerlas puedo oír la lluvia agitándose contra los cristales, y
el viento vuelve a helarme los pies. ¿Sabes? Hasta que os abandoné no me di
cuenta de que mis dedos iban a echar de menos el quedarse enganchados en tus
rizos ásperos, o que tus ojos no eran de color verde, sino dorados como miel
de tomillo. Nunca pensé que tu nombre me traería el recuerdo de una hogaza
de pan enfriándose en la despensa.
Un día de verano, uno de esos
veranos cortos que solo duraban una semana, fuimos a la playa en Coil. Había
que bajar por un camino de piedras sueltas en el acantilado, tropecé. Me
dejaste descansando en la hierba húmeda y dulce y me prometiste un regalo.
Os vi saltar entre la espuma helada, y cuando regresaste sin aliento
depositaste en mis manos una caracola gris y punzante
que aún hoy llora con el ritmo
de las aguas de tu tierra.
Vuelvo a verte de pie junto al
fregadero, desmenuzando cuidadosamente los champiñones para la crema que
todos los sábados prepara tu madre. Nuestras olían a especias cuando
terminábamos de mezclarlos con el ajo y el orégano, y siempre me lavaba las
manos con cuidado para eliminarlas. Decías que tenía que cuidarme más si
quería conocer a algún chico que no fuera de tu familia, pues tus hermanos
no eran de lo más recomendable. Te reías cuando tropezaba de madrugada al
volver deprisa de la habitación de Víctor para que tu madre no nos
descubriera, y te negabas a creerme cuando te decía que tu hermano era lo
mejor que me había ocurrido. ¿Acaso sabías que sus labios eran para mí como
un premio de consolación? Nunca fui más feliz que el día aquél que lo
encontré en la cama con aquella pendona rubia, y tú me llevaste de pub en
pub y me acariciaste la frente mientras vomitaba mi desazón.
Sé por tu madre que te casas con
Luis dentro de dos meses, aquél novio que se fue a Bélgica y regresó cuando
ya habías perdido la esperanza. No iré a tu boda. Una visión de tu abrazo
pecoso me haría perder el aliento, tu pelo trenzado de flores traería a mis
labios palabras innombrables. No podría levantarme y recitar mi brindis por
los novios sin sentir que mis lágrimas no eran alegres. Cuando me cruzase
contigo al bailar, vería como una gota de sudor se deslizaría por tu nariz
pequeñita y querría acercar una mano, tocarla y llevarme el dedo índice a la
boca y llenarme de tu sabor.
¿Cuántas veces nos hemos sentado
junto a la chimenea en una noche de abril? Te miraba, mientras jugueteabas
con las largas mangas de tu jersey favorito, y te hablaba de cómo me podía
enamorar de unos labios o la sombra de una peca junto a tu clavícula. Te
reías, y yo soñaba con el momento en el que suspirarías junto a mis labios,
y en que gemirías suavemente bajo mis dedos.
Tu mundo cambia, sé que tu
memoria se ha difuminado de tu alma. Te veo sonriendo distraída cuando tu
madre te está leyendo mi última carta, y te cuenta mi último fracaso. Año
tras año le hablo de cómo he caído en la telaraña de unos brazos
infinitamente más jóvenes que los míos. No me atrevo a contarle que mi
corazón se va destrozando lentamente, y me pregunto si ya es hora de dejar
de invocarte cuando llegan las penurias. Tú lo sabías, siempre fuiste la voz
sensata de mi cabeza. Dímelo, susúrramelo por última vez mientras mis
recuerdos se desvanecen.
Pilar Prieto, 4-11-2008
AQUEL DESCONOCIDO…
Pilar cogió
el metro a la misma hora que lo hacía todos los días, a las siete y cuarto
de la tarde. Por fin era viernes y una enorme sonrisa iluminaba su cara;
tenía todo el fin de semana por delante para descansar o, al menos si no
descansaba, tendría tiempo para hacer otro tipo de actividades que la
hicieran olvidarse del estúpido trabajo que la tenía absorta de lunes a
viernes................
Pilar Prieto, 4-11-2008
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MIEDO TONTO…
El
cuentakilómetros dejó de funcionar y enseguida las marchas que hasta aquél
momento habían ido duras comenzaron a entrar suavemente. A la mañana
siguiente, el peinado que llevaba intentando conseguir durante días, me
salió perfecto a la primera y murió mi padre. Un enfermero del hospital
donde llevaba varios días ingresado me llamó para decirme que ya estaba
inconsciente...............
Pilar Prieto, 4-11-2008
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PALABRAS , PALABRAS…
1810199
Y las palabras, todas las
palabras, flotan en el ambiente de manera confusa…No, confusa yo, ellas sólo
son palabras, palabras desorientadas dentro de este espacio que no es sino
mi espacio, el espacio que ocupan dentro de mi cerebro, como un enjambre
furioso de avispas a cámara lenta, lento y furioso, y que forman una nube de
interferencias, de letras voladoras que forman palabras, palabras que
tropiezan con otras palabras. Pero, ¿son todas?, ¿están todas?
No puedo ordenarlas, no soy
capaz de armarlas. ¿Las coloco como redondas, fusas y corcheas dentro de un
pentagrama musical vacío? , ¿Como uno de esos puzzles de madera que imitan
construcciones de la antigua Grecia? Columnas, dinteles, atrios… Entonces
tendrían sentido.
Mientras vuelan, vuelan y
tropiezan; entrechocando se vuelven translúcidas y se mezclan, formando
nuevas palabras, palabras que no encuentran el camino, perdidas,
descarriadas.
Se me ocurrió sacar mi
cazamariposas; quizá podría valer para atrapar algunas de estas palabras y
poner orden en el caos, caos que me sobrevolaba, caos que debía organizar en
aquél folio en blanco, folio acusador, folio insultante, que se reía de mí y
me decía descarado: << aquí me tienes, sí, un simple folio en blanco, simple
y aterrador, inocuo y por lo tanto hostil, hostil sin querer,
hostil por que tú lo has querido
así, porque así te lo has propuesto. Mira dentro de mí, no a mí, tú mira
dentro, ¡pero dentro de ti! y déjate llevar por la marea.
De pronto, con un ligero
movimiento de mi brazo se formo un suave torbellino descendente y el
cazamariposas de mi imaginación de cuento se hizo lápiz, y el rumor del
viento de letras fue formando senderos por los que empezaron a discurrir las
palabras, palabras que fueron cubriendo este folio que dejó de ser blanco.
Pilar Prieto, 4-11-2008
VIVIR CON MIEDO…
En su primera cita hace
ya cinco años, José llevó a Marta a la ópera a ver el Barbero de
Sevilla. Al finalizar la función se fueron a cenar a un restaurante
Japonés, dónde él había reservado un privado sólo para ellos, para así tener
mayor intimidad. La cita fue todo un éxito.
José era todo un
caballero, un chico bien educado, siempre dejaba que ella pasara primero,
le retiraba la silla para que ella se sentara, de esos hombres que dicen
las mujeres que ya no quedan. Todo lo que hacía le parecía poco para
complacer a Marta.................................
Pilar Prieto, 4-11-2008
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TROPIEZOS
Hay tropiezos inolvidables; tropiezos por despistes, por las prisas, de
impulsos contenidos o incontrolables –me encantaría tropezar contigo–,
tropiezos físicos que nos desequilibran ayudados por la fuerza de la
gravedad –tropecé con el último escalón y acabé en el suelo.
Algunos piensan que los tropiezos aventuran la vida con un cometido firme,
aunque sólo sea tropezar tres veces con la misma piedra para aprender a
contar. Quizá sea cierto y un tropiezo, de
cualquier índole, pueda cambiar nuestro rumbo.
La
marea, que en esencia es agua tropezando con agua, sube y baja, y en
consecuencia los navegantes viran para tropezarse con los vientos.
Resulta inquietante tropezar con lo inesperado, darse de bruces con el suelo
feroz cuando se lleva el rostro al aire, sin máscara. Eso puede ocurrir en el momento menos esperado, cuando se
pasea por caminos llanos, repletos de cobijos y manos hermanas; o cuando se
cruza un bosque dador de sombras en una calurosa tarde de verano. La paz que
brindan esos escenarios se esfuma al tropezar inesperadamente con una
montaña de lodo, con una tormenta gris, violenta, inagotable, o con una fosa
cuya profundidad podría tragarse todo el eco urbano de esa ciudad urgente
que te llama en sueños. Estos tropiezos estacionales te paralizan las
emociones, te dejan estancado en la sorpresa, en la incredulidad, y pese a
seguir metiendo y sacando los pies del barro, la sensación de inmovilidad
continúa. Los miedos, los complejos, las dudas hirientes, las verdades
olvidadas – y las presentes en cada despertar-, te cierran el horizonte
aunque tengas los ojos bien abiertos. Para volver al azul –bendito cielo-
debes asumir la realidad porque es tuya. Es un trago duro y lamentablemente
nada ayuda a su digestión, ni un nuevo tropiezo que recoloque la pieza
indigesta en el estómago, ni otros tipos de tropiezos más selectos, que
retiren de inmediato las decepciones atadas al pecho.
Todos los
tropiezos tristes son viajes de dolor que deseamos olvidar. Sin embargo, el
mayor tropiezo es un viaje que no se presta al olvido: la muerte. Tropezarse
con la muerte es siempre desagradable, aunque sea en una fiesta de disfraces
en la que muchos se visten con capa negra y hoz. En ese supuesto, tropezar
con la suerte sería precisamente no coincidir con la muerte. Y si eso
sucede, y te toca bailar con ella por un tropiezo cualquiera, conviene
evitar el temido pisotón, no vaya a enfadarse con nuestros pies, aún vivos,
y suframos un monumental y mortal tropiezo. En cualquier caso, por muy
apetitosas que sean las fiestas, es preferible que un festín como éste sea
sólo un sueño y que su despertar nos lleve a la propia realidad –por seguro,
mucho más apacible que ir tentando su extinción en pintorescos carnavales.
Con el Carnaval de Las Palmas de Gran Canaria soñaba yo cuando tropecé con
el despertador. Eran las seis y media de la mañana. Me supo a rayos el
viajecito, pero llegué a la península sin ningún tropiezo, dejando el mar en
calma y mis ropas intactas de su humedad. Espero continuar así el día, sin
tropiezos… a no ser que sea contigo al lado. Ya sabes, hay tropiezos
inolvidables.
Rocío García Maraver,
4-11-2008
EL MAQUINISTA
Puedo hablar con conocimiento de causa – desde la distancia además, y con
perspectiva; desde el recuerdo emocionado –, no a humo de paja, sé muy bien
lo que me digo. El que quiera oír que sólo oiga, pero el que escuche, mejor
todavía, porque la cosa va de cuento, un cuento que tiene, creo yo, su
aquél, su intríngulis y su enredo. Su busilis, vamos. Es el caso que yo fui
maquinista, no de La General, claro – tampoco hay que exagerar –, sino de
los Ferrocarriles del Norte de España, ahí es nada, la empresa de Caminos
de Hierro con más solera de las tres o cuatro existentes entonces,
cuando la Renfe no era Renfe, sino sólo un futurible, ni siquiera un
proyecto. Yo era maquinista, ya digo, maquinista para andar por casa, de
brocha gorda como si dijéramos, de los de antes de la guerra. Sí, eso es,
exacto, de nuestra guerra, no una guerra al uso sino, repito, de
la nuestra – de la incivil para entendernos –, aquélla en la que hace
muchos, muchos años, hubo alrededor de un millón de
muertos
Un millón justo según José María Gironella. No es un plato de gusto, lo
reconozco, andar hurgando en los entresijos de la memoria,
..................
Jesús Sanz Perrrón,
1-11-2008
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ANSIA
Tengo una especie
de ansia perpetua de tus ojos que ninguna mirada me alivia, ninguna. Un
ansia que quiere todas tus casas abiertas. Un ansia que rabia contra ti,
contra tus ojos negros que no son negros. Un ansia de tiempo que no pregunta
cuando; tan sólo aparece siguiendo el cometido del despecho. Yo no pretendía
ansiarte, ni quererte, que es lo que de verdad siento, que te quiero, con
urgencia, con deseo, con un ansia que lamento.
Rocío García Maraver,
30-10-2008
EL AZAR CAUTIVO
Si sale cara,
diré que te sé, que te habito en mí cada mañana de sol. Diré que bailo
contigo sin pisarte, que te guardo los días con lluvia y las noches
reflexivas. Les diré que compartimos las sábanas de las noches, todas. Diré
que nos tuvimos sin control, excediéndonos, encendiendo hogueras en playas
frías.
Si sale cruz,
diré que no te sé, que ignoro tu fisonomía a plena luz. Diré que no te tuve
ninguna noche fácil, que no te encuentro en mi memoria. Les diré que nos
confunden con otros parecidos. Diré que no salvé nunca tu patria, ni me
adueñé de tus naufragios.
Cara o cruz, tan
cercanas y con discursos tan dispares para mi boca. Pero no te preocupes, no
llevo encima monedas para sortearnos, sólo jugaba a desvelar o seguir
callando este azaroso amor que compartimos.
Rocío García Maraver,
30-10-2008
IMPOTENCIA
En medio de temblores y de confusión soy empujada hacia la luz. Un túnel me
obstruye, oscurece y dificulta el camino. Toda seguridad ha desaparecido. Y
yo sigo siendo empujada. Por fin, al unísono de un grito que me aturde y
confunde, me encuentro en la claridad y soy envuelta por ella.
Mis ojos aún no
pueden ver, pero yo veo. Veo todas esas formas que parecen estar pendientes
de mí y, sin embargo, me ignoran. Ignoran mi miedo, mi frío, mi confusión,
mi vértigo. Mi deseo angustioso de un lugar cálido y seguro, como el que
acabo de dejar.
Me traen, me
llevan, me limpian, me arropan. Sin verme. Todo mi cuerpo grita, chillo con
todas mis fuerzas. Es inútil. Están demasiado ocupados conmigo para oírme.
He nacido. He
llegado al mundo de las apariencias.
Espera...
Alguien me recoge, me sujeta, me arropa, ahora sí, me abraza. Descanso.
Charo Rodríguez, 30-10-2008
Luces en el horizonte
Todo oscuro y
la ropa empapada se pega a mi cuerpo. Luces en el horizonte. Alguna
parpadea. Intento no moverme pero las rodillas llevan apoyadas sobre la
tierra rugosa demasiado tiempo y me duelen. Llevo oculto minutos, quizá
horas, y en realidad días. Ya debe ser pasada medianoche y nada sucede, el
frío comienza a doler y mi piel, erizada desde hace tiempo, tiembla con
temor. Todo permanece oscuro. Apenas distingo sombras entre los árboles y no
oigo más que a los grillos, que se unen al acelerado ritmo que marca el
latido de mi corazón. Miedo e impaciencia. Tan solo unos kilómetros me
separan ya de la frontera. Y se agolpan en mi mente los recuerdos de estos
días. Pienso en la discusión con Anamaría antes de salir de la comunidad.
“No vayas, Medardo, debemos luchar por cambiar las cosas aquí. Ya no es como
antes”, imploró. Mi mujer, a su lado, lloraba en silencio acunando al más
pequeño en sus brazos. Sabía que Manuel y yo estábamos decididos y no había
vuelta atrás. Hacía ya tiempo que pensábamos que no habría alternativa.
“Tantos años luchando para cambiar las cosas y ahora debemos salir de
nuestro país para poder mantener a nuestras familias” decía Manuel con rabia
contenida. Habíamos vivido en la clandestinidad y combatido tres años en la
guerrilla pero tras el conflicto armado los pobres seguíamos con hambre y
muriendo de pobres. “Ahora no podemos hacer otra cosa más que trabajar para
dar una buena educación a nuestros hijos y confiar en que ellos hagan otra
cosa de este país” añadí en un último esfuerzo tranquilizador. Y partimos.
Quedamos con
el coyote en Las Vueltas. En Tajutla se nos unieron cinco hombres y
dos mujeres. Una de ellas con un niño. Yo pensé en mis hijos. El mayor había
insistido en hacer el viaje con nosotros pero el camino sería duro y él
necesario en casa, además no había dinero para ambos. Apenas contábamos con
dólares porque el coyote cobra cara la seguridad que promete. En una
vieja camioneta comenzamos a atravesar el país y a cada jornada se fue
incrementando el grupo. Días de hambre y cansancio. Y noches ocultos bajo
los camiones que duermen en las estaciones de servicio, desvelos nocturnos
envueltos en improvisadas mantas y bajo las estrellas de un cielo cada vez
más frío a medida que avanzábamos hacia el norte. Hace tres días que
llegamos a ver la ansiada frontera, una línea recta que divide sin piedad
dos realidades y que de noche se transforma en un disciplinado regimiento de
pequeñas luces que permanecen en el horizonte como ojos vigilantes hasta que
amanece.
De repente
las luces han comenzado a moverse y brillan con más intensidad arrancándome
de golpe de los recuerdos y devolviéndome a la realidad. Advierto que he
cambiado de postura y mi pierna derecha ha quebrado una rama que ahora yace
rota en el suelo desde donde aguanta impotente mi mirada angustiada.
Permanezco quieto, frío y en silencio. Mantengo la respiración en un intento
frustrado por desaparecer. Y poco a poco retorna la calma. De nuevo aquellos
ojos luminosos recuperan en el horizonte su mirada inmóvil. Y de nuevo la
quietud. El silencio. Todo oscuro a mi alrededor. Esta tarde hemos intentado
acercarnos más atravesando el río. “Probaremos a entrar por la vertiente
norte que está menos vigilada”, indicó el coyote. Hace horas que
dispersos en este páramo aguardamos escondidos. Mi ropa sigue mojada. Y no
sé donde está Manuel. No le puedo ver. Y no sé donde está el coyote.
Porqué no nos da indicaciones esta noche. Sudo frío. Quizá en tan solo unas
horas habré abandonado definitivamente mi hogar, quien sabe hasta cuando.
Pero no olvidaré nada de lo que dejo atrás. La pobreza, la lucha armada y
los compañeros que se quedan, nuestra casita de adobe y la letrina nueva, el
olor a leña quemada en la mañana, la milpa- espero que llueva
suficiente este año.
Acabo de
escuchar un chasquido de hojas y en la lejanía me parece distinguir al
coyote avanzando lentamente hacía mí. Mi corazón se agita de
impaciencia. Imagino que tan solo en unas horas podré empezar a vivir un
sueño y conocer que hay al otro lado. Obtendré un trabajo que me permita
vivir de forma sencilla y enviar dinero a casa. Estoy dispuesto a trabajar
en cualquier cosa. Buscaré un lugar barato donde vivir. Pronto enviaré
dinero. Poco a poco aprenderé inglés y mientras, encontraré gente que me
ayude. Soy trabajador y honesto. Y en unos años quizá pueda volver a casa, y
con los ahorros montar un pequeño negocio en mi país. Quizá. Todo está
oscuro y de nuevo, pienso en Juan. Él nunca encontró un trabajo digno. No
conoció gente que le ayudara. Ningún refugio. Encontró rechazo y más hambre.
Y la realidad irreal de un mundo decidido por pocos en beneficio de sus
propios beneficios. No sobrevivió a la penumbra cotidiana. Ni al conflicto
en una calle ajena. Y nunca volvió a ver su hogar. No quiero pensar en Juan,
pero pienso. Ahora ya puedo distinguir al coyote junto a un árbol
cercano. Observo claramente la señal pactada y como después desaparece con
sigilo. Llegó el momento. Doy mi primer paso hacia las luces que brillan en
el horizonte. Y siento que a medida que me acerco, ellas se hacen más
grandes y poderosas mientras yo tembloroso, me siento empequeñecer. No
quiero que mi sueño sea pesadilla. No quiero. Apenas respiro de miedo e
impaciencia y mientras, continúo avanzando.
Mar Toharia Terán,
28-10-2008
SACIEDAD
…era octubre, y en un poblado a orillas del lago de los
peces amarillos, se inició el primer reencuentro de un ser y su imagen. En
ese mismo lago las rocas sólo se veían de noche. Su agua era liviana y
cristalina, pero de día los peces las vestían como alfombras destacando los
verdes que era demasiado escasos a comparación de los lirios aturquesados
que bordeaban la orilla del lado de los paraísos que ocultaban el asfalto.-
Un catorce del mismo mes, en los festivos parroquiales
del día de San Francisco, una anciana que vivía a expensas de los cuidados
ajenos, buscó su rostro en el interior de una celda y desprendió el cordón
que la unía del mundo que la contenía
.................
Ana Clara Breature,
27-10-2008
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CUATRO SIGLOS DE NADA
Sentado en un sillón don Antonio permanece quieto, con los ojos cerrados,
como ausente, quizá pensando, quién sabe, a lo mejor ni piensa, o sólo
duerme. Sí, eso es, don Antonio se ha quedado dormido como una marmota,
ahora nada le urge, ahora todo puede esperar. Acaba de cenar y debería dar,
como le ha recomendado el médico, un paseo, poca cosa, sólo para estirar las
piernas, una vuelta, sólo una vuelta a la manzana. Pero no, don Antonio se
sienta en su sillón y sitio preferidos, bajo el cono de luz de la lámpara,
intenta leer un rato el periódico pero, qué va, en seguida se arrellana en
la butaca, sus manos le abandonan poco a poco y las letras se desparraman
mansamente sobre su pecho. Don Antonio se ha jubilado hace sólo unos meses –
forzosamente, desde luego, que si no, a buenas horas mangas verdes – y,
claro, todavía no se ha aclimatado a la nueva situación. Los primeros días
don Antonio se despierta bien temprano, a ver, la rutina, normal, se calza
las zapatillas y se encamina al baño. Don Antonio no se ha enterado aún de
que ahora no tiene nada que hacer, que no tiene que madrugar, que ya no hay
domingos, ni días de fiesta que guardar, ni sábados, ni vísperas de algo, ni
nada. Ahora todos los días son inodoros, incoloros e insípidos.....................................
Jesús Sanz Perrón,
Madrid, 27-10-2008
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EL CUERNO DE LA ABUNDANCIA
Esta mañana me
he levantado temprano – lo menos serían las tantas-y lo primero que me he
encontrado ha sido con la crisis. Sí, sí, con la crisis. Ésa de la que la
gente habla tanto – sobre todo los economistas, esa categoría de
indocumentados que parece que lo saben todo pero que no se enteran ni saben
de la misa la media – pero que nadie ha visto por ninguna parte, ni está ni
se la espera. Lógicamete, no la he reconocido. Es cierto que había oído
hablar de ella pero como de algo lejano, igual que se oye a diario que el
planeta Tierra se está yendo al carajo por culpa del calentamiento global,
del CO2, de los agujeros negros, de la contaminación, etc. etc. Para mí que
todo eso son zarandajas: comentarios de algunos desaprensivos, pesimistas
recalcitrantes, que se mueven por intereses espurios, gente sin principios
que se ve no tienen otra cosa que hacer. Pamplinas. La Tierra - nuestra
tierra - lleva siglos y siglos - ¿qué digo, siglos? - y millones de años
girando incansable alrededor del Sol, y éste y la Tierra transitando por la
galaxia tan campantes, tan tranquilos, para que vengan ahora los de siempre,
que se les conoce a la legua, con sus negros augurios que no conducen a nada
como no sea a asustar al personal y pescar en río revuelto. Pues bien, a lo
que iba, que es que a veces como que se me calienta la cabeza y empiezo a
divagar de corrido. La crisis, la crisis. Paparruchas. ¿Pues no vemos a la
gente – yo el primero, que conste – más contenta que unas Pascuas, dispuesta
a tirar la casa por la ventana sin reparar en nada que no sea el disfrute
inmediato, carpe diem, y que salga el Sol por Antequera y a vivir que son
dos días? ¿Pues no estamos preparando ya, con casi tres meses de adelanto,
las fiestas más bonitas del año, las de Navidad, Año Nuevo y Epifanía, las
más solidarias, las que hacen más felices si cabe, con sus regalos, a
millones y millones de niños en todo el mundo? ¿Las que, con la Lotería de
Navidad, toda una institución, con una pizca de suerte, nos trae
puntualmente, en su repleto Cuerno de la Abundancia, cual Maná redivivo,
millones y millones de euros, esta casi nueva moneda nuestra – de casi toda
Europa, quiero decir – la moneda que ha venido a redimirnos de la pobreza
elevándonos a todos – digo bien, a todos – a la condición de adinerados?
¿Acaso no estamos viendo a diario bares y cafeterías, y cines y teatros, y
grandes y pequeños almacenes abarrotados de público, ávidos de diversión, de
pasarlo bien a cualquier precio, qué importan unos euros de más o de menos,
que no van a ninguna parte, el caso es disfrutar. Así que yo ni caso, me he
topado esta mañana, ya digo, con el fantasma de la crisis – bueno, la verdad
es que ni la he reconocido siquiera – y como el que oye llover, he salido a
la calle y sí, en ésta llovía, -diluviaba más bien – pero qué, así rebosarán
los pantanos porque ahora están al ciento por ciento, que ya no cabe una
gota más. Así que yo estoy con el primo de Rajoy, ése sí que sabe - bueno,
los dos, Rajoy y su primo –, qué calentamiento global ni qué puñetas,
cuentos, que casi todo el mundo está medio loco, o se lo hacen, sabe Dios
con qué intención. Pues esto es todo. La narración – esta narración – es la
mejor que verá el jurado, eso sí que es seguro.
Jesús Sanz Perrón,
Madrid, 26-10-2008
Fragmento del relato
EL CÍRCULO
...........Llevó flores a su tumba. A la cabecera, entre los floreros, había
un tallo. Lo respetó, midiéndolo cuando iba a renovar los claveles y los
crisantemos. El tallo crecía. Pronto fue como los floreros; luego, creció
por encima de las flores, verde, estirado. Tenía un olor amargo, acre, algo
acídulo. De pronto sintió miedo, y, sin embargo, estaba obligado a cuidarlo.
Lo sabía. Un día dio flor, una hermosa flor de pétalos morados. De ahí en
más se olvidó de llevar claveles y crisantemos, olvidó mudar el agua muerta
de los floreros y olvidó que allí estaban sus padres, tal vez dando savia a
la planta aquélla. Al paso del primer otoño los pétalos cayeron, quedando el
cáliz mustio y seco; pero fue inflándose, creciendo, haciéndose una bola.
Una mañana, con el primer albor, fue a ver su planta. Había soñado con ella;
había soñado que le llamaba. Encontró el tallo verde, más verde que nunca;
pero no había ya cáliz, sino fruto. Era un ataúd chiquito, blanco, gracioso,
con rayitas pálidas y dibujitos microscópicos. Le repugnó, sintió tremenda
aversión; pero, no supo bien por qué, .......................
Ángel Ruiz Cediel, 20-10-2008 ***
Fragmento del relato
OLVIDO
Ha borrado el desabrido
olvido los caminos que conducen al recuerdo. A veces, sólo a veces, un olor
famoso o un nombre entrañable, sin saber por qué, se ancla con desconcierto
a algún ayer traspapelado, sin fechas precisas ni notas marginales,
produciendo el cataclismo de un naufragio cuyo pecio son tablones que arman
la estructura que enhiesta la angustia.
Se sabe rehén,
pero no de quién. Por algún lado, en algún tiempo, sospecha que tuvo una
vida; pero se ignora, acaso no sabiendo qué o quién es. Desconoce que el
presente es un hito conformado por muchos pasados, ....................
Ángel Ruiz Cediel, 20-10-2008***
Fragmento del relato
QUERIDA
MADRE
.....................
Siguió con su perorata mientras preparaba la infusión,
dale que te pego a la hebra, pero Miguel ya no la oía sino como uno de esos
ruidos domésticos que hay en las casas antiguas, o como si formara parte de
aquel entrañable escenario en el que se desarrolló su infancia, buena parte
de su juventud y pedazos de su vida, entre matrimonios, como retales de una
existencia que iba quedando hecha jirones por diferentes decorados.
Se puso en pie y se decidió a esperar el café
mientras ojeaba las fotografías que abundaban sobre muebles y paredes. Era
una tregua. Nada más que un paréntesis a esa murga que pagaba gustosamente,
como un justo tributo, por ver a su madre una vez por semana.........
Ángel Ruiz Cediel, 20-10-2008***
Fragmento del relato
VISIONES
.............................................
— ¿Por qué te pones tú a mi derecha, es un guiño político? —le
volví a inquirir con malicia.
Sonrió. Bueno, al menos sentido del humor tenía.
— ¿Y tú, no sonríes… o te ríes? —le pregunté al otro.
Bufó, un cuerno le echó humo y se peyó.
Cuando no les miraba, entre ellos se hacían
perversidades, se decían ternos de los más gruesos, se metían
los dedos en los ojos, se pellizcaban o se hacían burlas muy
chuscas. Yo diría que se odiaban tanto como si estuvieran
casados o, al menos, que se tenían acérrima antipatía.
— ¿Podéis estaros quietos? —les reñí.
—Es que te quiero —se justificaron ambos al unísono.
Tal vez me quieran, pero joden mucho .
...................................
Ángel Ruiz Cediel, 20-10-2008***
CUALQUIER TIEMPO
Jorge Manrique afirmaba en sus célebres coplas que
“cualquier tiempo pasado fue mejor”.
El atributo que los
hombres otorgaran a la deidad helena Cronos resulta un elemento extraño y
de difícil comprensión humana. En ocasiones se sucede con demasiada premura
mientras que en otras tenemos la sensación de que su paso juega con los
mortales trascendiendo con exasperante parsimonia. Sólo es una percepción
nuestra, pero en ocasiones nos da la impresión de que el reloj se detiene o
tenemos la sensación de que el paso de las horas se modifica a voluntad del
dios.
Los días
felices, ésos que nos gustaría alargar para no dar por zanjado el motivo de
celebración, transcurren con una celeridad abrumadora, despojándonos de la
dicha de lograr...........................................
Xaro Cortés, 12-10-2008
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Fragmento del relato
YO SIENTO
............................................
-No
puedes hacerlo- escuchó a sus espaldas.
Gonzalo se volvió de súbito, y
del susto inicial pasó al no saber qué pensar. Ante él había un hombre, un
anciano mejor dicho, tan viejo que su piel aparecía cuarteada y recortada
por innumerables surcos agrietados. Y en esos ínfimos instantes que una
persona necesita para formar una muy primeriza opinión de otra, a Gonzalo se
le pasó por la cabeza que aquel no era un vecino de la región. No tenía el
aspecto de un anciano gallego, todos ellos doblados y desmejorados por
décadas de duro trabajo ya fuera en el mar o como ganaderos. No, aquel tipo,
quienquiera que fuera, tenía un porte solemne a pesar de su edad, erguido,
poderoso se diría; y no vestía con el atuendo típico de la zona: ni boina,
ni ropa de pescador ni el chaleco lanudo habitual de los criadores de vacas.
En lugar de ello portaba un elegante traje, todo él gris, una americana
sobre un jersey fino, con el cuello un poco alto, pantalones a conjunto y
zapatos demasiado enclenques para transitar por aquellos duros parajes de
roca y arbustos espinosos..............................................
Javier Pellicer Moscardó, 11-10-2008***
EL DÍA
QUE CAMBIÓ EL MUNDO
1913, VIENA
Desde su primera
adolescencia, supo con total certeza que el destino del mundo estaría, algún
día, en sus manos. Su certeza era una convicción propia nacida en el seno de
su alma: sencillamente, lo sabía, acontecería tarde o temprano, llegaría el
momento en que la fuerza de su espíritu liberaría a su pueblo de la
mediocridad, para llevarlo a la supremacía.
Era un
elegido.
Poco le importaba al joven su
propia situación actual: apenas un vagabundo, un pintor de acuarelas que
recorría los parques de Viena, ...............
Javier Pellicer Moscardó, 11-10-2008
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La huida
Otro día
más vuelve a levantarse cansado, tal vez no duerme bien, no lo sabe. De
todas formas no importa, tiene que vestirse, asearse y salir de casa para ir
a trabajar. Así que se pone su mejor sonrisa, no demasiado buena, busca algo
de fe en el armario y sale dispuesto a no ser devorado de nuevo por la
realidad. Se mira en el espejo del ascensor un segundo, no le gusta hacerlo.
El maldito fluorescente es siempre demasiado sincero, le muestra las ojeras
y la cara de asco que tiene, él sabe que es así pero no quiere ni verlo ni
que nadie se lo recuerde, y menos un estúpido espejo de ascensor.
En la calle hace
frío, le gusta sentirlo en la cara, aspira fuerte y se dirige con paso
decidido hacia el tren. Siempre camina de esa manera, tiene la impresión de
que si anda con firmeza llegará a algún sitio que merezca la pena,
...............
David Temprano de Miguel,
11-10-2008
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El cerrojo faz
A
nadie se le escapa que Cádiz es una ciudad extremadamente pintoresca. Ni que
el humor rezuma por las esquinas de cada una de sus calles. Algunos de sus
habitantes podrían estar contando anécdotas durante horas, anécdotas
graciosas que son cantadas y contadas en su máximo esplendor en los
carnavales.
Ayer, después de desayunar, me acerqué a la ferretería del Grillo, mote por
el que se conoce de toda la vida a Genaro Vargas, un hombre dado a luz
prácticamente en las salinas debido a la tradición salinera familiar.
Mantiene abierta la ferretería desde hace más de cuarenta años. Entrar en
ella es casi un placer para los sentidos porque durante todo ese tiempo, el
Grillo ha almacenado materiales que bien merecerían estar en un museo de
antigüedades. Además, su forma de trabajar a la antigua permite que le pidas
un determinado tipo de tornillo y te saque una caja de zapatos amarilleada
por los años llena de todo tipo de tornillería, de toda menos de la que
necesitas. A mí no me molesta en absoluto...................
Paco Gómez
Escribano, 3-10-2008
.........Continuar con la lectura......►
Fragmento del relato
EL TERROR TANGIBLE
https://www.amazon.es/TERROR-TANGIBLE-NUNCA-CENIZAS-OLVIDO
....y ahora, de repente, me
encontraba tumbado en una esquina, rodeado por la niebla, y sin
poder resistir la necesidad de volver a vomitar. Me alcé, me
arrodillé, apoyé contra la pared mi cabeza, aparté hacia atrás
el resto de mi cuerpo y dejé que incontables arcadas semisecas
me convulsionaran a placer.
Cuando escupía los restos de bilis de mi boca y respiraba
profundamente tratando de recuperarme de la tensión y de los
esfuerzos reflejos de mi aparato digestivo, rechinando sus
goznes la puerta contigua se entreabrió. Yo comencé a caminar,
unos pocos pasos, y me adentré en aquella nebulosa quinta calle.
Ya no se oía el caminar del “mantequero”. Me paré, mi cuerpo se
resistía a mantenerse erguido, apoyé mi hombro en la pared y en
aquel momento voces tranquilizadoras de mujer y de hombre, al
tiempo que una amigable mano me asía por el codo, me hicieron
sentir protegido.
El hombre me tomó en brazos, yo al principio me mantuve tenso,
pero al poco dejé laxo mi cuerpo. Me llevaba a mi casa.
Los hechos que acontecieron cuando mi abuelo abrió la puerta son
imaginables y, estoy seguro, certeros para qu ien
se ponga a ello, por lo que desmenuzarlos es relatar lo
consabido y gastar tiempo y papel sin necesidad. Primero
vinieron las expresiones de temor por mi estado, al poco las
interrogaciones, más adelante las imputaciones, hasta acabar
metiéndoseme en mi confortable lecho, desde donde pude oír,
antes de caer en el que aún se me antoja como el más largo y
profundo sueño de mi vida, que mi abuelo y mi madre se
encaminaban apremiados a las casas de Pedro y de Pablo.
Al día siguiente inició su bifurcación mi vida, mi mundo, el
mundo, mi pasado, mi presente y mi futuro.
Eran más de las dos del mediodía. Me despertó mi madre, llorando
desconsolada, abrazándome, besándome. Mi abuela fue por el otro
lado de la cama a acariciarme la frente, la miré, y sus ojos
estaban extremadamente enrojecidos. Yo sentía mi cabeza algo
pesada, pero mi estado no componía todos los síntomas de resaca
etílica que, debo confesar, ya conozco muy bien; aun así exageré
mi estado y les pedí que me dejasen, que no me encontraba bien,
y les mostré mi desagrado por la cantidad de gente que se había
concentrado en la casa a juzgar por el murmullo de voces que
llegaba hasta mi habitación.
Nadie me hizo caso, me hicieron levantar, me lavotearon con una
palangana de agua caliente y una manopla, me vistieron con mucho
mimo, como si fuera yo un inválido, y al salir de la habitación
una avalancha de personas me asaltó besuqueándome y pugnando por
tocarme y no despegar su mano de mí. Pero nadie ponía término a
mi perplejidad por mucho que yo insistiera en preguntar y en
protestar exclamando de modo intermitente que me dolía mucho la
cabeza pero que estaba bien.
.......
Toaj Tagore Dauchna, 1-10-2008***
Ra
El por qué de algunas cosas
Una mañana de Marzo, tibia y húmeda de una primavera continental, todos
salimos rumbo al coche, para la faena diaria de llevar los niños a la
escuela. Esa mañana nos esperaba una sorpresa sobre uno de los sofás del
porche.
Allí estaban cómodamente echados una gata con sus dos crías, quienes al
vernos tan sorprendidos como nosotros quedaron, echando a correr
despavoridamente mientras que con ojos entre atónitos y sonrientes les
veíamos saltar al suelo o sobre las macetas colocadas estéticamente en el
lugar para ornamental el área del jardín. Espantados se alejaron,
perdiéndose los tres escaleras abajo para refugiarse en la parte inferior
del jardín. Sentimos las plantas en su batir de hojas al paso de mamá felina
y sus cachorrillos. Les dejamos entre sus miedos recurrentes por la
presencia humana de ancestrales herencias de atropellos y maltratos,
continuando nuestro andar hacia el coche que nos esperaba ecuánime luego de
toda una noche de paz bajo el sereno ............
Manuel Darío
Quintana, 1-10-2008
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LOS PERROS DE LA
GUERRA
¿Qué importa si
la batalla está perdida?
No está perdido
todo; la voluntad inquebrantable,
la preparación de
la venganza, el odio inmortal, y el valor para no someterse nunca ni
ceder.
¿Qué más hace
falta para no ser vencido?
John Milton
... en el exterior, el viejo continente era un montón de
escoria calcinada. La guerra, tras su paso, sólo había dejado un espectro
agonizante, mientras los cazas Aliados recorrían los cielos oscuros que
albergaban una tierra maldita y destrozada. Poco quedaba de Berlín:
edificios humeantes, sueños de poder y conquista destruidos, avenidas
abiertas por las explosiones y muros, que otrora se levantaban orgullosos y
dementes, convertidos en polvo...
De pie, el alemán se mantenía firme y erguido, con el cuerpo
fríamente en tensión......
Alexis Brito
Delgado,
27-09-2008.
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Tantaz
El agua, como el aire, como el pensamiento, como el
movimiento, es libre. En el río de la vida pensamos, buscamos, andamos,
nunca estamos quietos, continuamente cambiamos.
Desde la
barandilla del paseo de la “Media Luna” se divisa el río Arga, caminante
sereno y frío, su cauce sigue el curso del río, mientras el monte San
Cristóbal, impasible y perpetuo, vigila la ciudad.
El
parque de la “Media Luna” fue, en mi infancia, uno de mis favoritos para ir
a jugar. Desde mi pequeñez todo se me antojaba grandioso y gigantesco.
Paseaba por los jardines de la mano de mi padre que,...............
Ma. Rosario
Ruiz Castillo, Pamplona,
23-09-2008.
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Sus pies
Siempre le había gustado mirarse los
pies, incluso desde que era una niña que apenas sabía usarlos.
Era fascinante observar el movimiento
mecánico de aquellas partes de su cuerpo que parecían tener voluntad propia,
mientras que su cerebro se ocupaba del arduo trabajo de mantener el
equilibrio sobre el campo irregular, los senderos de tierra que rodeaban el
poblado o las rocas del terraplén donde la familia arrojaba a diario las
basuras.
Eran unos pies libres y felices que,
en seguida, aprendieron a brincar y a perseguirse el uno al otro cuando su
dueña deseaba adelantarse a los acontecimientos y decidía correr.
El primer calzado la fascinó, porque las alpargatillas eran
de un sabroso color anaranjado que casi se veía en la oscuridad; pero le
costó mucho habituarse a tener una suela entre su piel y el mundo por el que
correteaba. Suerte que su madre sólo la obligaba a llevarlas en aquellos
días en los que, todos sin excepción, parecían más alegres de lo normal,
nadie iba a trabajar en el campo y los mayores permanecían despiertos hasta
tarde mientras comían los alimentos que, de día, estaba prohibido ingerir
por la autoridad de algo que ella no llegaba a entender.........
Severiano Gil
Ruiz,
21-09-2008.
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EL JUICIO DE
EROS
“El amor es la compensación de la muerte;
su correlato esencial”
A.
Shopenhauer
Eros no puede mantener relación con mujer humana desde que
Hera, diosa del matrimonio y de las mujeres casadas, prohibiera la
promiscuidad y la lujuria entre dioses y humanos. Ha conseguido erradicar
del Olimpo los juegos y correrías de antaño, ha depurado la “hombría”
desechando héroes o semidioses y dando de beber la ambrosía sólo a los
merecedores de ello.
Sin
el néctar divino no hay inmortalidad, Eros lo sabe.
¿Podrá beber a su vuelta? ¿Querrá Eros soportar el tedio de la
inmortalidad?.......
Iván Periáñez Bolaño, Sevilla, 21-09-2008.
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FOTOS DE CEMENTERIO
La niña rubia del color del trigo piensa que ese lugar al que ha
ido con su madre y que se llama cementerio es muy bonito, sin embargo,
también se da cuenta de que hay algo que le da miedo. Es muy agradable
escuchar a los pájaros y verlos jugar entre las tupidas ramas de los
cipreses. Todo está lleno de flores hermosas, hoy ha visto varias
mariposas, una incluso se ha parado un momento en la manga de su vestido
verde y ha movido sus alitas antes de reemprender el vuelo. La niña sabe que
las mariposas no deben tocarse, porque se les cae el polvo mágico de las
alas y se mueren...........
María José,
19-9-2008
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Una tarde en la plaza de Cairasco
Un hombre con
traje gris marengo, con los bolsillos de la chaqueta desvaídos y la corbata
naranja, intensa, cruza la plaza a paso rápido, casi corriendo, con la
mirada perdida y el móvil pegado a la oreja. Una muchacha joven, morena,
espigada, con unos vaqueros de talón roído, la atraviesa también,
despistada, con una maleta y algunos libros pegados a su mano derecha;
parece universitaria. Más allá, una pareja se acerca a la fuente, paseando a
dos niños. El marido empuja el cochito del bebé, de ocho o nueve meses, que
mira hacia su hermano, que va andando, de la mano de su madre, vestido
todavía con el uniforme del colegio; pantalones cortos grises; polo blanco;
calcetines blancos; rebeca morada, con una emblema a la izquierda; zapatos
de goma, negros. Los dos niños se ríen y gritan contentos al ver un carrusel
al otro lado de la calle, en la Alameda de Colón. Está detrás de dos hileras
de palmeras canarias muy altas. Su música resuena. La familia cruza deprisa
por el paso de peatones. Algunas guaguas escolares pasan repletos de
más niños; el colegio de Las Dominicas está a la vuelta de la esquina. El
niño de uniforme les dice adiós con el brazo extendido, señalándoles hacia
la Alameda.
Se oye una
sirena de ambulancia pero enseguida pasa una moto de gran cilindrada que se
come la melodía; y luego un camión; y después otro coche, con el escape
libre. El trasiego es continuo.
No me había dado
cuenta de la algarabía de pájaros, escondidos entre las ramas de los sauces
de este lado. Ya se han refugiado presagiando la noche. Los veo salir y
entrar, practicando vuelos circulares. Parece que deliberan, como si algo
les preocupara.
Una mujer me
roza el brazo con una mochila roja de Los increíbles. Su hijo, de
unos seis años, la persigue corriendo. No aguanta el paso de la madre, pero
ella tiene prisa. Sus tacones rechinan en las juntas de los zócalos
bicolores de la acera.
Regresa el
hombre con traje, corriendo de nuevo, hacia el otro lado, con el móvil
todavía en la oreja.
El aleteo de las
palomas completa la sinfonía urbana, orquestada por la brisa fresca que
corre de cuando en cuando. Se refugian en las ventanas del Gabinete
Literario, que se levanta enfrente de mí. No alcanzo a verlo completo.
He pasado toda
la tarde sentado al borde de la única fuente de la plaza de Cairasco,
observando a la gente. Con un cuaderno, tomo notas al tiempo que leo una
novela corta; simultaneo tareas, la tarde es larga. El agua de la fuente no
ha parado de caer, ni la gente de pasar, ni los coches de correr; ni el
carrusel de sonar, con su melodía repetitiva.
Dentro de un
rato el ritmo diurno decaerá, incluso en esa cafetería, debajo del Hotel
Madrid, donde los hombres charlan a voces. Entonces, bajo la luz amarilla de
las farolas, la plaza se escuchará a sí misma, mientras descansa. Ni el
Gabinete, ni el hotel, ni la fuente se irán de aquí por mucho escándalo que
hagamos; un día tras otro. Ellos y la plaza mantienen una amistad
indisoluble, fruto de muchos lustros de convivencia.
Antes de
marcharme, de noche ya, vuelve a cruzar el señor trajeado. Aparto la novela.
Ahora trae la chaqueta colgada en la espalda, pendiendo del dedo índice de
su mano izquierda. La corbata asoma por un lado; su oreja descansa. Se para
y saca un pañuelo del bolsillo trasero del pantalón. Parece que ha estado
llorando. Mira hacia la cafetería y entra, sorteando a tres camareros, con
delantal blanco, que recogen el local; parece que aceptan su presencia. Creo
que le sirven una jarra de cerveza. A los veinte minutos cierran las puertas
y el hombre se despide. Contemplo su última marcha del día: se tambalea y
tiene que agarrarse a la barandilla del Gabinete cuando pasa por delante. Se
sienta en un escalón y enciende un pitillo. Lo dejo allí, con el chapoteo de
la fuente. No hay más ruidos, sólo mis pasos, que se alejan.
Es hora de ir a escribir lo que he visto.
David Macías Verde, Las Palmas de Gran Canaria, 17-9-2008
UNA ECUACIÓN. LA NUESTRA
4(50+4X+M) -100-9M+8X
________________ =________________
22
2
Habla,
Musa, de aquel hombre astuto que erró largo tiempo
después de
destruir el alcázar sagrado de Troya,
del que vio tantos pueblos y de ellos
espíritu supo,
de quien tantas angustias vivió por los
mares, luchando
por salvarse y salvar a los hombres que lo
acompañaban;
mas no pudo ¡ay! salvarlos, no obstante el
esfuerzo que hizo. (Homero)
11- El sonido de las pisadas era casi
imperceptible. Tráfico, voces, el salpicar de la fuente y el retumbar de la
música de algún local cercano... sin sirenas de un mar que no existe y que
con su protervo canto presagiaron proverbios de dolor. Ahora está todo en
calma. En la calma que una ciudad digna de amor y de odio puede ofrecer una
noche de jueves cualquiera, es decir, tráfico, voces, el salpicar de la
fuente y el retumbar de la música de algún local cercano......
El
tacto herrumbroso de la gélida verja le hizo comprender el significado de
muchos anhelos, el motivo de por qué tenía que levantarse en mitad de la
noche y desplazarse hasta aquel lugar tan lleno de recuerdos.........
Rafael
Negrete, 16-7-2008
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ASÍ NO, NAMIR
La noticia corrió como reguero de pólvora por el pueblo:
“¡¡¡ Un muro de la casa que estaban restaurando “Los Florencios” se ha
derrumbado y hay un trabajador atrapado debajo !!!.
Cuando algo así ocurre en las grandes ciudades, pasa más
desapercibido, pero cuando sucede en un pueblo, todo el mundo se entera y se
conmociona. El desconcierto de los primeros momentos, la angustia de las
familias de los trabajadores al no saber quien era el atrapado, hizo que
aquella mañana que había empezado con la tranquila rutina de cualquier otra,
se convirtiera en una angustiosa espera de noticias.
Alrededor de la 1 de la tarde supimos quien
era el obrero sepultado entre los escombros: Era Namír, el nigeriano, y
estaba muerto..........
Maribel
Egido, 11-9-2008
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LOS AIRES DE LA GRANJA
Se pulsa una vitrola.
Caía el peronismo y en la estepa de un país
colonizado, un ingeniero tomó la iniciativa de edificar una región. Miró
el mapa, realizó un plano, lo llenó de casas y partió en busca de su
idea. Tomó un tren, permaneció varias horas en él, y llegó.
Era verano, hacía
mucho frío, y el viento poco a poco fue despejando su rostro. Caminó unos
metros y sólo el cielo lo miraba. No había nadie, lo único que se escuchaba
era el murmullo del aire. Como en una escala descendente, guardó esa
sensación. La identificó como una especie de desasosiego que fue el
intermediario de su imagen ante el relieve. Inquieto, se dirigió hacia el
lago. Con incertidumbre se sentó en la arena. Ahogado y sumergido en un
lápiz, sintió que lo estaban sombreando. Se dejó deslizar, acomodó su saco,
abrió su dibujo, lo imaginó, y lo cerró. Tomó sus manos, las llenó de
piedras y comenzó a distribuirlas cerca de sus pies. Rápidamente, oyó el
zumbido de las aves. Volvió a coger las piedras, giró su rostro y las
impulsó al cielo......
Ana Clara
Breature, 3-9-2008
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INTERIOR DE RELOJ AVERIADO
Entre los poquísimos recuerdos que
conservo íntegros, hay uno de una noche en que desperté desorientado. Se me
había borrado mi nombre, qué casa era aquélla, quién era yo y quién la
persona que respiraba a mi lado. Así deben sentirse los niños al nacer, y
quizás por eso lloran angustiados. Sólo que, para ellos, se trata de un
llanto pasajero, en la medida que van entendiendo el mundo o haciéndose
entender por él. Para mí es distinto. Lo de entender, digo, que todo siga el
curso establecido sin contar conmigo.
Ni comprendo las reglas del porvenir, ni recuerdo los días que he vivido
hasta hoy. Se me antojan una película borrosa, llena de agujeros donde se ha
quemado el celuloide. No sé, por ejemplo, quién es esa señora con un cuidado
moño de peluquería, cuya fotografía luce en la mesita del salón. Se le
parece mucho la chica morena que todas las mañanas me hace una caricia en el
pelo, mientras me pregunta.....................
Julián
Granado Martínez, 31-8-2008
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A D I O S,
V I E J
O A M I G O
Mi perro no tenía raza definida. Era
de color negro y tamaño pequeño, y no especialmente bonito. Llegó a nuestra
casa hace ya tantos años que casi no sabíamos con exactitud su edad y en
todo éste tiempo que ha compartido nuestra vida nos dio su cariño, su
alegría y su lealtad como solo los perros saben hacerlo.
La vejez había puesto ya cataratas en sus ojos y falta de
agudeza en su oído, ........
Maribel
Egido, 29-8-2008
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UNA CARTA
IMPOSIBLE
(Dedicado
a mi viejo y querido perro)
Queridos amos, yo no puedo hablar, soy solo un perro y
me expreso de otra forma: Con mi mirada, meneando mi cola, saltando a
vuestro alrededor y emitiendo pequeños ladridos de alegría cuando os veo.
Pero a veces, me gustaría poder comunicarme con vosotros de esa forma que lo
hacéis los humanos, para que me entendierais bien, para que nos se perdiera
ningún matiz de lo que quiero expresaros.
Amos, yo sé que ya soy viejo, que mis ojos ya no
brillan y que están cubiertos de algo que no sé que es, pero que no me
permite ver bien, por eso cuando me tiráis cosas para jugar, a veces me
despisto y no puedo traerlo en la boca como antes, ¿recordáis?, no había
piña ni ramilla que se me escapase, aunque lo arrojarais lejos y cayera
escondido entre los matorrales y tomillos del monte. A veces os oía
comentar: ¡Que listo es, no se le escapa ni una!, y yo me ponía muy
contento, ¡era un buen perro! Mis amos lo decían, y seguía corriendo
alegremente sin cansarme nunca.
..........................
Maribel
Egido, 29-8-2008
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. . . . A J U
A N A
Juana era como un reloj de sol que solo marca las horas
de luz. La conocí en un lugar muy especial y poco favorable para la alegría:
la consulta de radioterapia de un gran hospital.
Mi historia había comenzado apenas un par de meses
antes, cuando tras unas pruebas supe que aquellas pequeñas hemorragias que
yo atribuía a desarreglos de mis 48 años, se debían en realidad a un tumor
uterino.
Cuando vuelvo la vista atrás recuerdo aquel 9 de
Noviembre de 1992, en que conocí el alcance de lo que me ocurría, como si se
tratara del guión de una película:
El otoño había llegado de repente, bruscamente, una
mañana el aire tibio se convirtió en un viento desapacible que arrancaba las
hojas de los árboles que aún se resistían a caer. Desde el otro lado del
cristal de la amplia ventana, yo observaba distraídamente como las ramas se
agitaban con fuerza, con un sonido que desde allí no podía oír, y como los
pajarillos saltaban y se perseguían sobre el césped bien cuidado de los
jardines del hospital.
..........................
Maribel
Egido, 29-8-2008
.........Continuar con la lectura......►
TARIFA PLANA
- ¿Diga?.
- Hola,
mamá. Soy yo. Natalia
- ¿Natalia?.
Hija, qué sorpresa. Hace más de un mes que no tengo noticias tuyas.
- Por eso te
llamo. Es que hemos contratado una tarifa de teléfono móvil, que te permite
hablar durante treinta minutos con cualquier número del mundo, con un coste
mínimo.
- Me has
cogido de casualidad, Natalia, hija. Iba a salir con unas amigas. Vamos a
acercarnos a la presentación de la última novela de Ginesito Riquelme. Ya
sabes, aquel niño tan mono que te cortejaba en el club.
- No
recuerdo a ningún Ginesito, mamá.
- Si, mujer.
Tienes que acordarte. Aquel que llevaba el bañador ceñido y subido hasta las
tetas.
- No, mamá,
no me acuerdo. Escucha, mamá. Tengo poco tiempo, y lo que tengo que decirte
es importante. Siéntate, por favor.
- Vaya.
Natalia, hija, me estás preocupando.
- No te
asustes. Todo va bien. Solo pretendo que, durante los próximos treinta
minutos...Bueno, veintisiete... Me des una razón para que no me suicide.
..................
Félix Jaime Cortés, Madrid, 25-8-2008
.........Continuar con la lectura......►
ESTA CASA ES UN PUÑETERO DESASTRE
Parece
mentira que para cincuenta miserables metros cuadrados que tengo de casa,
esté todo desmadrándose de la forma en que lo está haciendo. Y eso contando
con las zonas comunes, que vaya usted a saber a qué avispado listillo se le
ocurrió eso de las zonas comunes, la superficie construida, la superficie
útil y la madre que parió a todas las superficies. Porque a ver, vamos a ver
si nos vamos aclarando: yo ocupo un espacio en el mundo, una superficie, y
mi piso tiene una superficie útil, que es la que yo piso, por supuesto, y
que debe de andar por los cuarenta metros, supongo, pero es que yo necesito,
como todo el mundo, una serie de accesorios para poder vivir, como por
ejemplo, yo que sé: mesas, sillas, cama, taza de báter, o wc si me quiero
hacer el fino......
Félix Jaime
Cortés, Madrid, 25-8-2008
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GRATA INFANCIA
Este lugar
siempre me produce melancolía. Es un edificio de cara al sol de la mañana,
con un bello jardín lleno de flores y pequeños árboles. Muchos bancos de
hierro invitan al visitante a descansar. Pero los visitantes no tienen
ánimos para sentarse, sólo quieren cumplir con su compromiso y marcharse
cuanto antes.
Hoy, al entrar
por estas puertas, mi mente ha viajado en el tiempo. He vuelto a mi niñez, a
aquellos años donde todo parecía grande y exagerado, donde el palo se
convertía en una varita mágica, o la piedra en un bello príncipe que me
rescataba de un enorme castillo custodiado por enormes dragones que echaban
fuego por la boca.
Hoy he vuelto a
ser aquella pequeña que jugaba a ser mayor, que miraba a los demás con
respeto y a la que le encantaba maquillar y peinar a su mamá.
–Buenas tardes,
señora. Pase, por favor, la atenderemos con mucho gusto.
–Gracias señorita
–contestaba mi madre siguiéndome la corriente–. Verá, me gustaría hacerme
una limpieza de cutis, la manicura y pedicura.
Comenzaba
acostándola sobre la cama en la que previamente había colocado una sábana
blanca para que pareciese una camilla.
No sé como mi
madre tenía paciencia para aguantar todas las travesuras que le hacía, sólo
recuerdo que cerraba los ojos y se dejaba hacer. La crema de las manos
servía como base limpiadora, luego debía ponerle la mascarilla, que
consistía en colocar papel higiénico sobre toda la cara tapando boca, nariz
y ojos. Diez minutos más tarde le retiraba la mascarilla a base de tirones y
arañazos. El masaje facial consistía en aplicar un trozo de hielo sobre su
rostro pues se deslizaba con bastante facilidad. A continuación le aplicaba
el maquillaje y luego le perfilaba los labios, con el contratiempo de que la
mayoría de las veces le manchaba los dientes con el carmín. Cuando
terminábamos solíamos llamar a papá y él acudía diciendo:
– ¿A ver lo que
ha hecho hoy mi princesita con mi reina? ¡Oh, una maravilla! ¿Señora,
tendría el placer de concederme un deseo?
– Usted dirá
–decía mamá fingiendo ser una dama de alta sociedad.
–Pues... me
gustaría invitarla a bailar–contestaba mi padre inclinándose sobre ella y
tomándola de la mano al tiempo que me guiñaba un ojo.
–Concedido,
señor.
Papá y mamá
ponían música y comenzaban a bailar. Yo los miraba embelesada porque eran
las dos personas que más quería en este mundo. Me gustaba contemplarlos, ver
ese amor que se brindaban el uno al otro, esa complicidad que siempre los
mantenía unidos, incluso para reñirme.
Con el paso de los años, la niña creció y se
convirtió en mujer. Desapareció el papel higiénico y las cremas de las
manos. Ya no me gustaba jugar a ser maquilladora o masajista, comencé a
mirarme a mí misma y dejar de mirar a mi madre. Entonces surgieron las
primeras canas, las primeras arrugas y los primeros contratiempos. No
obstante mi padre siempre permaneció a su lado, siguió llamándola su reina y
pidiéndole que bailase con él lindos vals.
Hoy
mi madre es mayor, ya no se pinta ni baila, tiene el pelo blanco y la piel
flácida. Pero cuando llego al centro donde la tenemos internada, siempre
tiene una sonrisa para ofrecerme y, aunque no recuerda mi nombre, ni mi
rostro, me mira con cara pícara y me dice:
–Señorita,
¿desearía hacerme una limpieza de cutis?
Y yo le contesto:
–Enseguida
señora, la atenderé con mucho gusto.
Conchi Postigo, 25-8-2008
Fragmento del relato
HASTA QUE LA MUERTE OS SEPARE
…Y entré en el salón, me acerqué a mi viejita, que permanecía
adormilada frente al televisor, y le dejé un beso tibio en la frente.
Arreglé la pequeña manta de lana que cubría sus piernas, acaricié suavemente
sus mejillas, pálidas como el papel de arroz, y le di las buenas noches.
Ella ronroneó satisfecha, ....
Manuel Pérez
Recio, Valencia, 25-8-2008***
NEGRO
Hace un tiempo, no se ni el momento ni el lugar preciso, esnifé negro. Lo
aspire inconscientemente. Supongo que sabía que estaba en el aire, que podía
olerlo, que mi subconsciente engañó a mi consciente para hacerme pensar a mi
misma que eso negro no existía, que podía respirar muy hondo tranquílamente.
Pero no era así, lo negro flotaba, se disolvía en el aire haciéndose uno
solo.
Y yo esnifé
negro.
Llegó a mis
venas, a mis arterias, se aposentó en mi sangre, recorrió todos mis caminos.
Salió por fuera, se implantó en mis vísceras, relleno mis huecos. Negro. Muy
negro. Ya no había rojo, era todo negro.
Vomité.
Vomité todo cuanto pude. Vomite hasta quedarme sin aliento, casi
inconsciente. Pero era tarde, lo negro había absorbido lo rojo de mi cuerpo,
de mi sangre. Lo negro se apoderaba de mi cuerpo, como una vez lo hizo de mi
mar.
Todo negro.
Me abriré el
pecho en canal. Hurgaré entre mis podridas vísceras y arrancaré lo negro.
¿Me llevaré con él lo de debajo? ¿Me llevaré lo rosado, lo rojo? Hurgaré
entre lo negro. Y sacaré fuera todo lo que pueda ¿Y si no es suficiente? ¿Y
si ya no hay rojo que llevarme detrás? NO PUEDE QUEDAR SOLO ESO NEGRO, NO
PUEDE.
Tiene que
haber algo, por pequeño que sea, algo entre lo negro que resalte rojo, algo
pequeñito, casi insignificante pero imprescindible. Tiene que quedar algo…
El sudor
disolverá lo negro. Entrará hasta mi interior y lo irá deshaciendo. El
sudor, necesito sudor, necesito sentir el peso…
Quiero gritar,
subirme a lo alto de algo y gritar. Y serán gritos desgarradores, gritos que
podrán oírse a kilómetros a la redonda, gritos desalentados. Y las nubes
oirán mi llamada y chocarán entre ellas para crear una lluvia que me ayude.
Y la lluvia se mezclará con mis lágrimas, también negras, como mi sangre, e
intentará suplir la lluvia al sudor. Y el negro se mezclará con el blanco de
la lluvia y se hará un poco menos negro, pero negro de todas maneras. Todo
negro.
Y esta vez
no vale con ignorarlo, como le pasó al mar. El mar lo ignoró y lo negro se
desvaneció. A mi no me vale eso, a mi no me sirve solo esperar a que se
pase. Yo tengo que luchar como siempre, tengo que conseguir con el sudor de
mi frente que el negro desaparezca.
Siempre con
sudor. Siempre sintiendo el peso. Siempre otro sudor…
Nadia Hamam,
23-8-2008
HAY QUE TOMAR MEDIDAS
Cuando
me pidieron desde la central de mi empresa que acudiera a proporcionar mis
medidas biométricas, me eché a temblar. No me gusta compartir mis
intimidades con cualquiera; o sí, pero tengo que elegir yo a ese cualquiera.
Me veía medido, pesado, radiografiado, auscultado y fotografiado. Peleándome
con la encargada por un quítame allá, o dame aquí, algún “centigramo”. ¿Con
qué finalidad, para qué tanta medida? Conseguí tranquilizarme y no diré
cómo. Acudí a Internet, una vez tranquilo, para averiguar el significado de
semejante invasión. Encontré la siguiente definición: “La biometría
informática es la aplicación de técnicas matemáticas y estadísticas sobre
los rasgos físicos o de conducta de un individuo, para “verificar”
identidades o para “identificar” individuos”. O sea que, después de 10 años,
en mi empresa necesitaban corroborar mi identidad. No sabía si tomarlo como
un elogio o como un insulto. Que eso de que me gusta pasar desapercibido no
es más que una pose, ¡joder, que hay que decirlo todo! Ya tenían mi nombre,
fecha de nacimiento, domicilio, salario y cuenta bancaria, ¿qué más querían
ahora? En cuanto a las medidas, sólo conseguí ejemplos y nunca un listado
exhaustivo; con lo que no logré saber de qué rasgos querrían tomar las
dichosas medidas. La lista aumentó en mi cabeza con el enfado, y un universo
de atributos, de cualidades, de cantidades, de odiosas comparativas e
intervalos, en todas sus combinaciones, aplastaba mi cerebro desde su
interior. Supuse, por liberar presión, que esos rasgos deberían de ser
estables, para identificarme en cualquier momento o lugar. Aunque, la
verdad, yo intuyo que mi identidad es cambiante a pesar de la estabilidad de
alguno de mis rasgos (o quizás, precisamente por esa estabilidad trata de
huir de ellos, para no encasillarse, vaya usted a saber, que hay
identidades muy raras). Por tanto, y si esto es cierto, todo el proceso
carecería de
..........
José Antonio Martínez Sánchez,
4-9-2008
.........Continuar con la lectura......►
EVA
—Tuve un terrible
accidente, eso es todo.
—¡Por Dios bendito,
D. Ernesto! Pero… ¿se ha visto usted? ¡Si tiene la ropa destrozada! ¡Y… y
esa costra de sangre en la cabeza!
—No es nada… Ya no
duele… Ponme una tila, Román… por favor.
—Enseguida, D.
Ernesto, enseguida… ¡pero dígame que le ha pasado!
—Ya te lo he dicho…
Cuando se alejaron las sirenas, ella estaba en la cuneta.
—¿Sirenas? ¿Cuneta?
¿De qué está usted hablando?
—¡Es una mujer
hermosísima, Román, como no puedes imaginar! Me tendió la mano, con la más
embriagadora de las sonrisas… No, no tiene nada que ver con esas horribles
imágenes medievales. Llamó a un taxi. Fuimos al más caro restaurante de
Viturbe, me invitó a cenar.
—¡Ay que pillo, D.
Ernesto! ¡Que ha hecho una conquista! ¡Y que encima es de las que pagan las
copas!
—Su voz es muy
dulce, melódica. Es capaz de hablar de cualquier tema, con su vastísima
cultura y el licor de sus ojos te acaricia el alma al escucharte.
—Vaya, vaya, D.
Ernesto, ¡que se me ha enamorado usted!
—Es encantadora con
el mundo entero, quien, sin embargo, la teme. Ella domina el tiempo, pues al
final, se irá con cualquiera.
—¡Qué manera de
hablar! No me entero de nada…
—¡Y ha venido a por
mí, Román! ¡Yo no puedo marchar, tengo mucho que hacer, que ver, aún…! ¡Me
está esperando en la puerta y yo no quiero ir, no quiero ir!
—¡Todo lo que usted
quiera, menos cogerme por el cuello de la camisa, D. Ernesto! Pero, ¿qué se
ha creído usted? ¡Tómese la tila con calma, que se le va enfriar y suélteme
de una vez!
—¡Perdóname, Román,
yo… Yo no puedo irme con ella... Tengo mujer e hijos… No… no puedo, ¿qué voy
a hacer?
—¡Hay que ver que
dramatismo le echa a una aventura…! Déjeme ver cómo es la moza… ¿Dice que
está ahí fuera? A ver si por la ventana… ¡La madre que parió al diablo, qué
mujer!
—No digas eso ni en
broma, por favor…
—¡Pero si está
buenísima, Don Ernesto! Qué digo buenísima, ¡como para parar un tren y
matarlo de la impresión!
—Ciertamente, es una
mujer preciosa…
—¿Y dice que le
espera y que usted no quiere ir con ella? ¡Pero Don Ernesto!... Y… ¿Y usted
cree que yo podría…?
—Ya te he dicho que
se irá con cualquiera.
—No creo que yo
pueda pagar… debe ser muy cara.
—El dinero no le
interesa. ¡No, no es eso, no es una prostituta, Román! Ella…
—¡Bah, D. Ernesto,
que se hace usted mayor! Mire, yo voy a intentarlo, ¡qué noche me espera!
Usted se queda en el bar, que es un cliente de confianza y cuando quiera, lo
cierra, ¡que yo me voy!
—Pero Román, ¡piensa
en tu mujer!
—¡Ahí le dejo las
llaves, D. Ernesto! Yo no le tengo miedo a ninguna mujer, mucho menos a la
mía… Y si se entera de esto, ¡que se entere, que para algo yo llevo los
pantalones!
Y salió. Dos días
después se publicó su necrológica.
Jesús Rodríguez Silva, 14-8-2008
SANAA
La mañana amaneció sin una
sola nube en el cielo. Los pájaros, cantando en los tejados de las diminutas
casas encaladas, despertaban a los vecinos del pueblo. Como una suave brisa
en una tarde de primavera, tan suave que apenas es perceptible por los
sentidos, llegó la trágica noticia; una noticia que no conmovió a nadie,
salvo a una niña de apenas diez años que esperaba la llegada de su mamá
sentada en el balcón de su casa.
Lucía pertenecía a una familia humilde. Separada de su madre
por problemas que aún ignoraba, se había criado al amparo de su padre y
abuelos. Sin embargo, hoy era un día especial para ella; su madre regresaba
a casa después de pasar una larga temporada en un lugar desconocido, desde
donde venía una vez a la semana para pasar unas horas a su lado.
.........
Conchi Postigo
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FRIA Y SIN EMBARGO…
Cuando la conocí me llamó la
atención su piel blanquecina, siempre me gustaron las chicas de piel blanca,
quizás por mi madre; a la que sólo vi en una ocasión, pero cuyo recuerdo me
ha marcado de por vida. El cabello negro contrastaba con esa característica
que tanto me atraía. Su discurso era... diríamos parco, pero sabía escuchar.
Cuando le hablaba, su mirada fija parecía atisbar mis auténticas
intenciones. Me preocupaba su falta de apetito, se alimentaba poco, o más
bien nada. Sus necesidades eran mínimas, qué digo mínimas, eran nulas. En lo
sexual era más bien pasiva pero, eso sí, receptiva a toda propuesta por mi
parte, nunca le escuché un no. A pesar de esto no podría decir que era una
calentorra, antes al contrario, era fría, de una frialdad que iba más allá
de lo emocional, físicamente fría, y sin embargo... insensible. Aún la
recuerdo entrando en la fría habitación en la que nos conocimos. No merecía
tal destino. La escondí en mi casa. El juez dictó una orden de búsqueda. Yo
sabía que era un amor imposible, unas semanas y todo habría terminado. No
obstante, vacié el arca congelador de mi casa, pues me gusta que los
invitados se sientan cómodos; el aire acondicionado fue nuestro gran aliado.
Lo demás ya es previsible: yo perdí mi empleo en el depósito de cadáveres y
ella fue sepultada en el cementerio de Leganés. Una separación en frío y
sin despedidas; abrupta y aterida; es imposible enterrar esos recuerdos. A
partir de entonces ninguna ha igualado esa quietud, ese saber estar... y no
estar. No te muevas, le digo a mi actual novia, después de tenerla tres
horas delante del aire acondicionado para poder follar con ella. He pensado
en comprar una cámara de frío industrial e instalar en ella el dormitorio. O
poner tierra de por medio y marchar a Escandinavia, allí todo sería más
fácil y barato. Leí en Internet que el curare paraliza a sus víctimas,
también la ketamina. Tengo su recuerdo congelado, no consigo olvidarla. La
imagen de mi madre sigue perturbando, desde aquel féretro, mis pocas horas
de sueño. Mi gélido curriculum vaga de depósito en depósito.
j
José Antonio Martínez Sánchez
SOBREPAÑO
El sol estaba menos radiante que de costumbre. Pasaba la
tercera estación de la edad y la temperatura ambiente no superaba ningún
grado centígrado.
Rodaba el año 1600 cuando se pronosticaba la coronación de la
torre circular a María de Médicis.
Cuenta un poeta que el día anterior a ese acontecimiento
marital, le llega la noticia a un director teatral que tiene que apurar
sus ensayos y anticipar su estreno.
En el momento que desestructura el mensaje, él mismo estaba en
el palacio de las estatuas reconociendo su lugar, con el objetivo de
intentar convertir sus pensamientos en una manifestación de buen gusto y
cultura.
...................
Ana Clara Breature
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PAUSA
Un gato que anda por los techos en busca de refugio, siente
que uno de sus ojos es fusilado. En ese instante se le electriza su
cola; una estrella se apiada y le ilumina la ventana de un altillo.
Asustado…entra. Dolorosamente; mueve su cabeza y enseguida logra
identificar la figura de una mujer. Con poca claridad pudo distinguir
que su cabello era corto y que en su rostro se delineaban unos ojos con
tonalidad amarilla. Entumecidos; se acercan. La dama flexiona sus
rodillas y chispas sus dedos como saludo. Se apaga un farol, y un
volante del baile en le Moulin de la Galette atraviesa la puerta y
sobrevuela entre sus cabezas…
Ana Clara Breature
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NO SE FÍE DE ANSELMO
Hasta hace poco tiempo nuestras conversaciones
telefónicas se ceñían normalmente al ámbito privado, y las de trabajo se
llevaban a cabo en los lugares adecuados.
Pero desde la aparición en nuestras vidas de ese pequeño, (y sin duda
utilísimo) artilugio conocido como teléfono móvil, las cosas han cambiado de
forma radical. Las calles..........
Maribel
Egido Carrasco
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A Q U E L
B A Ú L
La habitación olía a cerrado y a un olor
indefinible que capté más con el corazón que con los sentidos; El fino rayo
de sol que se filtraba por la persiana cerrada iluminaba minúsculas
partículas de polvo en suspensión, y cuando mis ojos se acostumbraron a la
tenue claridad empecé a percibir los contornos de los muebles y objetos de
la salita.
Desde la muerte de la abuela yo no había vuelto a la
casa, ahora cerrada, y me produjo una especial sensación entrar en aquella
habitación .........
Maribel
Egido Carrasco
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LA CORDURA DE ISABEL
CAPÍTULO I: ISABEL
- ¿Qué tal te encuentras hoy Isabel?
¿Cómo has pasado la noche? –preguntaba el doctor Fernández como cada día,
observando fijamente la facción desencajada de su paciente- ¿No crees que ya
es hora de empezar a hablar? No has dicho nada desde que llegaste hace tres
meses. Tu madre te necesita, dice que eres el único pilar que puede hacer
que su vida recobre sentido, necesita que vuelvas a ser tú.
La triste mirada azul de
aquella mujer aún reflejaba el terror que tantos días atrás marcara su
rostro; ese miedo a continuar viviendo, sabiendo lo que había hecho; ese
miedo que había nublado aparentemente su entendimiento y la había alejado de
la realidad.
......
Clara Peñalver Jurado
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LUCÍA
Hace años que la quise en vida. Venía a visitarme desde la distancia. El
corazón galopaba en mi pecho a medida que me aproximaba a la estación.
Sentada en el banco, me atrapaba con la sonrisa tierna de sus labios moros y
el azabache mineral de sus ojos de fuego; me elevaba hacia la luz horizontal
de la alborada y me adentraba en el mundo infinito de los sueños.
Cuando ella llegaba, el río bajaba suave en una mansedumbre de caricias. El
agua rozaba suavemente las piedras de la orilla. Los gorriones cantaban
junto a los chopos de las lagunas. Juguetones, los pájaros nos recibían
junto al calor de los primero rayos. En el camino hacia los campos de
trigales, las palomas levantaban el vuelo abriéndonos el paso hacia el
generoso abrazo con la espiga. Desde la altura, el viento huracanado se
calmaba al rozar sus cabellos; se transformaba en brisa al tocar su piel de
azahares y amapolas.
Desde el alba, me acompañaba su recuerdo: con ella superaba el calor
asfixiante de la fragua, el martillo torturando los metales, la estúpida
arrogancia de encargados mediocres, la miserable condena del salario.
Cuando estaba conmigo, regalaba colores a la rutina de mis días, ahuyentaba
el vómito persistente de la fábrica, me rescataba de su asfixia, de sus
soplos de óxido y hollín. Envueltos en quimeras y utopías, buscábamos el
espacio ancestral de la amapola, el sabor mineral que transmite el silencio
en el paseo luminoso hacia la brisa. Nos acercábamos al viento de los campos
para envolvernos en la magia misteriosa de la vida.
Pero un día
partió hacia hacía los infinitos espacios del silencio y yo quedé aquí, en
brazos de otra muerte. Ya no estaría su sonrisa luminosa aguardándome
puntual a la salida, los campos solitarios, la amapola, el asombroso
misterio de la espiga. Todo se fue aquella noche de sangre, ambulancias y
hospitales. Quedé ahogado en el dolor tenaz y persistente de los rincones
tristes. Persiguiendo a su sombra, de nuevo recorrí los paisajes
compartidos; pero se hizo más grande el espacio de su ausencia; el llanto me
hundió en la tierra y quedé clavado entre las angustiosas horas de la
tarde.
Quise
escapar entonces de la herida; del dolor lacerante, de la miseria tétrica y
salvaje que me comía lentamente trozos de carne viva. Dejé atrás la fábrica,
los sueños truncados, la miseria sombría que me llevaba a las orillas del
abismo. Con el dolor a cuestas busqué otros sueños; me abracé a la luz de
otros campos, recorrí la distancia que me separaba del sol, abandoné los
arrabales oscuros, las arterias grises de casas desvencijadas, las ruinas
angustiosas de mi vida. Ansiaba el paisaje luminoso y dejé atrás Madrid;
salí de la buhardilla de un ático de mala muerte: las palomas defecaban
sobre la terraza y las calles eran tristes y vacías.
Esperé a mi
padre junto a una carretera solitaria, aparqué a la orilla y me dejé
acariciar por el frescor que anunciaba la caída de la tarde. En el
horizonte, la recortada silueta de los olivares, más arriba, el refulgente
cielo azul marino. Desde los tonos naranjas del crepúsculo, ella me
contempló con sus ojos de fuego: la sonrisa tierna de sus labios moros, el
resplandor de su rostro de bronce anunciando la llegada de la noche. El
perro husmeaba mis zapatos; tras él llegó mi padre. Acariciando el ala de su
sombrero negro y desgastado me dirigió su sonrisa generosa. Intercambiamos
un río de palabras. También él era una parte del paisaje: grandes surcos de
arrugas sobre la barba rugosa, el olor a tabaco negro brotando de la pipa,
sus manos anchas, cargadas de trabajo, señalándome el camino que marcaba la
brisa. Él vio en mis ojos la angustia tenebrosa del castigo; contempló mi
pena abrazando su recuerdo, me invitó a compartirlo junto a un trago de
vino. Encendió la chimenea; el frío de enero se marchó hacia la noche y las
llamas crepitaron con rumor de acogidas. Pensativo, mi padre me escuchaba
acariciando el vaso de tinto: la expresión grave de su rostro de tierra, los
puntitos de luz palpitando en sus ojos. “Yo también la he perdido, hijo…” Se
avivó el fuego en su mirada campesina y paseó por la estancia despacio y
reflexivo: “Transito con la pena junto con el paisaje; a mi también se me
ha ido el tesoro más querido; cargo la soledad a fuerza de silencios;
también yo abrazo aquellos sueños compartidos”. El llanto de mi padre me
envolvió en una angustia pertinaz y férrea. El abrazo nos juntó en un solo
latido.
Envuelto en
los paisajes de mis primeros pasos, recorro la ruta de mi lejana niñez.
Junto a la paz de las tardes de silencio me acerco de nuevo a la magia de
los campos, al abrigo fresco de calles adoquinadas, al reparo de un horno de
pan caliente en el hogar austero y campesino. Me encuentro con ella junto a
la tierra generosa; abrazarla aquí ya no es una utopía: llega junto al
viento de los campos a impregnarme de nuevo con el misterio de la espiga. Me
acerco a los lugares que la vieron crecer; su casa se funde conmigo junto
al abrazo generoso de su pueblo. Padre me acompaña también a recibirla; nos
acoge a los dos junto a la raíz poderosa de la tierra, transmitiéndonos la
fuerza ancestral del peregrino. En este espacio de soledad y silencio, su
presencia es un despliegue de luces y colores en el atardecer de los campos
y caminos. Aquí, el cielo está a la vuelta de la esquina. El mundo se
ilumina cuando la raíz de la tierra se hace próxima. Y en este resplandor de
sueños e ideales, mi madre sigue viva.
Guillermo Cabrera Hernández, Santa Cruz de Tenerife, 12-8-2008
Fragmento del relato
LOS ROSALES
...............Su esposa
aparecía totalmente desnuda, sujetándose sus senos con ambas manos, mirando
descaradamente al objetivo de la cámara. Su silueta se recortaba sobre un
fondo rojo. La luz se proyectaba desde arriba en un ángulo de cuarenta y
cinco grados hacia el lado derecho, lo que producía un conjunto de sombras y
contrastes que realzaban su bellísimo cuerpo. Estaba viendo la imagen
correspondiente al mes de enero; febrero presentaba otra foto en fondo azul,
de perfil; marzo ofrecía una visión sugerente: la luz estaba situada detrás,
recortando la silueta de Inés. Luego había otra foto mostrándola por la
espalda, otra de medio cuerpo… y otra, y una más… Una foto por cada mes.
Tenía que pensar rápidamente para encontrar respuestas a las preguntas que
acudían a su mente: ¿Cómo era posible?, ¿cuándo había posado su esposa para
hacer esas fotos? ¿Quién le enviaba el calendario? ....................
Juan Pan García,
4-8-2008***
E L S U E Ñ O
Todas
las mañanas el mirlo me saludaba cuando abría la
puerta. Naturalmente su canto no tenía nada que ver con mi presencia en el
porche, pero a mí me gustaba pensar que mi pequeño amigo me conocía.
El ciruelo que le servía de albergue estaba en el
jardincillo de la casa de enfrente, ahora vacía, y acogía además del mirlo,
una multitud de desvergonzados gorrioncillos que acudían sin miedo alguno
en cuanto yo depositaba en el suelo su diaria ración de migas de pan.
Me gusta madrugar
y disfrutar de esa hora mágica, cuando el sol, que aún no ha rebasado la
línea de los árboles, pone en el cielo bellísimos y delicados colores, y el
fresco aire del amanecer, trae aromas a pino verde desde el cercano monte.
Aquella mañana yo había despertado en medio de un extraño sueño, ...
...............Continuar con la lectura►............
Maribel Egido Carrasco, Coca (Segovia),
6-7-2008
L A M A R C H A
Al principio fue solo
un brillo lejano moviéndose en el horizonte que más que verse se adivinaba.
La mañana era limpia y transparente, la lluvia caída de madrugada hacía que
todo pareciera como recién lavado y el fresco aire procedente de las
cercanas crestas de la sierra del Guadarrama tonificaba el cuerpo y la mente
con gozosa sensación.
La gente, apostada a
ambos lados de la carretera, esperaba hacía ya un buen rato dirigiendo la
vista hacia el horizonte, hasta donde la oscura cinta de asfalto se
confundía con el cielo azul. Cuando alguien gritó: ¡Ya vienen!, una especie
de nerviosa excitación pareció recorrerles a todos, y a partir de ese
momento todos los ojos quedaron definitivamente prendidos en aquella masa
azul y blanca que cada vez se acercaba más.
Ella había llegado junto con su marido desde la
cercana Segovia, y permanecía allí apiñada junto a aquellas personas que
esperaban la...
...............Continuar con la lectura►............
Maribel Egido Carrasco, Coca (Segovia),
6-7-2008
EL TRÁNSITO
Y así como no existe espacio para el tiempo,
Y la angustia del vacío lo llena todo,
Un cataclismo de iras inunda el universo
desterrado.
Y yo,
En la
soledad de una negrura infinita,
Puedo
escuchar del viento el lamento,
Sobre las
secas ramas de un viejo árbol muerto.
Y cuando la
desolación alcance el lejano horizonte,
Y la tierra
donde vivo se rompa en mil rudas rocas,
No temas,
Alguien
habrá que recoja tu verso herido,
Un amor tan
grande como lo fue su olvido.
Octavio
Gómez.
Burgos a 4
de julio de 2008
“SILENCIO”
-- Quiero estar solo. Silencio.
Que nadie sepa lo que pienso.
Que no se escuche lo que lloro.
Que no se sienta lo que siento.
-- Silencio; guardad silencio.
Que no se entienda lo que digo.
Que no se escuche lo que grito.
Que no se oiga lo que canto.
-- Silencio, guardad silencio.
Que nadie sepa por quién vivo.
Que nadie ignore por quién sufro.
Que nadie sepa lo que tengo.
-- Silencio, guardad silencio.
Que nadie pueda arrebatarme
lo que tengo en mis adentros.
.... Es lo único que tengo
-- Por caridad, guardad silencio.
Que nadie sienta mis sollozos.
Ni siquiera mis silencios.
Ni mis gritos, ni mi canto...
.... Silencio.
Por favor, silencio.
Jorge Margall,
invierno 2007
UN CRIMEN
ESPANTOSO
Ocurrió alrededor de las ocho de la tarde, tal vez unos diez
minutos después de que empezara por fin a llover, tras un interminable y
asfixiante día de bochorno. María, como la mayoría de sus vecinos, había
abierto de par en par las ventanas de su cocina con la esperanza de
aprovechar al máximo el frescor que traía consigo la lluvia y se aprestaba a
cenar, sola, cuando oyó el ruido de un coche aparcando en la calle con la
radio puesta a todo volumen. El sonido despertó en su mente un eco familiar:
su marido, Marc, solía hacer lo propio; inmediatamente después, empezó a
sentir cómo la angustia, que a duras penas había logrado enterrar en lo más
profundo de su ser, regresaba a la superficie y anegaba brutalmente la
frágil paz que creía tener conquistada. Respiró hondo y trató de alejar esa
sensación que conocía demasiado bien y que, en otros tiempos, la hubiera
impulsado a levantarse y a escrutar con ansia el bulevar. Tendría que
haber hecho caso a su instinto y escuchar esa primera señal; sin embargo,
aquel fatídico día, María torció el gesto y decidió concentrarse en la sopa
que humeaba en su plato. Llenó su cuchara con determinación y se la llevó
hasta los labios sin que apenas le temblara la mano; tragó de golpe su
contenido, maquinalmente, sin paladearlo casi, embargada por un sentimiento
de tristeza, desolada al comprobar que no se sentía capaz de disfrutar ni
con las cosas más pequeñas de la vida, como una simple sopa de letras, la
misma que, antaño, tanto gustaba a sus hijos.
-
¡Mamá! ¡Mamá! A mí, ponme solo vocales –le decía Pedro.
- Eso
no puede ser cariño –contestaba ella suavemente, acariciándole el pelo.
Llenaba generosamente un plato hondo y lo depositaba cuidadosamente delante
de su pequeño, que bailaba de impaciencia sobre su silla, mientras el mayor
jugueteaba con el contenido del suyo.
-Mario, amor, ¡para ya de escribir palabras y come de una vez, que se te va
a enfriar! –añadía sin conseguir asustar al niño con su tono falsamente
severo.
Aquella evocación le arrancó una sonrisa melancólica que se quedó a medias
cuando un dolor punzante la obligó a llevarse la mano a la boca con un
gemido y a apretar suavemente su labio con las puntas de los dedos para
aliviarse, en un gesto casi mecánico que demasiadas veces había repetido
durante los últimos años. Movió lentamente la cabeza de un lado a otro,
negando despacio, y se preguntó cuándo habían empezado a torcerse las cosas.
Por mucho que intentara recordar, no conseguía encontrar el momento clave,
el suceso preciso o la pequeña inclinación que había terminado por hacer
zozobrar el barco. Quizás en ello radicaba la respuesta, quizás nunca pasó
nada especial y solo se trató de un movimiento suave e imperceptible, una
simple pendiente inapreciable, casi invisible, que la había arrastrado
inexorablemente hasta el punto en que no pudo hacer nada para remediar las
cosas.
Estudió largamente las diminutas letras que flotaban en su plato como si de
repente fueran a cobrar vida y pudieran desentrañar aquel misterio, a la
manera de una sabrosa ouija. Permaneció así un largo rato, inmóvil, con la
mirada perdida, hasta que decidió poner fin a tantos pensamientos negativos.
-Tienes que mirar hacia delante mamá –le decía siempre Mario-. Nosotros estamos contigo, te ayudaremos en todo lo posible, pero no
debes dejar que el desánimo te hunda.
La
mujer pensó de nuevo en sus hijos y sus labios esbozaron una nueva sonrisa.
Se sentía muy orgullosa de ellos, especialmente desde que se habían
convertido en hombres y habían entendido el horror en el que los terribles
arrebatos de ira de Marc la obligaban a vivir. Sin sus hijos, probablemente
nunca hubiera encontrado las fuerzas suficientes para enfrentarse a su
marido y poner fin a una relación que la mantenía sumisa en un infierno.
Mario
estaba casado y vivía cerca; pasaba a verla cada día, cuando iba o volvía
del trabajo. Pedro, que estudiaba fuera, había vuelto a casa; no le permitía
salir sola y la acompañaba a todas partes intentando disimular su inquietud
bajo el velo de un sempiterno buen humor que no engañaba a nadie. Esa noche,
María había tenido que enfadarse con él para conseguir que se fuera con sus
amigos al concierto de este grupo que tan de moda estaba entre los jóvenes.
El
timbre sonó, estridente en el silencio de la casa, sobresaltándola. Se
levantó bruscamente, desoyendo los orates latidos de su corazón. “Ay
Pedro –pensó-, una vez más habrá cancelado sus planes en el último
momento.” Salió de la cocina y se dirigió hacia la entrada decidida a no
permitirle quedarse con ella; era demasiado joven para cargar con los
errores de sus padres.
Ya en
el vestíbulo, el espejo le devolvió el reflejo de una mujer bonita, aunque
un poco desaliñada. Se paró un instante y examinó su imagen sin compasión. A
primera vista, aún podía aparentar ser joven, pero de cerca se le notaba una
fina red de arrugas flanqueando sus hermosos ojos verdes. Encogió levemente
los hombros y siguió escrutándose. Había conseguido disimular, con una buena
dosis de maquillaje, el morado de su ojo; el labio partido… bueno… eso había
sido más difícil, pero se consoló pensando que las heridas físicas solían
curar bastante rápidas. Se arregló el pelo con las manos, en un gesto
delicadamente femenino, y se recriminó su abandono. Decidió que cogería hora
en la peluquería y también quizás se gastaría un poco de dinero en ropa.
Un
timbrazo arrogante la devolvió a la realidad. Alargó la mano hacia la
manivela de la puerta mientras un sentimiento de alerta se abría paso en su
mente: su hijo pequeño era un joven muy tranquilo que no solía perder la
calma ni en periodo de exámenes y no era propio de él impacientarse así.
Abrió la puerta al tiempo que tomaba conciencia de su error.
-¡Tú!
–se oyó gritar reconociendo la alta silueta de Marc.
Se
quedó paralizada, consciente del hecho que, con solo unas décimas de segundo
más, no hubiera abierto. Le empezaron a temblar las piernas, tragó con
dificultad, pero intentó controlarse. Sabía por experiencia que si se ponía
nerviosa sería peor; tenía que hacerle frente con valor. Quizás solo venía
para hablar con ella, intentar convencerla, como tantas otras veces, de que
le perdonara y que le permitiera volver a casa; e incluso podía, con un poco
de suerte, que se fuera sin levantar la mano.
María
se aferró a esa idea mientras retrocedía unos pasos y entrecerraba levemente
la puerta. Marc, de pie en el umbral, la observaba con una sonrisa malévola
en la boca.
-¿No
me vas a dejar pasar? Te recuerdo que la mitad de esta casa sigue siendo
mía.
-Es
cierto, pero hasta que dictamine otra cosa el juez, has perdido el derecho a
vivir en ella –replicó María, intentando aparentar una seguridad que estaba
lejos de poseer.
Marc
puso cara de fastidio, pero asintió.
-Bueno…, es igual…, para lo que he venido…
Interrumpió bruscamente su frase y se inclinó levemente hacia delante; jugó
un rato con un pequeño encendedor que llevaba en mano y dejó que un tenso
silencio se instalara entre ellos. María no pudo evitar soltar una risita
nerviosa mientras observaba a su marido, intentando adivinar sus
intenciones. El hombre despedía un desagradable tufo a sudor. Aún llevaba
puesta su ropa de trabajo y de su hombro colgaba un viejo y maltrecho macuto
a través del que podía vislumbrarse la forma de una botella. Al reparar en
aquel detalle, María se preguntó si bajo esa aparente tranquilidad, lo que
en realidad escondía su marido era una cólera copiosamente alimentada por el
alcohol.
La
puerta de enfrente se abrió bruscamente, poniendo fin a sus cavilaciones; en
el resquicio apareció la gruesa silueta de su vecino, Enrique. La mujer se
sonrojó intensamente al comprobar por la actitud del hombre que, con toda
seguridad, Pedro había hablado con él antes de irse con sus amigos.
-¿Todo bien, María? –preguntó, echando a Marc una mirada glacial, cargada de
desprecio.
-Sí…
sí –balbuceó ella-. No te preocupes, Marc está…está a punto de irse.
Gracias.
Enrique tardó un instante en responder, mirando fijamente a Marc, indeciso
en cuanto a la actitud a adoptar frente a éste. Finalmente, y viendo como
María se retorcía las manos, optó por retirarse con discreción, pero no sin
antes regalarle una sonrisa de ánimo.
-Vale…, pero si me necesitas…, ya sabes…, sólo tienes que llamar. Dejaré la
puerta abierta –añadió, más por Marc que por ella, antes de desaparecer.
María
lamentó en seguida no haberle retenido. De nuevo se sentía vacía, vacía y
tremendamente vulnerable. ¿Cuándo acabaría esta pesadilla?
-Marc…
-comenzó.
-¡Cállate, zorra! –Gruñó, cortándole la palabra con malos modos- ¿Qué
pensabas obtener al denunciarme? ¿De verdad creías que iba a respetar esa
mierda de orden de alejamiento? Eres mía, ¿cuándo lo vas a entender? No
dejaré nunca que te vayas… No así por lo menos –añadió con una mirada feroz.
Hablaba en voz baja, consciente del hecho que Enrique todavía se encontraba
cerca, listo para intervenir; pero a María, ese tono falsamente suave le
sonó más espantoso todavía que si hubiera gritado, o si la hubiera cogido
del pelo, como tantas otras veces. Estuvo a punto de volver a llamar
Enrique, pero la vergüenza la retuvo, y, una vez más, hizo caso omiso de las
señales que le avisaban de la eminencia de un espantoso desastre.
Marc
seguía observándola con esa extraña mirada, jugueteando con ese ridículo
mechero naranja que no había soltado un solo instante desde que ella había
abierto la puerta. De repente, lo vio todo claro. Marc no estaba ebrio… no…;
había algo mucho más espeluznante, muchísimo más cruel en el fondo de
aquellos ojos. Intentó cerrar, pero él fue más rápido. Bloqueó la puerta con
su hombro mientras alzaba la botella que había llevado todo el tiempo en su
macuto, la destapó hábilmente y roció a María con su contenido sin que ella
pudiera hacer nada para evitarlo.
Un
olor acre invadió el vestíbulo del piso. No era ginebra. La mujer intentó
zafarse y gritó de horror al ver la pequeña llama azul del encendedor bailar
delante de sus ojos; llegó a atisbar la figura de Enrique lanzándose hacia
el piso -demasiado tarde, pensó- justo antes de que las llamas
asediaran su cuerpo.
El
dolor fue tal que pensó que iba a volverse loca, pero su mente y su cuerpo
resistieron más allá de lo que nunca hubiera podido imaginar. Notó cómo se
le incendiaba el pelo y la piel; cómo sus dedos, devorados por las llamas,
se encogían como zarpas; cómo el aire, que aspiraba a bocanadas cortas,
abrasaba sus pulmones y percibió incluso el olor de su propia carne
quemándose. Le pareció que el tiempo, inhumano, se detenía para siempre en
aquellos atroces e interminables instantes; pero finalmente cayó al suelo,
doblegada, y su mente, unos segundos antes de rendirse, aún consiguió captar
los gritos de Enrique que intentaba apagar aquel infierno:
-¡María! ¡María! Aguanta…Oh Dios mío…joder, por favor…, aguanta.
Magali Baudru, Alzira (Valencia), 2-7-2008
1936
Abrieron El
Graznido, la salida lateral que daba a la carretera. Los presos le
pusieron ese nombre porque se franqueaba sólo para los condenados. La falta
de grasa en los goznes hacía que las bisagras chirriaran. Su apertura dejó
pasar una brisa nocturna y helada.
Bajo la
lluvia, las luces del camión alumbraban el negro barrizal de la explanada.
Piedras de granizo caían con violencia sobre el fango viscoso. Un centinela,
armado de ametralladora y situado junto a la carrocería, se protegía del
fuerte aguacero; chorros de agua resbalaban sobre su capa de lona. Los ojos
del soldado, guardián de la muerte, eran dos puntos de luz rojiza bajo la
capucha oscura.
El piquete
armado entró hasta los primeros jergones. Cuando su nombre retumbó entre las
sombras de la madrugada, se levantó envuelto en un abrigo de badanas. Su
cabeza sobresalía entre las virutas acartonadas de la manta sucia. Vislumbré
un brillo lloroso en sus ojos, un amago de espanto en su mirada perdida.
Le
hicimos un pasillo de despedida. Nos disolvimos a medida que era conducido
a la salida. Rechazó con un movimiento de cabeza la bendición del cura. La
lluvia se tornó más suave; ya no caía el granizo ruidoso. Rondaba el viento
sobre las planchas de zinc. Con un golpe seco, el portón se cerró tras el
piquete. El camión arrancó rumbo al matadero. Lentamente se fue apagando
el ronroneo mecánico. Ni una palabra escuché hasta el amanecer, solo
suspiros cansados y sollozos contenidos; vestigios de vida en el centro de
lo oscuro. Calculé los tiempos: la llegada al fondo del barranco, la orden
de fuego, su grito rebelde truncado por las balas, la caída del cuerpo sobre
las piedras del cauce, la sangre de mi hermano corriendo hacia el arroyo… en busca de la mar.
Guillermo Cabrera Hernández, Santa Cruz de Tenerife, 2-7-2008
HORIZONTES
El abuelo Juan había decidido
suicidarse; “primero muerto que delator”, confesó a mi abuela cuando los
falangistas le buscaban. Pero la noche del 2 de Marzo de 1937 cambiaría su
destino: un embarcadero sin vigilancia resultaba más atrayente que lanzarse
al fondo del barranco. En la costa africana se recuperó de los tormentosos
dolores de la guerra. Meses más tarde buscó otros horizontes y fue seducido
por la invocación salvaje de la llanura argentina. Echó raíces junto a un
lago de Jacinto Aráuz, un pueblito aislado en los límites de La Pampa.
Yo llevaba años dominado por
el nervioso deseo de introducirme en aquellos recónditos espacios abiertos;
los mismos en los que el abuelo gaucho había hecho germinar sueños y
utopías. Me llamaba un misterio, aquel que trasciende los ámbitos
geográficos, el impulso de la sangre invitando a rastrear las huellas de su
origen. Quería reconocerme en sus pasos, encontrarme con él en los potreros,
orillar arroyos y lagunas y cabalgar juntos entre paisajes de silencio.
Tal vez en alguna estancia solitaria, encontraría su rastro arreando las
tropillas o vigilando las reses.
El manto de nubes se
extendía plácidamente bajo las alas. El horizonte se irisaba en tonalidades
naranjas anunciando la llegada del crepúsculo. El avión comenzó a descender
atravesando la capa neblinosa. En una explosión verdosa e infinita, la
llanura surgió de pronto entre ranchitos y caseríos dispersos que se
aferraban a las últimas luces de la tarde. Antes del aterrizaje, la noche
total terminó por abrazarse a la Pampa argentina.
La visión del hombre me
impactó: moreno, corpulento y alto, con el sombrero alón dejando escapar un
flequillo oscuro sobre la frente, encendía la brasa de sus ojos al compás
de un verbo sentencioso. La barba rasposa era surcada por la fina cicatriz
de un navajazo diagonal en la mejilla y sus manos callosas, labradas y
brutas, parecían raíces brotando de la tierra. Ausente a las miradas
descendió del caballo, dejando tras sus pasos, en un compás lloroso, el
metálico sonido de las espuelas. La rudeza física del gaucho contrastaba
con sus ademanes medidos y controlados.
Nos encontramos una tarde de
vino y guitarras en La Soñadora, el boliche o taberna rural donde el
peonaje recalaba al regreso del campo y los galpones. Durante horas
compartimos sueños y vivencias, acompañados por el sortilegio de un
oloroso tinto de Mendoza. Nada en Anatael Cabrera era artificio; la luz de
la transparente verdad humana relucía en el fondo azabache de sus ojos.
Parco y templado, hablaba lo justo y sabía escuchar. A través del pucho
del oloroso tabaco virginia, con voz grave y adornando la frase con la
caricia del acento pampero, preguntó como era mi tierra.
Le aseguré que en los
atardeceres marinos, el sol lloraba sangre al despedirse de las islas. Le
juré que en las noches calurosas del verano, la luna se instalaba más cerca
del paisaje para seguir iluminando la prodigiosa belleza de los campos. Le
hablé de un pasado heroico, del abnegado pueblo que cultivó laderas para
sacar raíces de las piedras y expulsó dolores, hambres y tristezas, con el
vino, la copla y las guitarras. Le aseguré que mi gente mantenía la estirpe,
la nobleza del guanche impregnada en los actos cotidianos, pero también el
fuego aferrado en el volcán de su entraña, el lacerante dolor que origina
la pospuesta rebeldía, el grito apagado con la rabia. “Así era mi abuelo”,
le dije. Y le hablé de él.
Le mostré unos versos
arrugados. Los que, en su empeño por perseguir sueños e ideales, el abuelo
un día copiara de un gramófono. Los leyó con paciencia:
“El obrero es quien trabaja, hace producir la tierra;
en mi corazón se encierra un bello sueño de amor,
yo, como trabajador, veo al rico propietario,
explotando al proletario, robándole su sudor”.
Se hizo un largo silencio. El
gaucho tomó un trago, acarició la guitarra y, al estilo de la milonga
pampeana, continuó recitando la copla de memoria. Su voz poderosa se
elevó en la noche:
“Cuando pienso que el obrero es quien todo lo produce,
y su vida se reduce a sufrir y más sufrir,
siento en mi pecho un latir, con fuerza en mi corazón,
porque no encuentro razón de que esto pueda existir “.
Interrumpió el canto. La luz
del fogón centelleaba en el charco desbordado de sus ojos. “Jue ´pucha, mi
viejo recitaba esos versos”, dijo con voz quebrada. No dije nada, un
intenso abrazo surgió para fundirnos.
Cuando salimos al
descampado, la tenue luz de la luna se reflejaba en la irisada superficie de
las lagunas. Los grillos se entregaban al embrujo de la noche. Un caballo
relinchó desde el palenque. Toda la Pampa era un universo estrellado.
En los siguientes días
rastreamos juntos las huellas del abuelo, cabalgamos por los campos,
estancias, acequias y galpones; el escenario agreste que recorriera en vida.
Buscamos su sombra errante dirigiendo al ganado.
Tras el abrazo del adiós,
montó silencioso en el caballo, fijó la vista en la distancia y, en un tono
sereno, como hablándole al viento de la Pampa, dijo: “no es sólo la sangre
lo que nos une; ahora también estamos fundidos con los ideales de mi
viejo”; y se alejó cabalgando hacia el crepúsculo. El rojo atardecer
lloraba en el horizonte.
Al tranco manso, su erguida
figura se fue perdiendo en la distancia. Quedé allí respirando soledad,
hasta que la noche total envolvió los llanos. Me sorprendí al no sentir
tristeza; aquel gaucho me había contagiado de silencios.
Guillermo Cabrera Hernández, 23-6-2008
Nota: Los versos que el autor reproduce corresponden a una milonga popular
de procedencia anarquista que se cantaba o recitaba en tiempos de la última
guerra civil en España.
VIRTUDES
Toda su vida fue una niña buena: obedeció a papá y obedeció a mamá;
estudió mucho porque así se prepara uno para el futuro y eso es bueno, por
supuesto; siguió en todo las normas de la buena sociedad (no apoyar los
codos sobre la mesa al comer, no dejar que el chorrito de sopa resbale de la
cuchara al plato cuando ésta se acerca a la boca lozana, no hablar nunca de
arte, de toros, de cine húngaro, de política económica, de política social;
sí en cambio de vestidos de tarde, de noche, de merienda, de visita, de
cóctel); llevó una vida austera y recogida: dos veces al mes peluquería,
tres a la semana gimnasia relajante, aeróbic y sauna finlandesa, todas las
tardes tertulia femenina con las amigas de su madre; tenis los sábados, polo
los jueves, visita a los abuelos muy de vez en cuando, vacaciones en la
costa o en las islas; hizo lo que de ella se esperaba: sonreír y ser amable,
nunca jamás protestar por el caviar, pasear su palmito y su cuerpo perfecto
por tertulias y saraos, por reuniones y fiestas, por lugares donde nunca
vería nada que no fuesen sonrisas y caricias.
Toda su vida fue una buena
chica... hasta que se fugó con aquel camarero del hotel de Estambul que,
según cuentan las crónicas, la hizo muy feliz y le dio para cenar sólo pan
y cebolla.
… Y LUEGO, SEGUIR CAMINANDO.
Junquillos y narcisos… Percibí su aroma incluso antes de
advertir que estaba despierta y, desde la orilla brillante de la vida,
aquella fragancia intensa y embriagante empezó a arrastrarme, lenta pero
inexorablemente, hacia la realidad de la que todavía intentaba zafarme. Me
quedé muy quieta, las manos cruzadas por encima del ombligo y la cabeza
ligeramente vuelta hacia los altos ventanales de la habitación, escuchando
el ruido distante de la calle que llegaba hasta mí a través de los cristales
cerrados. En contraste, el silencio de aquella fría estancia parecía aún más
absoluto. Me sentía mareada, sola, y extrañamente perdida en esta honda
ensoñación, incierta y esquiva, que suele preceder el despertar, cuando la
conciencia resbala y se esfuma por momentos borrada sin previo aviso por una
repentina negrura. Intenté tragar saliva y de mis labios se escapó un
gimoteo laso. A pesar de todo, no deseaba abandonar ese raro limbo en el que
flotaba, fuera de mi propio cuerpo, liviana, ingrávida y, sobre todo, en
paz, porque sabía que con el mundo también volvería el dolor y no estaba
preparada. Por suerte, el perfume de las flores, que se negaba a abandonar
la habitación, me ciñó de nuevo y me llevó de vuelta hasta el ensueño y el
recuerdo de aquella tarde gloriosa, junto al cielo resplandeciente y a su
presencia divina. Sonreí, al igual que en aquel instante y en aquella cama,
mientras se alejaba y le miraba partir, hermoso varón, segura de que ya era
mío. Su ancha espalda desaparecía por la puerta y yo, todavía desnuda,
lánguida, observaba el lento vaivén del estor mecido por un suave céfiro que
traía hasta mi lecho el meloso olor de miles de junquillos y narcisos que
florecían, salvajes y bellos, en los prados cercanos. Nunca podré olvidar
ese grato y oloroso momento de calma, tan parecido al que sigue a la
rendición cuando, en medio del campo de batalla, ya no se distingue entre
los guerreros exhaustos los vencedores de los vencidos.
Él siempre dice que lo
nuestro fue amor a primera vista, y yo suelo quedarme callada; pero, para
mí, las cosas no ocurrieron realmente así. Asistíamos los dos a la misma
conferencia, enviados ahí por nuestras respectivas empresas. Nos
encontrábamos reunidos en un lujoso parador, un antiguo y magnífico palacete
de tres plantas impecablemente restaurado, espléndido, pero lo
suficientemente impersonal como para gustar a cada uno de sus huéspedes, y
que se encontraba perdido en medio de la sierra. Una vez en la habitación,
recuerdo haberme quitado los zapatos y dejado caer pesadamente en la cama,
desabrochándome el pantalón, convencida de que el fin de semana iba a ser de
lo más aburrido.
La primera conferencia
se prolongó penosamente durante gran parte de la mañana, al final de la cual
todos los asistentes nos arrastramos hacia el comedor entumecidos los
miembros y embotadas las mentes. No recuerdo muy bien quién, ni en qué
momento, nos presentaron -nos había tocado la misma mesa-; pero sí sé que no
me fijé mucho en él. Me pareció bajito y un tanto distante; más tarde
descubriría que sólo se encontraba increíblemente aburrido. La comida fue
placentera y la conversación amena, claro que éramos todos gente civilizada
y acostumbrados, además, a ese tipo de eventos. Llegaron por fin los cafés y
las copas. Nos levantamos después y nos despedimos corteses-bueno, en
fin…ha sido un almuerzo agradable…sí, sí encantada…quizás nos veamos más
tarde… ¿también asistirá a la conferencia de mañana?...me alegro…ha sido un
placer, realmente-. Se acercó a mí, indolente, como quien no quiere la cosa
–ya me confesaría después que sólo había necesitado una mirada fugaz para
saber que ocuparía un lugar importante en su vida- y me tendió torpemente la
mano. Nuestros dedos chocaron, pero en seguida su mano asió la mía. La suya
era grande, fuerte, cálida. Una repentina descarga eléctrica asaltó mi
brazo, erizó mi piel, y navegó por mi ser hasta languidecer en mi vientre.
Mis ojos encontraron los suyos y el mundo entero desapareció al instante. Me
sonrió, se acercó un poco más…, pero eso fue todo.
La tarde se me antojó aún
más soporífera que la mañana. Participé en una mesa redonda en la que él no
estaba, atormentada por una vorágine de sensaciones y sentimientos que
posiblemente no había vuelto a experimentar desde la adolescencia. Y sí, me
avergüenza reconocerlo, pero sólo conseguí sobrevivir al parsimonioso goteo
de las horas aferrada al agridulce recuerdo de su mano en la mía.
El dolor, intenso, me
sacó de la inconsciencia en la que había caído de nuevo. Apreté los dientes
y esperé a que las punzadas remitieran. Asaltaban mi cuerpo en olas
sucesivas, cada vez más cercanas y agudas, hasta alcanzar su cima, remitir
después y finalmente desaparecer. ¡Qué extraño!... Nunca antes había
reparado hasta qué punto el dolor se manifiesta de forma parecida al placer.
Entonces, por unas de esas extrañas asociaciones, mi mente voló hacia el
deleitoso instante en que nuestros cuerpos desnudos se descubrieron por
primera vez, prudentes.
Me había tendido en la
cama como un trofeo precioso y sus manos sobre mi cuerpo habían tomado con
ansia mis senos mientras su boca sedosa devoraba, glotona, mi piel a sorbos
deliciosos. Susurraba palabras locas mientras yo desfallecía, atenta al
ritmo dulce y lento de sus caderas sobre las mías, agarrados los dos,
salvajes o quizás naufragados, polizontes de un barco a punto de zozobrar en
las inquietantes aguas de Leteo, ese río del averno que a los extintos el
olvido regala. Pronto éramos dos animales fundidos en un ser vasto,
sufriendo y suspirando al compás de un mar que iba encrespándose hasta que,
poco a poco, su cuerpo y su rostro fueron desapareciendo detrás de la
neblina rosa de mis párpados cerrados. Ajena entonces al mundo sensible, me
había sumergido en un espacio sin fin y todo mi cuerpo exacerbado se había
ensanchado hasta llegar al instante supremo en que el tiempo en la
voluptuosidad se diluye y un éter transparente absorbe las fronteras de la
realidad, proyectando el ser durante un instante finito frente a la soledad
absoluta y divina de un horizonte infinito.
Encontré al día
siguiente, depositado en el suelo, delante de mi puerta, un manojo de flores
recogidas de los prados cercanos, olorosas, salvajes y bellas, al igual que
el recuerdo de ese primer encuentro. Y desde entonces siempre os he tenido
cerca, en todos esos momentos claves de mi vida: en el día de nuestra boda
–aún recuerdo la expresión horrorizada de la florista cuando le expliqué
cómo querría que fuera mi ramo de novia-, en nuestro primer aniversario, en
el día del nacimiento de nuestros hijos y en cada uno de esos momentos en
que, simplemente, deseamos recordar cuánto nos amábamos.
Vivíamos casi en el cielo
y en esa época todavía creíamos que aquello iba a durar para siempre, pero
en verdad, pensándolo bien, resulta un poco absurdo para un mortal reclamar
lo eterno. No consigo encontrar el momento exacto en que lo supe, pero, de
repente, tuve miedo de perderlo todo y más miedo aún de seguir viviendo así,
abstraída entre la quietud de lo cotidiano y el agridulce sabor de la
monotonía. Todo lo que antaño me movía se había vuelto gris, insulso y sin
aliento. Poseída por la melancolía miraba mi vida, extrañamente vacía,
angustiada a ratos, espectadora hastiada y sin embargo lúcida la mayor parte
del tiempo, prisionera de una función quizá dulce pero desapasionada, de la
que las emociones habían huido definitivamente. Terminaba de descubrir que,
extrañamente, en la paz uno muere. La vida es guerra, desacato y caos.
Placer, dolor, rabia y pasión son los únicos ingredientes capaces de alejar
el alma de las sombras del silencio y quien cree poder escapar de esa ley
suprema sólo logra engañarse a sí mismo, puede que deje de sufrir pero
entonces no existe. Fue una lección dura de aprender. Quien busca la
felicidad, inevitablemente se expone al infortunio; no se puede disponer de
lo uno sin lo otro, entre otras cosas porque nos sería imposible reconocer
el gozo sin experimentar la pena.
No si sé si habría sido
capaz de reaccionar o si, por el contrario, habría tardado meses o años en
llegar hasta ese punto preciso. El caso es que desperté bruscamente de mis
años de letargo mirando con ojos entornados la fría luz de los fluorescentes
que me cegaban; impersonal y blanca como el sudario que quizá pronto me
envolvería, recuerdo haber pensado extrañamente serena, y la idea me
provocó un escalofrío.
- ¿Tiene frío? Ya se
puede vestir. Hemos terminado.
La muerte es algo en lo
que todos hemos pensado en algún momento de nuestra existencia, pero, en ese
instante, me di cuenta de que solemos hacerlo como si nunca nos fuera a
pasar realmente y sólo se tratara de un acontecimiento lejano, casi tan
remoto como que a uno le toque el gordo de la lotería. Suspiré al tiempo que
me sentaba en la camilla. Bata Blanca me daba la espalda y seguía soltando
información con ese tono impersonal, y seguramente esa mirada vacía,
actitudes tras la que, al fin y al cabo, ellos también intentan protegerse.
- Cuando termine de
vestirse, vuelva a la sala de espera. Una enfermera la llamará en cuanto
tengamos los resultados.
La voz seguía desgranando
datos que mi cerebro procesaba mientras mi espíritu vagaba por otros lares.
Me escurrí de la camilla y agarré mi ropa con gesto decidido. ¡No dejaría
que aquello me afectara, por lo menos no antes de conocer los resultados!
Empecé a vestirme prescindiendo del biombo, que de repente se me antojaba
una fútil y casi ridícula concesión a un pudor heredado de tiempos pasados,
ya que Bata Blanca no solamente acababa de verme desnuda sino que también
había palpado zonas de mi cuerpo que, desde hacía tiempo, se encontraban
reservadas para uso y disfrute de una sola persona. Parapetada detrás de un
vestido florido que me quedaba de maravilla, me sentí finalmente con fuerzas
suficiente para afrontar por primera vez su mirada. Para mi sorpresa no
encontré nada vacío, ningún gesto huidizo, no parecía temer a la Gran Dama
o, por lo menos, nada en su actitud delataba miedo alguno al combate. Sus
ojos despedían simpatía y, mientras me acercaba a la puerta balbuceando las
gracias, el muy cabrón me regaló una sonrisa, y no una sonrisa cualquiera,
no, sino una de ésas que te llega muy hondo, una de las que te hace sentir
viva…y claro, enseguida me pregunté: ¿Por cuánto tiempo?
No tenía nada que
celebrar, ninguna boda, ningún aniversario, ni tan siquiera la simple nota
florida de un antiguo amor perfumado; pero al día siguiente, puse un enorme
ramo en la mesa del comedor. Cuando él volvió a casa, ya entrada la noche y
después de una dura jornada de trabajo, se quedó parado, de pie en el umbral
de la puerta, sin soltar su maletín, sorprendido por el aroma de las flores
que se desparramaba por todas las habitaciones, cargante, molesto. Siguió
ahí un largo rato, inmóvil y callado, mirando fijamente algunos pétalos
caídos, esparcidos por el suelo hasta que, finalmente, levantó la vista y me
miró. Por la expresión triste de sus ojos supe que entendía que algo grave
había de pasar.
Expuse con mucha
precisión la razón de la inesperada presencia de aquellas flores. Las
palabras salían de mi boca a empujones; parecía que detrás de mis labios
apretados hubiera existido una cárcel, una jaula de donde escapaban por fin,
después de semanas de confinamiento, y al huir intoxicaban el aire que me
rodeaba para luego, vengativas, ahogarme con lágrimas amargas. Se quedó
callado mientras le explicaba lo que me pasaba. Lo hice lentamente,
detalladamente, no a la manera de Bata Blanca con esas palabras tan
abstrusas que hasta llegan a transmutar la realidad en algo casi intangible,
sino con otras mías, quizá más simples, o más crudas, pero que por lo menos
tenían la ventaja de no dejar resquicio alguno donde colar un pedazo de
esperanza.
Abracé, inquieta pero
decidida, el destino injusto y cruel que me había tocado en mala suerte e
intenté afrontar con valor ese mal que me corría por dentro. La sentencia
había caído igual que un gran temporal que arrasa la paz y desata el
infierno: algo crecía en mi pecho, algo profundo, ovillado en mi seno, una
bestia horrible -maligna la llamaban-, que me devoraba en silencio y me
destruía sin piedad, que trajo hasta mi lecho sueños terribles, largos y
desoladores, y olores a tierra mojada pisoteada por miles de almas que
esperaban la barca a orilla del río de la muerte. En esa época solía
despertarme en medio de la noche, sudada, sobresaltada, y todavía hoy
recuerdo con angustia cómo, sin encender la luz y temblando en medio de la
oscuridad, musitaba entonces intentando alejar aquel espantoso maleficio:
“No me mires así, Caronte, no traigo ninguna moneda para ti.”
La sombra de la Gran Dama
planeó sobre mí durante meses, oí el batir de sus alas y sentí su frío
aliento en mi cuello. Grité, lloré, pataleé, y ese dolor que nunca acababa,
que resonaba en mi mente y latía en mi sangre, durante un tiempo arrolló mis
fuerzas y consiguió aplastarme entera.
El silencio se había
instalado entre nosotros. Él no podía soportarlo, sufría mi condena de tal
forma que, a veces, hasta parecía que el castigo sólo fuera suyo y,
replegado sobre sí mismo, masticaba su pena sin poder ofrecerme consuelo,
palabra o abrazo alguno. Bata Blanca se convirtió en mi único y gran apoyo,
la persona que me enseñó el verdadero sentido de la aceptación que poco o
nada tiene que ver con la resignación, sino más bien con la valentía, el
coraje de enfrentarse a lo inevitable con resuello y fortaleza, frente al
miedo o a la adversidad.
Juntos emprendimos la
guerra. Fue una lucha sin cuartel, una pelea de fieras, una carga brutal que
no respetó ni mi cuerpo ni mi alma. Actuábamos con bravura y astucia, a
veces parapetados en trincheras profundas, otras más a pecho descubierto, y
cuando faltaban las armas hacíamos acopio de fe y de entusiasmo. El combate
fue largo, cruento y destructor; pero nunca tocamos a retirada. Nos batimos
en los montes, en los valles y en los ríos, entre la maleza y entre los
troncos de los bosques, con el frío, con el viento y con la lluvia, con
rabia y con furor…, y, finalmente, llegamos hasta la ansiada victoria.
Arrollamos al tirano, arrancamos las cadenas, rompimos la condena, y luego,
sin crueldad ni despecho, hundimos a la bestia inmunda de nuevo en la
oscuridad, en el abismo de donde nunca tendría que haber salido.
No perdí la vida, mas
gané con honor y aprendí de nuevo a querer mi existencia, a morder su carne
jugosa, a amar su ruido, a besar su luz... Y lo hice, durante un tiempo, ya
lo creo, apasionada, sensual…, sólo que un poco más serena, quizá. De nuevo
en pie, bailé sobre el dolor que ya no me atormentaría, reí por todos esos
años que de pronto me eran devueltos, canté para todos los que no habían
sobrevivido y aplaudí por ese pelo mío otra vez vivo y largo. Me sentía
fuerte, invulnerable, resistente como esos colosos de piedras que guardan
los templos y a los que no se les ven cicatrices, ebria por la inmensidad de
todo lo que, de ahora en adelante, podía volver a soñar.
Sólo me quedaba una cosa
por hacer, una cosa de la que, una vez más, él no quiso saber nada. El
silencio y el miedo se habían colado entre nosotros desde hacía demasiado
tiempo. Sobre mi pecho, estrechado entre mis brazos, me había suplicado:
- No lo hagas, por
favor –gimoteaba, mientras besaba mi cara, mi pecho, mis brazos, mis manos-.
No lo hagas, no quiero perderte, ahora no.
Me había arrullado con
ternura, cariño y palabras divinas. Me había hecho el amor con dulzura
infinita, gimiendo de tristeza mientras lloraban sus ojos, y sus dedos,
ligeros, acariciaban la línea roja que cruzaba mi pecho y que nada restaba a
mi belleza -decía-. Lo había mirado con amor, pero no con la pasión de
antaño, y había movido la cabeza, lentamente, de un lado a otro. Mi decisión
estaba tomada y no flaquearía. Había vuelto del frente, la victoria en mano
pero en el combate había perdido un ala. No se trataba de olvido, ni tampoco
del trauma, tenía que cerrar ese capítulo y enterrar la bestia
definitivamente.
Ingresé en el hospital
esta mañana, sola. Él aún estaba enfadado conmigo. La operación duraría dos
horas, dos horas y, por fin…, la libertad. Iban a reconstruir mi pecho
amputado y luego… luego podría volver a empezar, victoriosa por fin.
Permanecí otro largo rato
inmóvil, pero, finalmente, moví un poco las piernas e intenté abrir los
ojos. Me costaba respirar, tenía la boca seca y un enorme peso aplastaba mi
pecho, pero no podía seguir fingiendo, por más tiempo, estar dormida. Ése
era un momento tan bueno como cualquier otro para hablar con él. Me pasé la
lengua por encima de los labios.
- Hola, cariño –dijo en
voz baja.
La suavidad de su timbre
consiguió enturbiar mi ánimo y, por un momento, avivó el remordimiento que,
incluso antes de hablar, no podía dejar de sentir.
- ¿Estás despierta?
¿Cómo te encuentras? No, no digas nada –continuó, ajeno a lo que le venía
encima-. Todo ha ido bien. El médico ha dicho que podrás volver a casa en
unos pocos días. La pesadilla ha terminado. Me quedaré aquí contigo, ahora
descansa. Ah…Se me olvidaba…Te he traído…
Su mano aferraba la mía.
La suya era grande, fuerte, pero ya no la sentía tan cálida y ninguna
descarga eléctrica asaltaba ahora mi brazo. Demasiado tarde, pensé.
- Ya lo sé….-empecé
suavemente, preguntándome si sería capaz de encontrar las palabras
justas-…Junquillos y narcisos.
Magali Baudru, Alzira (Valencia), 16-6-2008
La caja
Entré en casa, me acosté y los temblores fueron
evolucionando hacia un fuego que me quemaba las entrañas. Me asusté tanto
que volví a temblar, esta vez de miedo transformado en pavor a sufrir un
infarto, un derrame cerebral o algún otro colapso corporal que me dejara
tendido en la cama para siempre o muerto en la soledad de aquel apartamento
infecto en el que vivía. Ahora, echaba de menos a Sofía, a Carmen, a Inma y
a tantas otras mujeres con las que podía haber decidido pasar el resto de mi
vida. Pero no lo había hecho, quizá por ese miedo al compromiso, a la
lealtad y a la pérdida de libertad.
Me levanté de la cama entre estertores
y acompañado de un sudor frío que cubría todo mi cuerpo. Llegué al botiquín
y revolví los frascos de pastillas que cayeron al suelo ruidosa y
desordenadamente. Algunos se abrieron y esparcieron por el suelo del baño un
reguero de grageas y cápsulas de colores. Desenrosqué el tapón de los
tranquilizantes y engullí dos como si me fuera la vida en ello. Pegué mis
labios resecos y amoratados al grifo y tragué las pastillas. Sentí náuseas,
pero logré aguantar el vómito, sobretodo porque no quería que las pastillas
que acababa de ingerir iniciaran su periplo a través del inodoro. Pegué la
frente al gélido tacto de los baldosines de la pared y el frescor me alivió.
Seguía temblando, aunque el fuego interno se fue aplacando poco a poco.
De repente, un dolor que surgía del
pecho me hizo tumbarme en el suelo y encogerme con las manos entrelazadas
sobre el estómago. Empecé a sentir unas pulsaciones en la cabeza que se
transformaron en un martilleo lento y continuo. Con cada latido del corazón
parecía como si me atravesaran el cerebro con una aguja de punto. No
aguantaba más. Me levanté como pude e intenté llegar al teléfono para llamar
a una ambulancia. Mientras marcaba, vi la caja sobre la mesa y sentí una
atracción irrechazable que me hizo colgar el teléfono cuando ya estaba dando
la señal. Arrastré mis pies en dirección a la mesa y tomé la caja con
aprensión. Con ella bajo el brazo, me dirigí hacia la cocina y la deposité
en la encimera. La caja, esa caja de los milagros y de la locura.
La abrí. Deposité el polvo blanco
sobre la cucharilla y trasladé el agua desde un vaso a la misma. La fui
depositando con ansiedad con un cuentagotas. Tenía apoyados los codos en la
encimera para evitar que los temblores mandaran todo a la mierda. Encendí el
mechero y volví a ser testigo, una vez más, de cómo el polvo se diluía y se
mezclaba con el agua. Saqué la jeringa de la caja y succioné hasta la última
gota de la cuchara. Me até la goma a mi esquelético brazo apretando el nudo
con los dientes. Cuando detecté claramente la vena, me inyecté todo.
No transcurrieron ni
dos minutos hasta que volví a mi estado de ser habitual. Había acabado con
la crisis. Lo de desengancharme…, quedaba pendiente hasta una mejor ocasión.
Paco Gómez Escribano,
ALGECIRAS (Cádiz)
http://www.pacogomezescribano.com/
“LA SENDA”
Escena primera
-- ... Y yo te
digo que bajar por ahí andando es una locura.
-- Pues aquí pone
“senda” y, por lo que sé, las sendas, se andan.
-- Pondrá lo que
quiera poner, pero, insisto, es una locura
-- Sí acaso la
gente joven...
-- ¡Anda, mira
qué bien!, Acabáramos, la gente joven.
-- Hombre, yo me
refería a...
-- Yo me refería,
yo me refería, ¿qué quieres, que nos matemos bajando por estas trochas?.
-- Perdóname
querido pero debo decirte que estás viejo.
-- Viejo ¿eh?. Ya
te gustaría tener la fuerza que tengo yo en las piernas.
* * * * *
La
medio anciana, cansina y asmática pareja se encontraba detenida en la
profunda cuesta. Sostenida ella aparentemente firme sobre sus piernas en la
arriesgada pendiente. Apoyado él en una enorme, firme y acogedora peña,
respirando ambos con tanta dificultad que, desde lejos, podían oírse sus
estertores bronquiales tratando de aspirar y expeler el aire que les llegaba
del mar luego de ser filtrado por la montaña, mitad esencia de mar y mitad
extracto de bosque.
Pura alquimia y compendio de
vivificadora y saludable mezcladura para los alientos.
Muy juntos, frente a una señal que
rezaba “senda”, escrita sobre un trozo de tabla de pino viejo,
veterano en batallas contra soles, vientos y lluvias desde la excesiva y
desequilibrada pendiente que conducía a la mar cercana.
Cosida
estaba la tabla en horizontal con clavos de hierro sobre un palo vertical de
la misma familia; hincado éste en un agujero practicado en el suelo.
Todo ello afirmado en tierra,
apretado el palo con cuñas de la misma madera
– que dicen son las peores – y
adornado de promesas de amor en frases rotuladas como “Fulano quiere a
Mengana” o “Aquí estuve yo”. Afirmado luego con una fecha cualquiera más o
menos cercana.
Todo grabado a punta de navaja sobre
la piel de la tabla macerada por el tiempo y los elementos.
Corazones traspasados por flechas y
nombres de amantes ignorados.
Aquella tabla, tan llena de vida,
invitaba al caminante a hollar por veredas empedradas entre la crecida
vegetación asilvestrada que se enredaba en los pies y maltrataba las
rodillas convirtiendo en un auténtico mérito llegar hasta el presumiblemente
y casi visible cercano puerto; obviando hacerlo por la estrecha, sinuosa y
pobremente asfaltada carretera por la que subía y bajaba, haciéndose sitio
para pasar por entre las bruscas y repentinas angosturas, una interminable
caravana de vehículos de toda clase, marcas y colores.
Discutía nuestra pareja, entre tanto descansaba, sobre la conveniencia de
continuar bajando hasta el final, por la referida y tentadora senda hasta
alcanzar el término de la misma hasta la meta prevista en su plan mañanero
de excursión: el Puerto de Valldemosa.
Les habían dicho que el referido
puerto: recoleto, sencillo y humilde atracadero perfumado de esencias
marinas, maravilloso puerto adornado de encanto y sabor marinero, merecía
ser visitado sin excusa ni pretexto:
-- Que me da lo
mismo que te canses, ya descansarás, caramba, que no sé a qué hemos venido a
Mallorca. Si por ti fuera nos pasaríamos las vacaciones sentados en el hall
del hotel viendo la “tele”.
-- Sí, qué bueno
sería, oye. Y el mar, ante todo el mar. ¿Te has dado cuenta de cómo se ve el
mar desde la terraza del hotel?.
-- Anda,
holgazán. Venga, hagamos un esfuerzo. Hazlo por mí.
-- Pero chica,
¿tú sabes cuánto queda para llegar al puerto?
-- Pues desde
aquí se ve bien cerquita. Mira la de barquitos que hay varados en la
orilla...
-- Además que
luego habrá que subir... Seis, veo seis barquitos.
-- Pues claro que
luego hay que subir. Carcamal, que eres un carcamal.
-- ¿Quién es un
carcamal? ¿Yo, un carcamal?
Se miraron el uno al otro
sosteniendo la mirada, sopesando si debían continuar bajando, y luego subir
- dado por supuesto - la empinada y bellísima cuesta por la seductora y
arriesgada senda.
Escena segunda
-- ¿Van ustedes
al puerto?
La simpática y atildada cara de
aquel joven, adornada de una media barba color trigo, melena corta y rubia;
asomado a la ventanilla de un coche deportivo blanco y reluciente,
totalmente cándido; hasta las ruedas eran blancas y brillantes.
Sonrisa dulce y seductora, mirando,
a la vez que a nuestra pareja, a la suya propia: una imponente y primorosa
rubia de larga cabellera, suave busto y breves, casi infantiles, los jóvenes
y dulces senos, que acomodada en el asiento delantero del albo turismo
contemplaba con una dulce y acogedora sonrisa la escena.
El viejo asmático miró al joven y se
le antojó que quizá fuese el mismísimo arcángel San Gabriel acompañado de un
ángel hembra que venía en su auxilio enviado desde el mismísimo cielo azul
turquesa que desde allí contemplaban aunque la rubia de los dulces senos no
le encajara totalmente en la imagen.
- “¿Porqué no ha de encajar, si al
fin y a la postre el Buen Dios nos creó macho, hembra y a su imagen y
semejanza?” dedujo para sí el anciano aunque no lo viera tan claro su
perseverante esposa cuando respondió al candoroso joven rubio:
-- Allí vamos,
señor; pero caminando.
-- Mujer: mira
que eres tesonera. Aceptemos que lo hago por ti. Subamos al coche, ¿vale?.
-- Vale, me has
convencido, lo haces por mí, muchas gracias. Aceptamos, señor.
-- No hay de qué,
mujer. Ale, acomódense, que luego ya veremos si alguien les sube la cuesta.
Aquel
turismo no era normal, de eso nada. Era realmente curioso que no hiciera
ningún ruido, más bien se deslizaba por la abrupta piel de la mal llamada
carretera sin acusar las múltiples heridas y profundos baches que hacían
rodar a saltos a otros coches aparentando que tuvieran las ruedas cuadradas.
Y lo más sorprendente era que no tenía que apretarse en las angosturas para
permitir el paso de los que rodaban en sentido contrario al suyo. Nada de
eso. Pasaba, sin más, como si no hubiera nadie sino sólo él en el camino.
Para mí tengo que ni le veían y, por tanto, tampoco le rozaban. ¿Lógico?.
Creo que no.
Aquel turismo no era como los demás,
no. Ni tampoco el conductor, ni la rubia acompañante de los dulces y
jubilosos senos. No. Allí estaban pasando cosas extrañas que la asmática
pareja se interesaba por aclarar.
--De momento,
dejemos que nos lleven hasta el puerto, luego hablaremos - aconsejó el viejo
al oído de la vieja.
Miró que su esposa se había quedado
traspuesta en la comodidad del asiento trasero, miró al rubio conductor que
le sonreía confiadamente a través del espejo retrovisor y miró a la rubia
acompañante que le correspondía asimismo sonriente volviendo la cabeza para
interesarse:
-- ¿Van ustedes
cómodos, señores?.
-- Si no hiciera
tanto calor...
-- Perdónenme que
no me haya dado cuenta.
Dicho esto, aquella belleza
alucinante, pulsó un botón y, a la orden, se abrió el cielo del turismo y,
al mismo tiempo, el cielo de verdad mostrándose generoso, brillante y
limpio de azul ante sus ojos.
Miró de nuevo a la mujer que seguía
traspuesta, le dio con el codo para retornarla a lo que ella respondió
regalándole una sonrisa angelical sin apenas abrir los ojos.
Le indicó por señas, pues no quería
que los de delante se dieran cuenta, que observase cómo el aire ondeaba a su
alrededor y agitaba la cabellera de aquel ángel con forma de mujer que, a
impulsos de la velocidad y el viento, navegaba desprendiendo al exterior
átomos de luz que, surgidos de entre sus cabellos, explotaban sin ruido
llenando el aire de diminutas estrellas que se disolvían apenas nacidas.
* * * * *
Al poco y sin apenas haberlo
percibido se vieron sentados a la orilla del inmenso, al abrigo de las casi
sumergidas rocas por la pleamar, con los pies desnudos, hundidos en el agua,
jugueteando entre variados y diminutos peces de colores que les acariciaban
las plantas.
El tiempo se detuvo
unos instantes que pudieran parecerles siglos; adormecidos en un sueño
inmaterial que les aportó paz y un dulce, nuevo e ignorado sosiego.
Escena tercera
No sabría nuestra pareja apreciar si fue un
instante, una hora, un día o una eternidad el tiempo pasado en la
contemplación casi religiosa del “mare nostrum”.
Es verdad
que, mirar al mar, dejándose envolver en su natural y especial fascinación,
aspirarle profundamente llenando el alma de emoción y los pulmones de un
aroma único e inigualable, es una experiencia extraordinaria por pocos
experimentada ni tampoco gozada
“SOL DE LEVANTE”
Por
“Jorge Margall”
Escena 1ª
Aquella belleza no podía ser
terrestre. Seguro que no.
Estaba tendida al sol de levante sin
darse cuenta de que era observada, por los hombres con deleite, por las
hembras con envidia.
Aquel cuerpo tan excelentemente
formado no podía ser de este sucio mundo. Imposible que lo
fuera.
Es el caso que las ropas que la
vestían sí eran típicamente familiares pues, tras el cuello de la amplia
camisa que apenas la cubría, asomaba la etiqueta cosida de “El Corte
Inglés”, lo cual y a ella apenas parecía importar detalle tan
insignificante, además de que, lo que en otras podría significar defecto, en
ella se convertía en adorno Así era de hermosa la bella.
Si la hubiera visto cualquier
ejecutivo de tan conocida firma la hubiera contratado para un anuncio
aunque, estoy seguro, ella no se hubiera prestado a semejante
vulgaridad.
Lucía la beldad la referida etiqueta
con la misma donosura como otras modelos profesionales pudieran lucir las
joyas de la corona o cosas así.
Era tan hermosa, tan segura de sí y
tan ausente de liviandades, que aparentaba sentirse al margen de minucias
propias de la raza humana.
Vestía, como queda dicho, una camisa
amplia y larga, de suave y traslúcido tejido que la cubría hasta media
pierna. Debajo no llevaba nada. Ni falta que le hacía. Su propia piel la
vestía, mejor que ninguna otra prenda, de un delicado y brillante
dorado.
(Digo yo que la renombrada camisa se
la pondría por simple coquetería femenina)
No hablaba con nadie, ninguna
persona la acompañaba, al menos ninguno había visto alguien a su lado al
cabo de varios días que, cómo una aparecida, ocupaba, cada día muy temprano,
el mismo lugar en la recoleta playa de Sa Calobra (más o menos al noroeste
de la isla de Mallorca) cómo si estuviera esperando algo importante.
Cualquiera sabe que sería lo
esperado por la linda destapada.
La gente, al verla tan ensimismada y
ausente, como si nadie estuviera a su lado, cual si nadie la viera, pensaba
que, a lo mejor, el mar, con sus locas y caprichosas mareas, la había
depositado allí pues se adelantaba siempre a los más madrugadores lo cual
pudiera ser que no hubiera venido nunca si no que estaba allí por decisión
marítima formando parte del paisaje.
El mar deposita en cada marea tantas
cosas, que a lo mejor... ¡Quién sabe de las cosas que la mar regala a su
placer en cada flujo o reflujo, pleamar o bajamar!
--“Anoche nos retiramos tarde y ella
seguía allí” – decían unos.
--“Cuando vinimos esta mañana ya
estaba ahí” – decían otros.
--“A lo mejor es de aquí” – abundaba
en el misterio una de allí que apenas hablaba mientras cuidaba del baño de
una niña desnuda.
Es el caso que allí estaba, cómo una
diosa de bronce, viva, tan viva que se sentían sus suspiros desde lo alto
del acantilado y su mirada, a donde el cielo besa el mar, era seguida por
todos tratando de ver lo mismo que suponían vería ella.
--“A lo mejor es una diosa” – dijo
un hombre viejo y curtido por la mar, pelo escaso y cano y mirada triste y
melancólica.
--“O una sirena” – decía un joven
que no la quitaba ojo de encima.
--“Sí, claro, una diosa de carne y
hueso vestida por El Corte Inglés” – se burló una solterona bruja, vieja y
pelleja – “¡No te fastidia el canoso!”
--“Pues no sé por qué no” – aventuró
el de pelo cano mirando a la vieja con cara de asco –“Yo, en mis largas
singladuras, he visto más de una, aunque he de reconocer que ninguna miraba
y suspiraba como ésta”
--“Pues ¿qué hacían entonces?” –
preguntó la niña graciosa y desnuda con unos ojos tan grandes como luna
llena.
–“Nada, no hacían nada, sólo adornar
las noches de mar en luna llena y calma chicha” – respondió el viejo
encantado de que alguien se interesara por escucharle.
Después, temiendo acercarse a la
hermosa para que no se desvaneciera, guardando una prudente y respetuosa
distancia, quedaron todos absortos contemplándola.
Al cabo, se levantó la bella
pausadamente sacudiendo divertida los átomos de arena blanca que se
desprendían de la prenda que la medio vestía; extendió su mirada por encima
de las cabezas de los presentes a excepción de la del viejo canoso al que
obsequió con una mirada capaz de derretir cualquiera de los dos polos;
hundió luego las manos en su rubia y onda cabellera aireándola al viento;
observó como todos se apartaban asustados, todos, menos el viejo que la
miraba emocionado con los ojos brillantes de lágrimas incipientes.
Se desprendió de la camisa
transparente, abandonándola sobre la arena y desapareció de la vista de la
concurrencia confundida con el color tornasolado del ocaso.
La vieja pelleja corrió hacia donde
un instante antes estaba la belleza y robó de la arena la camisa etiquetada
que medio la vestía, la enrolló cuidadosamente y la escondió bajo el halda a
la vista de todos sin que nadie osara protestar pues conocían sobradamente
de sus malas artes de bruja.
Escena 2ª
Ni que decir tiene que el pobre
Cosme, viejo lobo de mar que tanto sabía de auroras boreales y fuegos de San
Telmo por haberlos presenciado muchas veces en sus tiempos de cuando joven
marino, la visión de la diosa - o lo que fuese, vaya usted a saber aquella
belleza - le había dejado un sabor agridulce bien difícil de definir.
Él sabía de ondinas (sirenas con
medio cuerpo de mujer y el otro medio de pez) que se le habían aparecido y
contemplado tantas veces navegando; desde proa él, recostadas ellas en el
trinquete, meneando la escamada cola y haciendo intención de huir al mínimo
movimiento que el viejo marino hacía para verlas más de cerca no sin antes
trincar la rueda del timón para no quedar al pairo.
Ellas, temerosas de ser alcanzadas
por el bueno de Cosme, (sólo para conocerlas mejor, no se vayan ustedes a
pensar otra cosa), se arrojaban al agua, su elemento vital, por las amuras
de babor y estribor, nadando a velocidades de vértigo braceando y agitando
la cola como alma que lleva el diablo tan aprisa que el pobre Cosme, cuyo
elemento vital era la tierra, nunca pudo superar con su pequeño velero.
Cuantas veces intentó cazarlas otras
tantas se le fueron dejándole un rescoldo de tristeza en el
alma.
Las había visto otras veces, sí,
pero jamás ninguna cómo a ésta que, tendida al sol en la playa de Sa
Calobra, lucía íntegramente un cuerpo precioso de mujer.
-- “¡Qué maravilla de cuerpo,
Señor!”-- se admiraba Cosme entre suspiros.
Así que, luego de sacudirse las
lágrimas emocionadas que la presencia de la bella le había dejado en los
ojos, reflexionó y dedujo que la tal aparición no era ninfa ni sirena sino
persona especial o diosa normal pues tenía unas muy hermosas y bien
dibujadas piernas.
La vieja bruja pelleja y solterona
se había ido rezongando y maldiciendo contra los poderes del diablo. La
ignorante atribuía la aparición a Satanás, ¡será necia!. Ella no sabe, aún
cuando sea bruja, que al diablo no le está permitido vestirse de cuerpo tan
bello; que la belleza es patrimonio del Dios Creador de todas las cosas,
también del mar. Ignorante, más que ignorante... Pero, es el caso, que
tampoco él era capaz de adivinar qué, o quién, sería aquella maravilla de
mujer que le había dedicado una sonrisa y una mirada dejándole petrificado
sin saber qué decir ni hacer. Si acaso sólo pensar, también llorar de
recuerdos y añoranzas de otros tiempos que le moldearon el corazón
terminándolo tan sensible y vulnerable como una porción de manteca de mero
adulto al sol de medio día sobre la ardiente arena de la
playa.
Tampoco era capaz de entender qué
tendría que ver en todo esto la camisa etiquetada de tan conocido almacén
con que se cubría la bella, que abandonó tendida sobre la arena de la playa
y luego se llevó escondida bajo la negra falda la vieja bruja pelleja.
Menos mal que la niña desnuda,
creyendo entender sus sentimientos y una vez que la diosa, o lo que fuese la
aparición, desapareciera con el sol de poniente, se acercó a él y le besó en
la frente.
Una vez depositado el beso, salió
corriendo detrás de la vieja pelleja, saltando como una liebre joven, ladera
arriba, seguida de su madre que la cuidaba sin decir nada volviendo atrás la
cabeza, muy de cuando en cuando, para mirar al viejo marino con evidentes
gestos de tristeza.
Escena 3ª
El bueno de Cosme tenía un pequeño
refugio, o choza, como queramos llamarlo, vecina de la mar y tan cerca que
en el silencio de la noche, cuando se reclinaba en su jergón a descansar, la
oía respirar, o gruñir, o regañar que todo esto hace la mar como ser vivo
que es, qué se van ustedes a pensar.
Se cocinó unos pescaditos que había
pescado la mañana anterior, se los comió pausadamente apartando con cuidado
las espinas para no atragantarse, se tomó un vasito - bueno, dos, que para
el caso es lo mismo - de vino malvasía que le proporcionaba cada año un
antiguo amigo que disfrutaba de algunas cepas heredadas y que conservaba
sólo para compartir con los colegas. Luego, un chupito de ron de la isla
cubana que otrora fue española y que le traía de vez en cuando Gerardo, su
íntimo amigo, capitán de carguero, que hacía la ruta del maldito petróleo
por el Caribe (pero él no tenía la culpa que sólo gobernaba el barco que lo
transportaba)
Aquella noche, Cosme, tuvo muchos
sueños a cuál más emocionante, se le apareció la bella de la playa, sin
camisa, sólo con la piel:
--“Está mucho mejor así”-- pensó
Cosme mientras ella le hablaba con voz como de ola acariciando sus oídos de
tal modo que, las palabras, le hicieron estremecerse de placer.
--“Cosme, Cosme, me conoces, me has
visto, pero no sabes quién soy. Yo sí te conozco y quiero que descanses y
seas feliz. Te conozco desde mucho antes del día de ayer cuando me viste en
la playa, desde que tuviste que dejar de navegar por causa del puñetero
reuma, y por los años, sobre todo por los años que tienes encima ladrón.
También por todos los que dedicaste al mar y por la tos, esa maldita tos que
no te deja en paz ni tampoco vivir”.
Nuestro amigo, se despertó
sobresaltado recordando lo soñado y lo que la belleza le había dicho, pero
no se acordaba de haberla respondido y se llamó estúpido por no haberle dado
palique.
Le podía haber preguntado quién
era; porqué se había ido fundida con el sol de poniente; cómo hacía para
aparecer y desaparecer de modo tan especial. Le podía haber dicho que la
camisa de El Corte Inglés se la había quedado la vieja bruja pelleja y que a
él, al verla marchar, se le habían escapado dos lágrimas tontas después de
tantos años sin llorar y que todavía le escocían los ojos.
--“Bruto de mí - se regañaba - por
no haber sido capaz de platicar con ella de mis cosas y de las cosas de
ella... Ni tan siquiera le he preguntado quién es y cómo se llama. Bruto de
mí, ¡maldita sea!”—
Cosme sufría pensando en que no
volvería a tener ocasión de establecer un contacto con la diosa, pues seguro
que era una diosa, si así no fuera ¿qué otra cosa pudiera ser?.
Tosía y tosía sin parar. El relente
de la noche no favorecía a sus bronquios rotos por el maldito tabaco:
--“Voy a encender mi cachimba.
Seguro que me calma esta maldita tos”– se decía tratando de engañarse a sí
mismo.
Pero no. La tos, la maldita tos
persistía hasta que, con gran esfuerzo, arrancaba del fondo de sus pulmones
una suerte de flemas de todos los colores:
--“Estas rojas son teñidas del
maldito ron y estas otras más oscuras por el tabaco”– se disculpaba, entre
tos y tos, regalándole al orinal de loza el producto de sus entrañas –
“¡Maldita sea!”.
Abrió un ventanuco, que daba justo a
la playa, por donde penetraba un recién nacido sol de levante que lo
inundaba todo de una luz clara, limpia y templada qué le devolvía la vida
sofocando los espasmos de sus vías bronquiales. El chamizo
se llenaba entonces de luz color cielo anunciando un nuevo día. Otro nuevo
día para ver el mar, para pescar, para fumar su herrumbrosa cachimba, para
calmar el “gusanillo” de por las mañanas con un chupito de ron de la isla;
para soñar, para toser, también para toser. “¡Santo Dios, cuándo se me irá
esta maldita tos!”-
-- “Hoy salgo a la mar” – decidió en
alta voz – “A la sardina, pero antes tengo que calafatear entre tablas el
costado de babor que ayer me hacía agua. ¡Maldita sea!”-
Asomó a la puerta y vio a la vieja
bruja pelleja que bajaba a la playa cargada con un hato de ropa vieja y
negra, tan negra como el lomo de un atún adulto. Se preguntó para qué
necesitaba la bruja tanta ropa tan usada y tan negra.
¡Negra de muerte, Señor!. Luto de
parca cabalgando las olas sobre guadaña cual escoba goyesca escoltada por
negros delfines.
La bruja le miró fijamente, imitando
una mueca que queriendo ser una sonrisa se quedó en un acre visaje entre
caries y hálito de muerte. A Cosme se le clavó su mirada como un cruel puñal
de sensaciones y pésames en el pecho que le forzó a cerrar violentamente el
ventanuco sin dejar de mirarla.
Escena 4ª
--“Un chupito de ron en ayunas lo
apaña todo” - se dijo Cosme.
Y ya reconfortado de la vista de la
bruja vieja y pelleja decidió acudir a la playa:
--“El sol está en lo alto y el mar
esconde los pescados a la luz, en fin, algún pez se dejará pillar entonces
por entre y cerca de las rocas”--
La niña desnuda se bañaba - ¿no
tendrá ropa esta niña? - dando saltitos por la orilla bajo los cuidados de
su silenciosa madre que no le quitaba un ojo de encima. Con el otro miraba a
la bruja que extendía sobre la arena ropas negras de luto entre gestos
extraños, visajes, miradas a lo alto y latinajos ininteligibles.
--“Esta vieja me da asco, también
miedo. Y qué mal huele. ¡Maldita sea!”
La vieja no veía a nadie, solo la
entretenía tender las ropas negras. Negra mortaja extendida sobre la arena,
y sobre ésta, la camisa etiquetada de la bella y las velas negras que,
encendidas, titilaban por la brisa al sol de levante.
Y alrededor de un altar de muerte,
elevaba brazadas de arena formando así un montículo a modo de sepultura.
Luego, cuando lo tuvo todo acabado, se quedó quieta, como una esfinge:
esperando...
--“¿Qué diablos aguardará la
vieja?. Menos mal que ha venido la belleza”-- se dijo Cosme.
--“Qué extraño, ahora nadie la mira,
será que no la ven, pero yo sí que la veo, vaya si la veo. ¡Qué hermosura,
Señor de los mares! ¡Qué sonrisa la suya Virgen del Carmen!. Claro que la
veo. ¿Cómo no la he de ver?, Si está ahí, mejor dicho, aquí, junto a mí, y
ya no toso, ¡qué tranquilidad Señor!. Qué paz tan grande siento, si casi la
puedo tocar, ¡anda y sin casi!, qué la estoy tocando, y qué bien huele. A
mar, eso es, huele a mar. Me quedaré aquí un ratito con ella y luego iré a
pescar. Y los demás: ¿porqué no la ven como yo la estoy viendo?”--
Aquella tarde, los adoradores del
sol, al desearle, desde una actitud religiosa y como cada atardecida, las
buenas noches al astro, pudieron presenciar, desde el templo mágico y astral
que es el cabo llamado “La punta de Sa Mola”, justo al oeste de la isla y al
ocaso, el hechizo del cambio de su color habitual por otro dorado mezclado
con color cano y rojo de sangre teñida de bronce; color del ron de la isla
que otrora fue española.
FIN
Este relato, y su tristeza, se me
fue sugerido por la mar, en el verano de 2007, durante mi visita a la isla
de Mallorca.
El autor.
LA CARTA
En mi enésima visita al museo, justo cuando me aproximaba a admirar una pila
bautismal, me ocurrió un suceso inesperado. Al acercarme, vi que en la pila
había una carpeta de color verde. La tomé en mis manos y miré alrededor. La
sala estaba vacía en esos momentos, así que miré la carpeta por si había
algún nombre escrito. Al no encontrar nada, la abrí en un intento de
identificar al dueño, pero tampoco encontré dentro nada que fuera
significativo y que me permitiera identificar a la persona que,
evidentemente, se había dejado olvidada la carpeta en la pila. Invadida por
un cierto grado de curiosidad, fisgué entre el contenido, consistente en
unos folios en blanco y en un sobre, un sobre en blanco cerrado. Al asirlo,
me di cuenta rápidamente de que contenía algo. Cerré la carpeta y me dirigí
al conserje del museo. Le referí el casual encuentro de la carpeta y le dije
que se la quedara por si alguien preguntaba por ella.
-No puedo quedarme con eso, señorita -me dijo muy serio.
-¿Por qué no?
-Pues porque no sé de quién es, ¿qué quiere que haga?
-Pues..., qué se yo -le dije-. Guárdela y alguien preguntará por ella.
-Oiga, señorita, yo no me la he encontrado. Así que no voy a cargar con el
muerto. Lo que debe hacer es llevar eso a objetos perdidos.
La respuesta del conserje, que nada más pronunciar la última frase siguió
con sus tareas ignorándome descaradamente, me dejó desconcertada y sin
palabras. Salí del museo sin saber muy bien qué hacer con la carpeta y me
metí en la primera cafetería que encontré. Mientras me traían el café,
encendí un cigarrillo y empecé a dar vueltas al sobre en blanco entre mis
manos. Después de que el camarero depositara el café humeante en la mesa,
decidí abrirlo. Quizá el contenido podría darme alguna pista acerca del
dueño de la carpeta. Empecé a leer. Se trataba de una carta, una carta
escueta pero intensa, dramática y melancólica.
"Querida Mercedes:
Como sabes me han dado el traslado que pedí y por el cual me felicitaste.
Me voy del museo. Sé que te sorprendió y no me extraña, tantos años juntas y
no te había dicho nada. Pues, querida amiga, el motivo de mi traslado eres
tú. Vuelve a sorprenderte. Ahora ya puedo decírtelo, quiero decírtelo. Llevo
años enamorada de ti. ¿Sorprendida? Creo que en el fondo, no tanto. Eres una
persona muy inteligente y alguna vez habrás notado algo.
No puedo seguir trabajando a tu lado, Mercedes, ni verte todos los días
sabiendo que nuestro amor es imposible. Lo sé y me retiro esperando no verte
más pero, eso sí, guardando tu recuerdo para siempre en mi corazón. Espero
sinceramente que continúes siendo muy feliz con Pedro y los niños. Hasta
siempre.
Eternamente, Lucía."
Volví a meter el papel en el sobre mientras mis lágrimas caían en la mesa.
Apuré el café, pagué la consumición y volví a encaminar mis pasos hacia el
museo. Volví a interpelar al conserje y, como pude, intenté hacerle ver la
urgencia de encontrar a Mercedes. Tras aclararle, a falta del conocimiento
de sus apellidos, que era la amiga de Lucía, me condujo a su despacho. Ella
me atendió de manera cortés.
-Buenos días, siéntese. ¿En qué puedo ayudarla?
-Creo que esto es para usted. Lo he encontrado casualmente -le dije
tendiéndole la carta.
Mercedes terminó de leer la carta con lágrimas en los ojos y su mirada era
tan amarga que supe en ese mismo instante que Lucía se había equivocado.
Aunque, puede que hubiera tomado la decisión acertada. Nunca lo sabré.
Paco
Gómez Escribano,
ALGECIRAS (Cádiz),
22-5-2008
EL ASCENSOR
Pulsó el botón de bajada con rabia. La jefa de
mantenimiento la tenía tomada con ella. No había día que pudiera salir a su
hora; en el último momento siempre surgía algo urgente, algo que no podía
esperar a mañana: “Adelaida, antes de irse suba a la planta veintisiete y
déle una pasadita a los despachos, que mañana hay una reunión muy
importante”; ¡“una pasadita a los despachos…”! ¡Como si fuese cosa de unos
minutos! Pero ¿qué podía hacer ella? Solo callarse y aguantar; no estaba en
situación de plantarle cara a nadie, ¡gracias tenía que dar de haber
conseguido aquel trabajo! Y encima, el maldito ascensor parándose en todas
las plantas… No le gustaba estar en las oficinas cuando empezaban a llegar
los empleados, la miraban con condescendencia, con desprecio; siempre había
alguna secretaria que le hacía vaciar un cenicero, una papelera; solo por
demostrar su superioridad, para humillarla. Estaba irritada y cansada, se
sentía sucia; lo único que deseaba en aquel momento era salir del edificio y
refugiarse en la pequeña habitación del piso compartido en el que vivía,
darse una ducha y descansar. ¡Maldito ascensor! ¡Por fin…! El timbre de
aviso anunció su llegada y el indicador luminoso señaló la planta
veintisiete; antes de que las puertas metálicas se abrieran tuvo tiempo de
ver su reflejo en ellas y le disgustó el aspecto enmarañado de su cabello.
Pero lo peor estaba por venir: dentro del ascensor estaba él, Gonzalo, el
hijo del director general. Adelaida titubeó; él le lanzó una rápida ojeada
que la recorrió de arriba abajo, y seguidamente desvió la mirada
con un mal contenido gesto de fastidio; “¿Piensa entrar o no?”, dijo
molesto. Ella musitó una disculpa y entró encogida, con la vista clavada en
el suelo; se dirigió a un rincón y se ovilló allí, como si quisiera
desaparecer, fundirse con el ángulo que formaban las paredes del habitáculo.
En la planta veintiséis el ascensor se detuvo de nuevo y entraron un hombre
y una mujer que saludaron a Gonzalo con familiaridad e intercambiaron con él
algunas frases pueriles. Eso, a Adelaida le dio un respiro; le permitió
observar a Gonzalo discretamente, posar la mirada en su nuca bronceada por
el sol invernal de alguna estación de esquí, detenerse en sus anchos hombros
y recorrer su espalda a placer, contemplar sus cuidadas manos y detenerse en
cada uno de sus largos dedos como si los acariciara, cerrar los ojos e
inhalar su fragancia…En la planta vigésima la pareja se despidió de
Gonzalo y volvieron a quedarse solos; estaba segura de que él había olvidado
por completo que ella se encontraba allí y no se atrevía ni a respirar.
Entonces el ascensor dio una sacudida y se detuvo entre dos pisos; “¿Y ahora
que pasa?” dijo Gonzalo para sí mismo mientras pulsaba con insistencia el
botón de la planta baja sin que la máquina respondiera, seguidamente hizo lo
mismo con el de alarma, con creciente nerviosismo. Adelaida no se movió, no
sabía qué hacer ni qué decir hasta que Gonzalo empezó a golpear las puertas
al borde de un ataque de pánico. “No se preocupe” dijo tímidamente, “este
ascensor falla a veces, enseguida volverá a ponerse en marcha”. Gonzalo se
volvió hacia ella y le lanzó una mirada cargada de rencor, como si la joven
tuviera la culpa de lo que estaba ocurriendo, se aflojó la corbata y se
dirigió con paso vacilante y respirando con dificultad hacia el fondo de la
caja metálica, allí pegó las manos y la espalda a la pared y miró angustiado
hacía arriba buscando una salida: no había ninguna; su frente se había
perlado de sudor y estaba pálido; Adelaida temió que fuera a desmayarse.
“Será mejor que se siente” sugirió tomándole del brazo y empujándolo hacia
el suelo; Gonzalo la miró como si estuviera loca: ¿su traje de Armani por
los suelos? Pero una nueva sacudida que hizo descender el ascensor unos
centímetros más transformó su protesta en un grito de pavor y se aferró con
tal fuerza a Adelaida que la arrastró al suelo consigo.
“tranquilo…tranquilo, no pasa nada…” susurró la muchacha. Gonzalo trató de
sonreír, pero el pánico que reflejaban sus ojos convirtió su gesto en una
mueca grotesca; “padezco claustrofobia”, confesó a modo de disculpa, “me
aterrorizan los ascensores y los aviones…”, “no se preocupe” repitió ella
componiendo una tímida sonrisa para tranquilizarle mientras en un impulso
inconsciente le secaba la frente con su raído foulard. Él, en lugar de
rechazarla, sonrió agradecido; de pronto, acuclillado en el rincón sin
soltar el brazo de ella parecía un niño indefenso y a Adelaida le pareció
más guapo que nunca, tanto, que tuvo que reprimir sus deseos de
besarle. Entonces el ascensor se desprendió y se precipitó al vacío en una
alocada carrera hacia el fin. Tras el aterrador estrépito que produjo el
choque contra el fondo, Adelaida todavía tuvo tiempo de mirar a Gonzalo y
sonreír, apoyada su cabeza sobre el pecho de su amado, antes de abandonarse
a su abrazo para siempre.
Lola Mariné, 7-5-2008
EL HORROR
SUBTERRÁNEO
A H.P. Lovecraft,
que vislumbró los horrores que acechan en la oscuridad
Las últimas impresiones que recuerdo de aquella cueva
son la desesperación y el pánico, la huida y la búsqueda de la salvación,
todo ello mientras aferraba fuertemente el libro que nos había guiado hasta
allí y que, seguidamente, había desatado el apocalipsis.
El agua, que se filtraba entre las rocas y goteaba
desde las estalactitas, empapando el suelo y haciéndolo resbaladizo,
dificultaba mi avance.
Notaba a los murciélagos, que agitaban las alas y
revoleteaban a mí alrededor, buscando desesperadamente una vía de escape, un
camino por donde huir de aquel horror subterráneo que, tras dormir, durante
siglos, eones incluso, había vuelto a la vida ahora, por culpa de nuestra
inconsciencia.
Sí, el gran Ek-Xaran’tulh, un antiguo dios olvidado,
relegado a las profundidades subterráneas por otros dioses, había salido de
su letargo milenario y avanzaba ahora por las profundas galerías de la
cueva, preparando su salida a la superficie. Si tal cosa se llevaba a
efecto, la humanidad conocería el final de su existencia.
No, eso no
debía ocurrir. Al menos, eso era lo que me susurraba una vocecita (¿mi
conciencia?) en un rincón de mi mente. Algo, la voz-yo, me recordaba
que yo era uno de los culpables de aquella catástrofe. Y, puesto que
los demás, estaban muertos, debía ser yo quien hiciera algo para
impedir que el maligno dios subterráneo alcanzase la claridad del día.
Sin embargo,
después de lo que había visto, la razón me instaba a salir corriendo, a
alejarme lo más posible de aquella abominación, aquel ser antinatural
compuesto por una especie de masa gelatinosa, putrefacta y maloliente, con
esos mil ojos capaces de ver en la oscuridad y, según creo, también en la
mente de los seres pensantes.
Ek-Xaran’tulh, el Devorador, el
Destructor, el Horror Reptante, estaba cerca, muy cerca. Podía sentir su
presencia, lo que me abrumaba e incluso enloquecía con un miedo insano. Me
llevaba a correr alocadamente hacia mi perdición, pues en la profunda
negrura de la gruta no hacía más que tropezar y golpearme con todas las
piedras y salientes rocosos que había en mi camino. El pánico no me permitía
pensar con claridad. Estaba ofuscado, concentrado únicamente en hallar una
salida, en escapar del infierno que habíamos abierto.
No era para menos: ver cómo mis dos compañeros eran
tragados por aquella masa informe en la que, según el libro, uno era
digerido dolorosamente durante una semana, sufriendo al final una terrible
muerte, no sólo del cuerpo sino también del alma, era para volverse loco. Si
hubiera conservado mi revolver, sin duda habría preferido acabar yo con mi
vida antes que dejarme coger por aquella monstruosidad.
Ek-Xaran’tulh era un ser imposible, una aberración tan terrible que los
propios dioses le confinaron en el reino del submundo para mantenerlo
alejado de ellos. Al menos, eso era lo que afirmaba aquel maldito libro,
cuyas páginas no debimos haber ojeado nunca.
Recuerdo que, al principio, todas aquellas leyendas nos fascinaron,
atrayéndonos finalmente a lo que habría de ser no sólo nuestra perdición,
sino la de todo el planeta. ¿Cómo íbamos a imaginar nosotros que aquellas
terribles historias, que entonces se nos antojaron fruto de una mente
enfermiza, podían ser reales? En nuestro mundo cotidiano, donde todo está
controlado por el ser humano, no hay lugar para monstruos ni rituales
mágicos. No, eso no era posible. Por eso nos aventuramos a realizar la
expedición, pues creíamos que la única parte del mito que podía tener algo
de credibilidad era aquella que hacía referencia a los Guardianes, un pueblo
desconocido para el resto del mundo, dedicado a custodiar las salidas de la
caverna donde dormía el horror, así como el Monolito Sagrado que era el
pilar fundamental de su religión.
Ahora me doy cuenta del gran error que cometimos al ir
allí y, sobre todo, al pronunciar frente al Monolito la invocación que debía
devolver a la vida a un demonio en el que ninguno de nosotros creíamos en
ese momento. Mis compañeros han pagado ese error con su vida y yo, aunque
sobreviví, sé que ya nunca volveré a ser el mismo.
Como decía, trataba a toda costa de escapar de lo que
en ese momento pensaba que sería mi final. Ciego como iba, debí golpearme
tanto con las paredes y el suelo que ya no sentía mis magulladas piernas ni
mis amoratados brazos. El Devorador estaba tan cerca que podía sentir su
fétido aliento. ¡Lo tenía encima! Estaba acabado.
Un resplandor tenue a lo lejos, frente a mí, trajo un
leve soplo de esperanza. ¡La salida! Tenía que alcanzarla, aunque fuera lo
último que hiciera. Sabía que allí no estaría a salvo, pero prefería que me
cazara al aire libre que en el interior de aquel pozo oscuro. Por eso corrí
desesperadamente, alocadamente...
La Cosa estaba cerca, pero me obligué a mí mismo a no
pensar en ella. Sólo en la luz.
¡La luz!
Esa idea me proporcionó la fuerza que necesitaba...
Alcancé la salida milagrosamente. Y también debió ser
un milagro que la criatura maligna no me persiguiera en el exterior. Ni
siquiera la vi asomar. Pienso que debió volverse a su cubil subterráneo, a
preparar su gran momento, el instante en que saldrá a apoderarse del mundo.
Estoy convencido de que ese día llegará, tarde o temprano.
Ahora, mientras escribo estas páginas con mano
temblorosa, pienso si todo esto no será fruto de mi imaginación, si no lo
habré soñado todo. Desearía que así fuera. Quisiera ser un loco y que esto
no hubiera sucedido más que en mi mente. Así la humanidad estaría a salvo...
Pero eso no es posible. Mis compañeros no han aparecido y yo sé porqué:
están muertos.
Hasta el momento, no había revelado a
nadie este secreto, pues sé que me encerrarían en un sanatorio psiquiátrico.
No obstante, quiero que ahora quede constancia de ello, pues, finalmente, he
decidido volver allí. He de resolver lo que he provocado con mi
inconsciencia. Debo usar los sortilegios contenidos en el libro para
inmovilizar al Caos Devastador y sellar de nuevo su prisión. Ésa es la única
posibilidad…
Soy plenamente consciente de que es un
suicidio, pero mi sacrificio habrá valido la pena si logro con ello salvar a
la humanidad.
Ruego a Dios que me dé fuerzas para
culminar con éxito esta descomunal empresa que es tratar detener a Ek-Xaran’tulh.
¡Debo conseguirlo! De lo contrario, dará igual, pues será el final de todo…
Rubén
Serrano, 6-5-2008
SABOR A
HIEL
Desperté sumido en una extraña sensación de ingravidez que me hizo
sospechar. Algo andaba mal. Y al instante recordé: mi frente acababa de
golpear contra la luna delantera del vehículo, haciéndola añicos.
Rápidamente, llevé mis manos a la cabeza, palpé. No percibí nada anormal.
Suspiré aliviado al darme cuenta de que sólo había sido un mal sueño.
Incluso llegué a sonreír. Busqué el volante y la llave del contacto,
dispuesto a dejar atrás el área de descanso. Pero al alzar la vista, llegó
la sorpresa: el vehículo ya estaba en marcha. Mi corazón comenzó a latir
desbocado, mi cuerpo a temblar como un flan. ¡Dios mío! Exclamé angustiado.
No había carretera. Sólo azul, azul celeste por doquier. Descendía como un
avión de papel arrojado al viento, en dirección a un afilado rompeolas sobre
el que arremetía con furia desmedida el mar. Me había dormido al volante y
salido en una curva, deduje precipitadamente... ¿O estaría de nuevo
soñando?, barajé, atenazado por la taquicardia.
De pronto, el mar desapareció; el día
se hizo noche cerrada y empecé a percibir un insano olor a carne quemada.
Sin pensármelo dos veces, abrí la puerta y salté del vehículo, salté al
vacío... La hamaca quedó tambaleándose a mi vera, y yo en el polvoriento
suelo, lleno de hormigas y moscas que revoloteaban frenéticas sobre un
enorme chuletón de vaca a medio hacer que, incomprensiblemente, había
escapado de las brasas humeantes.
-¡Francisco, que no te enteras! ¡Te tiro encima la revista y
sigues roncando como si nada! -gritó mi mujer, visiblemente enojada-. Casi
salimos ardiendo, el fuego se había extendido a esos matojos de ahí y tú en
las nubes-señaló a mi vera-. Menos mal que he encontrado un cubo de agua y
lo he podido apagar a tiempo.
-Lástima de comida campestre -le respondí-. Por cierto, ¿y
los…?
-Los niños están bien, gracias a Dios; jugando en los
columpios.
Me incorporaba, ayudándome con una rama quebrada que hallé en
el suelo, cuando recibí un contundente golpe en la cabeza. Súbitamente,
desperté. Estaba tirado sobre arena húmeda, muy fina, con la piel quemada
por el sol, temblando de frío, o miedo; sediento, hambriento, doloridas
todas mis articulaciones. Hacía días que no sobrevolaba la isla ningún avión
o avioneta.
La tormenta estaba ya muy cerca. Pronto anochecería. Los
jaguares rondaban la playa desde hacía horas, acechaban ocultos en la
espesura de la jungla, pero ya no me quedaban fuerzas ni para correr. Así
que, mejor dormir, y con suerte soñar con algo bonito, quizá con una gran
ciudad, con sus calles abarrotadas de gente, alcantarillas vomitando humo y
oscuros fluidos, centros comerciales repletos de luces de neón, casas de
comida rápida.
El aliento agrio y tibio de una respiración acelerada acarició
mi mejilla, despertándome una vez más. El mar rugía enardecido a pocos
metros. Las gotas de agua, gruesas y tibias, golpeaban con fuerza mi piel.
Aquel lugar me era amargamente familiar. Cerré los ojos, y mi garganta se
inundó de hiel.
Manuel Pérez Recio, Valencia, 25-4-2008
VASIJA
FIN
Indolente, atravesó el maizal abriéndose paso
entre la afilada hojarasca con las manos ensangrentadas. No importaba. Ya
nada tenía valor porque nadie jamás le creería. Lo había visto todo. Ella
estaba muerta. Un sentimiento contradictorio nubló su mente empujándole a
correr y no pensar. La ropa se rasgó a su avance como si garras de funesto
vegetal trataran de arrancársela en jirones. No conseguía borrar de su
cabeza los ojos de Aquello de lo que huía. Esas pupilas de animal que le
penetraron en el preciso instante en que ocurrió. El reflejo de su propio
rostro en la mirada de aquella especie de aparición hirsuta, persistía con
macabra crueldad en su recuerdo. .............
...............Continuar con la lectura►............
Rafael Negrete, Madrid, 23-4-2008
BARCO ENCONTRADO EN UNA
BOTELLA
Le conocí hace muchos años en los
muelles de la ría de Bilbao, en un tiempo en el que en éstos atracaban
muchos barcos. Le apodaban El Marlín (su nombre de pila, en realidad, nunca
lo supe) quizá porque era delgado y larguirucho y tenía un rostro afilado en
el que destacaban unos ojos grises y penetrantes que tenían una forma de
mirar inquisitiva. Cuando nadaba lo hacía con tal rapidez y
elegancia en el agua, que prácticamente se deslizaba, recordando
vagamente a ese pez.........
...............Continuar con la lectura►............
Ricardo Cayón García, 23-4-2008
Fragmento del relato
UMBRELLA
.............Plasmaba en aquel lugar lo que encerraban los corazones de los
habitantes del edificio. Umbrella recolectaba sus esperanzas, sus promesas,
sus anhelos…. Sin embargo había en una esquina despejada un hueco
inmaculado, sin dibujos ni colores… Lo había reservado sin saber por qué.
Aquel rincón era como un regalo, un secreto aún no desvelado.
En la azotea jamás llovía,
pues la lluvia era viajera del pasado, cubría con su manto las calles
desiertas allá abajo......................
Maite
Rodríguez Ochotorena,
Haro (La Rioja), 20-4-2008***
EL SANTUARIO DE ANUSIR-BET
Todos aquellos que han sido
iniciados en el santuario de Anusir-Bet, como yo lo fui una vez, saben cuál
será mi suerte tras dejar escritas estas páginas.
Fueron varias las razones que me impulsaron a aceptar la vida de retiro y la
rigurosa regla del santuario. Mis padres me animaron con sus palabras, pues
suspiraban por los honores reservados a los progenitores de los hombres
santos. Tampoco a mí me desagradaba la vida virtuosa de los elegidos de la
diosa. No es fácil acceder a un lugar destinado a los más nobles jóvenes.
Pero el oro de mi padre supo recompensar colmadamente la generosidad de los
grandes sacerdotes......
...............Continuar con la lectura►............
Juan Antonio Barros Jódar, Granada, 19-4-2008
LA CASA DEL ESCRIBANO
El viejo escribano don
Alonso de Padilla se consideró satisfecho de su buena fortuna. Allí estaba
su sobrina Inés inclinada sobre el tosco bastidor. Un débil haz de luz se
derramaba sobre sus cabellos rojizos. El anciano la miró con gratitud.
Habían tenido que pasar tres largos años, pero había merecido la pena.
Ahora la
recordaba como era cuando llegó a su casa: una niña de doce años huérfana y
desvalida. Era hija póstuma de un hermano de don Alonso, y su madre acababa
de morir de una extraña dolencia........
...............Continuar con la lectura►............
Juan Antonio Barros Jódar, Granada, 19-4-2008
LOS TRENES DE LA NOCHE
El viejo se caló la gorra y
entornó los ojos. Aún no se escuchaba el bramido del Estrella de
Andalucía, pero a él no le hacían falta pruebas para presentir su
llegada. Hoy no traía retraso. Como debe ser, pensó con orgullo. Toda
su vida había transcurrido en aquel humilde apeadero. No había más mundo
para él que las lomas plateadas de los olivares y la sierra allá al fondo.
El resto era como un mal sueño....
...............Continuar con la lectura►............
Juan Antonio Barros Jódar, Granada, 19-4-2008
LOS ANILLOS PERDIDOS DE AVALON
Mi nombre es Safert y tengo una misión: encontrar los Anillos Perdidos
de Ávalon.
Todo empezó
una tarde gris hará un par de meses. Disfrutaba del sabor amargo de un café
mientras leía una interesante novela de fantasmas en la terraza de una
cafetería cualquiera. Mi teléfono móvil comenzó a sonar estridentemente por
encima de las voces de la gente. Al descolgar, una suave voz femenina me
indicó que tenía un trabajo para mí si lo deseaba. Anoté la dirección en una
servilleta y sin nada mejor que hacer, pagué el café y me levanté de la
incómoda silla........
...............Continuar con la lectura►............
Montserrat Navarro
Ríos, 19-4-2008
LA VERDADERA BELLEZA
Hace mucho,
mucho tiempo, en un reino mágico de oriente…
El gran
califa fruncía el ceño de preocupación, mientras paseaba nervioso de arriba
abajo por toda la estancia. Sus pobladas cejas negras veteadas de gris,
formaban una única línea en su frente, cubriendo de sombras sus oscuros y
brillantes ojos.....
...............Continuar con la lectura►............
Montserrat Navarro
Ríos, 19-4-2008
RUIDOS
La atronadora y repetitiva música retumbaba por las
insonorizadas paredes de Rone’s Bar. En un callejón oscuro y solitario,
donde la niebla dormía humedeciendo las antiguas baldosas del barrio del
Carmen, era dónde se ubicaba aquel antro de dudosa reputación y más
sospechosa clientela.....
...............Continuar con la lectura►............
Montserrat Navarro
Ríos, 19-4-2008
Fragmento del relato
¡ARRIBA ESE MUERTO!
.....................
El que más y el que menos, todos se miraban unos a otros con un
ojo medio guiñado y algo escéptico, pues empezaban a comprender que lo de
encontrar un difunto para resucitar no era cosa tan fácil, que lo único que
hasta entonces había conseguido la extraña propuesta del nuevo médico era
sólo remover los bajos fondos de las personas y enturbiar el ambiente.
Únicamente el propio médico continuaba muy entero y muy seguro de sí,
proponiendo que se intentase con otra familia. Y dejó caer su mirada sobre
uno que estaba presente. Mas éste, antes de que le hiciesen pregunta alguna,
se excusó diciendo que tenía una obligación muy urgente en su casa, y se
marchó. Lo mismo ocurrió con un tercero, con un cuarto y con todos los que
estaban allí. Hasta que el médico y la Feliciana se quedaron solos.
....................
Julián Sanz Pascual, Segovia,
Haro (La Rioja), 15-4-2008***
TRAVESÍA
Corrió por los pasillos del aeropuerto porque el avión
despegaba inminentemente. Si no se daba prisa, se quedaría en tierra. Había
mucho tráfico en la ciudad. El taxista le había asegurado, ante las sonoras
y numerosas reclamaciones que le había lanzado, que no podía hacer nada
debido al alud de vehículos que poblaban las calles de la urbe. Casi sin
resuello y con los nervios a flor de piel, pagó al conductor y bajó del
vehículo sin despedirse y sin dar las gracias por tan desafortunado
trayecto. Los altavoces ya anunciaban el embarque para el vuelo con destino
París. Ana María estaba excitada. Era la primera vez que subiría en un
avión. Así pues, desconocía la experiencia de viajar en un aparato que se
sostiene en el aire.
Después de facturar el equipaje en el mostrador correspondiente, se dirigió,
a grandes zancadas, hacia donde le indicó el empleado de la compañía.
-Dése prisa, señorita, o se irán sin usted- la avisó el guardia
que se encargaba de examinar el equipaje en el detector.
-El tráfico estaba imposible- se quejó, jadeante.
La cola para entrar en el avión había menguado
considerablemente cuando Ana María llegó, exhausta. Extendió el billete a la
azafata y caminó deprisa por el pasadizo que conducía al aparato.
Tenía que partir antes de que él se presentara.
La discusión de la noche anterior había sido demasiado violenta
y él la había amenazado con matarla, si bien no era la primera vez que lo
hacía. Antes de que cumpliera la amenaza, Ana María había resuelto comprar
un pasaje de avión y alejarse de él. En silencio, sin anunciar que marchaba,
Ana María salió por la puerta principal con la intención de no regresar.
Tenía que partir antes de que él se presentara. Antes de que intuyera por
qué medio había huido. Antes de que cogiera el teléfono y comenzara a llamar
a estaciones de tren, al aeropuerto, al puerto, a estaciones de autobuses y
compañías para averiguar si ella viajaba en alguno de los medios de
transporte al alcance de la mano.
Los motores ya estaban en marcha. Tomó asiento en el sitio que
le correspondía. Esperó pacientemente las instrucciones que una voz daba por
megafonía. Una azafata iba señalando la parte delantera, la parte trasera y
los costados del avión. Ana María se impacientó. Si el avión no despegaba,
estaba perdida porque a él le daría tiempo de saber que había comprado un
billete y había embarcado en un avión.
Por fin la aeronave empezó a circular. Ana María se creía
salvada. A medida que aumentaba la velocidad, el corazón y los ánimos se le
tranquilizaron, al comprobar que las posibilidades de que la encontrara eran
cada vez más remotas.
Se abrochó el cinturón de seguridad. Al levantar vuelo, Ana
María sintió un ligero vahído y como si la cabeza se le separara del cuerpo.
Cuando el aparato se estabilizó en el aire, la materia volvió a la
normalidad.
Una amiga íntima de la infancia la había invitado a acudir a su
casa y le había ofrecido refugio. París era una ciudad lo bastante grande y
desconocida como para que él no la hallara entre la barahúnda de habitantes
y turistas que la habitan todos los días del año. Ana María respiró
aliviada. Miró a través de la ventanilla, pero sólo vio cielo y nubes. No
pudo divisar nada más que no fuera el azul de la bóveda inmensa manchada
ligeramente de blanco de algodón. Así se sentía ella. Si no pletórica, sí
sosegada. Daniela la acogería en su hogar desinteresadamente, la ayudaría a
buscar trabajo y a encontrar la estabilidad emocional de la que había
carecido durante los últimos años.
El avión empezó, entonces, a dar bandazos. Los componentes de
la tripulación informaron de que atravesaban una zona de turbulencias, cosa
que extrañó al pasaje, pues el cielo era casi límpido. A Ana María se le
encogió el alma.
-¿Tiene miedo, señorita?- preguntó un señor de unos cincuenta
años, con traje y corbata, con el pelo cano, perfectamente en armonía con el
resto de cabello, negro.
-No, sólo estoy un poco intranquila- contestó ella, como si
quisiera disimular el estado de pavor que la embargaba-. Es la primera vez
que subo a un avión.
-Para todo hay una primera vez- apuntó el señor, muy risueño.
Ana María sonrió y volvió a mirar a través de la ventanilla. El
aparato se ladeó bruscamente como si una fuerza de dimensiones colosales lo
empujara.
-No se preocupe, estas cosas pasan- la calmó el hombre, al
tiempo que se aflojaba el nudo de la corbata y se desabotonaba la camisa. A
él también lo invadía una extraña sensación de pánico.
-Si ocurriera algo, no tenemos a donde saltar. No hay escapatoria.
-Es lo bueno de los viajes en avión. Si hay un accidente, ni
heridos ni mutilados. Todos los pasajeros mueren. Las probabilidades de
sobrevivir son escasas.
-Es un consuelo- respondió ella con un mohín.
Ana María profirió una mueca de desazón harto evidente. La
intención era que él se diera cuenta de que la conversación no resultaba de
su agrado y que solamente servía para que el espanto se le instalara
definitivamente en el cuerpo y le hiciera pasar una mala travesía.
-Imagine usted que viaja en tren o en coche y sufre un accidente. Si queda
viva pero ilesa, las secuelas psíquicas son incalculables. Si queda herida,
aparecen secuelas físicas y psíquicas, también imborrables. Si muere, no hay
secuelas. Mírelo por el lado positivo.- Ana María maldijo a aquel hombre por
hablarle de aquella manera tan cruda.
Lo miró a los ojos. Eran unos ojos oscuros. Las facciones,
redondeadas, albergaban una nariz puntiaguda y unos labios sensuales. A
pesar de la edad, ejercía un cierto atractivo. Ana María no profirió palabra
alguna. Luego bajó la mirada y volvió la vista hacia la ventana. No había
ningún tipo de turbulencias. El cielo continuaba claro, aunque algo
entelado.
Las azafatas pasearon los carros con las viandas por el
estrecho pasillo que mediaba entre las dos filas de asientos. Una de ellas
se dirigió amablemente al señor. Ana María rechazó cualquier ofrecimiento de
comida o de bebida.
-¿No tiene hambre?- inquirió él, curioso.
-No suelo comer en los viajes.
-Nervios- dedujo hábilmente.
Ana María asintió y esbozó una sonrisa inocente. La elegancia
con que deglutía él creó una fascinación indescriptible en la chica.
-¿A qué va a París?- le preguntó entre bocado y bocado.
-A visitar a una amiga de la infancia.
-Dicen que París es la ciudad de la luz y del amor. Le
recomiendo los paseos por el Sena. ¿Ha estado alguna vez?
-No.
La muchacha entrelazó las manos y las depositó en el regazo,
avergonzada. Quizá el hombre creyera que no visitar París era un pecado
imperdonable y que era una de las cosas que todo ser mortal ha de hacer
antes de traspasar la línea.
Nuevamente, los vaivenes. De repente, el avión descendió
bruscamente unos metros. Ana María se agarró fuertemente a los brazos del
asiento. Por megafonía se oía la voz de la tripulación que aconsejaba a los
pasajeros que se abrocharan los cinturones. Ana María no movió un dedo
porque ella lo llevaba abrochado desde que subió a la aeronave.
-Esto no me gusta nada. Me da mala espina- dijo con voz entrecortada.
-No se preocupe.
El avión continuaba dando bandazos y cayendo. La muchacha
intuyó que la situación se complicaba y que se avecinaba una catástrofe de
consecuencias insospechadas. El hombre la miraba y reía. Enseñaba las
hileras de dientes blancos, relucientes. Los ojos le centelleaban. El avión
se precipitaba al vacío. La voz pedía a los pasajeros que se tranquilizaran
y que echaran los cuerpos hacia delante hasta colocar la cabeza entre las
piernas. El hombre no paraba de reír. Ana María estaba cada vez más
excitada. Tenía un miedo horrible y el corazón encogido, en un puño. Si el
aparato se estrellaba, no saldría nadie vivo. Quizá era mejor así. De esa
manera él no la encontraría jamás. La muerte le sobrevendría sin que él se
la provocara. El hombre le gritaba frases inconexas al oído y carcajeaba
convulsamente. Ella no quería escuchar. El avión entró en un torrente
succionador que lo absorbió irremediablemente.
Ana María despertó de súbito, sudorosa. Miró por la ventanilla. El cielo era
diáfano y no se vislumbraban nubes en el horizonte. Francisco degustaba un
bocadillo a su lado. Respiró hondo.
-He tenido un sueño espantoso.
-No sé qué tienen los aviones, que te acunan y te hacen dormir.
Una explosión soliviantó a los pasajeros. El aparato comenzó a
precipitarse. Ana María se aferró con ahínco a los brazos del asiento.
-Estoy soñando. Estoy soñando. Soy propensa a tener sueños
catastróficos. No sé por qué. Quizá porque mi vida es demasiado plácida y
alguien me envía señales para que reaccione, para avisarme que la vida es
como un río con corrientes y remansos de paz. No todo puede ser una balsa de
aceite.
-¿Qué dices, Ana María?- preguntó Francisco, aturdido por las
palabras de la muchacha.
-Estoy soñando- reiteró tozudamente.
-El avión se desploma- informó él.
-¿Qué avión?
-Este.
-Es un sueño. Como tantos otros- repetía sin cesar.
Ana María seguía asida enérgicamente a los brazos del asiento.
Inclinó el cuerpo hacia delante sin dejar de repetir:
-Es un sueño.
Antes de que el avión se estrellara violentamente en una
altiplanicie, alguien la oyó farfullar.
-Es un sueño.
Pilar Torrijos Lopez, Hospitalet de Llobregat (Barcelona),
15-4-2008
Fragmento del relato
Bernardo de Plasencia
.........
Al clarear el
día, partió con su botín camino de la ciudad más próxima. Tan cargado iba de
reliquias y objetos de valor, que necesitó cinco jornadas para llegar.
Cuando franqueó las puertas de la villa, sintió un vértigo insoportable. El
espectáculo que se ofrecía a sus ojos era infernal. Los estragos de la
enfermedad adquirían dimensiones apocalípticas. Renunció a llegar hasta la
plaza porque el tufo de la aniquilación se hacía absolutamente irrespirable............
Juan Antonio Barros Jódar, Granada, 3-4-2008 ***
SE ROBA TODO: SE
COMPRA TODO LO ROBADO
Se dice que el oficio más viejo del mundo es el de la
prostituta… yo pienso que el más viejo es el del ladrón y
ello es fácil de deducir;
sencillamente, por cuanto es mucho más fácil robar lo que se pretende,
que trabajar honradamente para conseguirlo.
Cuando esto escribo, en la actual España (paraíso de todo tipo de
ladrones)
aparecen unas noticias, en los informativos televisivos, que con
videos demuestran el ya abundantísimo robo de cables de cobre, lo que en
volúmenes industriales se está produciendo y que por toneladas y
toneladas, es robado y comprado por quienes se dedican a la chatarra, de
los que en ese informativo se afirma haber cerrado tres
establecimientos; se supone por complicidad con los ladrones;
puesto que en estos negocios suele ganar más “el que compra
lo robado que el que lo roba”.
Días atrás, eran otros similares informativos, los que nos
mostraban el robo de líquidos y en cantidades industriales
también; puesto que se afirmaba el “pinchado” en conducciones de
agua, de oleoductos, y el asalto a fábricas o cooperativas
aceiteras; por equipos tan bien organizados, que incluso “el denso
aceite de aceituna”; lo aspiraban con bombas especiales y de gran
potencia y en poco tiempo, robaban quince o veinte toneladas, que aunque
sea a más bajo precio, valen cantidades importantes de dinero. No
hablemos del gasóleo y del agua por miles de metros cúbicos.
También por esas fechas, eran unos agricultores los que se quejaban de
que les robaban hasta las lechugas, coles, cebollas y en fin,
todos los cultivos que a punto de cosecha, los ladrones
llegan y se los llevan.
Ni que decir tiene que no cogen apenas a nadie y a los que cogen, como
ya ni hay plazas carcelarias, pues se supone que hechas las
diligencias (que van a dormir años y años en cualquiera de los ya
atascados juzgados) los ponen en la calle y a otra cosa mariposa.
Por otra parte es presumible que la mitad de “las policías”; son
empleadas para guardar mandatarios y bienes oficiales, más que para lo
que nos ocupa; y los ladrones saben que hay poco personal para
perseguir el robo.
Los ladrones de guante blanco, esos son intocables por cuanto
estamos viendo y padeciendo; por lo que esa clase tiene de privilegios,
manga ancha o patente de… “guante blanco y compañía”… normalmente
ninguno pisa la cárcel y si la pisa…?
Pero es que los ladrones suelen ser muy listos y se saben las
leyes mucho mejor que incluso algunos jueces y abogados; y por
ello campan con esa libertad que ya asombra; pues saben que en el
caso poco probable de que los cojan, han de probarles tantas cosas y a
tan bajo coste, que presumen que aún cogiéndolos, la cogida les va
a resultar puede que hasta ventajosa… con unas vacaciones en la cárcel.
Pero lo que ya es de risa… pues no es cosa de ponerse a
llorar es lo que está pasando en Granada, donde se confirma ese dicho
que la cubre y que afirma que…
“todo es posible en Granada”… Y sí, allí están robando a
cientos o a miles, hasta las tapas de las alcantarillas,
tragonas, o bocas de las cloacas; las que se llevan los
ladrones simplemente para venderlas como chatarra; lo que aparte
de ser un robo singular, piensen en el peligro que conlleva
el que un pobre despistado, a pie o en vehículo a
motor, simplemente se puede matar en uno de esos pozos abiertos de
forma tan rápida como inesperada.
Pese a todo ello, el electo Presidente, sigue con el mismo equipo
de ministros que debe velar por todo este desastre, incluso el de
Justicia, continua tan pancho y campante y… “aquí me las traigan
todas, que esto es jauja”.
¿Y la oposición u oposiciones al gobierno o gobiernos? (esto ya es
una menestra o ponche que apenas lo entendemos)… pues hablando de
sus cosas; de cómo quitar del sillón al que manda y ponerse ellos
y poco más… ¿De las cosas que verdaderamente preocupan al pueblo?...
de eso no interesa hablar;
mejor esperar a fin de mes, cobrar los suculentos sueldos y conseguir
prebendas; los meses pasan pronto, los años también; después y en las
próximas elecciones… o nos mantenemos o mejoramos el sueldo.
¡¡Y viva España!!... “país, nación, o territorios, felices donde los
haiga”.
Antonio García Fuentes
(Escritor y Filósofo)
www.jaen.ciudad.org (allí más)
EL MISTERIO DEL CUADRO
Hacía un par de meses que estaba inapetente y había perdido peso. Acababa de
romper una relación sin futuro y todos pensaron que aquel desengaño, unido
al cansancio por el exceso de trabajo, acabarían sumiéndome en una
depresión; pero yo sabía que ésa no era la verdadera causa.
No me fue difícil
engañar al médico sobre el verdadero motivo de mi estado para que me
recomendara tomarme unas vacaciones porque ya había adquirido la habilidad
suficiente para disimular con eficacia mi angustia, por entonces terrible e
inconfesable. Gracias a esa capacidad nadie sabía de la batalla que se
libraba en mi interior; nadie excepto yo, y aunque ya ha pasado bastante
tiempo, recuerdo aquellos días como si los acabara de vivir.
Todo empezó una tarde en la que llevaba horas caminando sin rumbo, parándome
en ocasiones frente a algún escaparate donde aparentaba mirar en el
interior, pero en realidad sólo miraba mi reflejo en el cristal y la imagen
que me devolvía era patética.
Sin saber cómo,
me encontré en la acera, tragado por un grupo de personas esperando que se
abriera el semáforo para cruzar la calle y me dejé llevar por el
gentío, como si de verdad fuera a alguna parte. Una vez al otro lado seguí
con mi paseo sin destino cambiando de dirección y deteniéndome de vez en
cuando; mirando sin ver lo que había detrás de los cristales: zapatos,
muebles, utensilios de cocina…, nada.
Aquel escaparate
no parecía contener nada. La luna estaba tan sucia que me sorprendí
esforzándome por ver el interior y, de no descubrir luz dentro, hubiera
pensado que se trataba de uno de esos viejos edificios a la espera del
derribo inminente.
Vislumbré a duras penas los objetos desordenados sobre un trapo que en
tiempos pudo ser un tapiz. Eran como mi vida: marcos desconchados alrededor
de fotos de un color tan sepia que ya casi no podía reconocerse lo que
representaban; cucharas ennegrecidas, un picaporte verdoso, y así,
innumerables trastos que fueron valiosos y formaron parte de la vida
de unas personas que probablemente ya estarían muertas. Espectros de un
tiempo pasado que lucieron espléndidos y ahora eran pedazos de recuerdos
amontonados sin orden entre tanta suciedad.
Era tarde ya y
casi todos los comercios de la calle habían cerrado. Empujé la puerta y
entré en aquella especie de chamarilería. Parecía un túnel del tiempo y me
quedé mirando los chismes diseminados por todas partes. Olía a humedad y
a herrumbre.
Me disponía a
salir otra vez a la calle cuando una voz desde el fondo me detuvo.
-¿Qué desea?
Al volverme a mirar vi una mesa abarrotada de pequeñas piezas,
sobre todo ruedecillas y tuercas, y tras ella, sentado, un hombre con gafas
componiendo lo que parecía la maquinaria de un reloj de cuerda.
-Nada –respondí-. Sólo he entrado a mirar.
-¿Y ya lo ha visto todo? –Me preguntó.
-En realidad no hay aquí nada que me interese.
-Todos los que entran dicen lo mismo. Luego, cuando miran bien,
acaban encontrando cosas de valor. A veces en estos sitios se puede adquirir
a bajo precio eso que uno lleva mucho tiempo buscando.
Aquel tipo hablaba sin levantar la vista de su trabajo como si no le
importara mi presencia; en cambio a mí la amalgama de piezas desperdigadas
por la mesa sí que consiguió llamarme la atención.
-¿Qué es eso que está arreglando? –Pregunté.
-Un reloj de pared. Lo desecharon porque no funcionaba, y
aunque lo he desarmado por completo no encuentro nada roto. A veces no es
más que un problema de equilibrio, y basta con colocarlo en el lugar
adecuado para que vuelva a marcar el tiempo con exactitud; pero antes tendré
que poner cada pieza en su sitio.
Me fijé entonces en una caja de metal oxidado que estaba
tirada en el suelo, junto a la mesa.
-¿Qué contiene esa caja?
-Una pintura. Un óleo, creo. Al parecer no le gustó al autor,
porque lo rasgó en pedazos tan pequeños que ni siquiera he podido comprobar
si falta alguno. Si lo quiere lléveselo. No le cobraré nada, y si consigue
recomponerlo y le gusta puedo restaurarlo. Entonces hablaremos del precio.
Sin darme tiempo a decir que no, tomó la caja mugrienta y la
metió en una gran bolsa de plástico arrugada, como las que dan en los
supermercados. Insistió con un gesto para que cogiera el paquete.
No me interesaba en absoluto, pero me vi saliendo de la tienda
con la bolsa de plástico arrugada colgando del brazo. Ni siquiera me despedí
del hombre de la mesa al salir.
En la calle el paisaje había cambiado. El bullicio de las compras se había
tornado en gente que entraba y salía de los bares o que regresaba a su casa
después del trabajo. Había estado deambulando desde media mañana y ya era de
noche. Empezaba a hacer frío y apreté el paso Por primera vez en mucho
tiempo me alegré de tener un sitio donde ir y volví a mi casa.
Al entrar olía a cerrado y había tanta suciedad y desorden que
tiré al suelo la bolsa con el cuadro roto a falta de un hueco libre donde
dejarla. En la cocina, entre botellas vacías y cáscaras de fruta, seguía la
bandeja con el plato del día anterior y los restos resecos de la cena. Abrí
la nevera y el paisaje desolador me recordó que había salido para comprar
algo de comida, y en su lugar había vuelto con aquel ridículo paquete. Mi
estómago empezaba a protestar y a falta de otra cosa tuve que conformarme
con un poco de leche y un trozo de pan duro y desmigado que había quedado
junto al plato sucio.
Dejé el plato entre los demás, amontonados en el fregadero. No
quedaban vasos limpios, puse la botella de leche junto al mendrugo y me
derrumbé en un sillón con el simulacro de cena, dispuesto a engullirlo
mirando cualquier cosa que dieran por televisión, con la esperanza de que el
cansancio y la mala programación nocturna me ayudaran a dormir un poco.
Busqué inútilmente el mando a distancia entre los trastos que cubrían
la mesa y por fin lo encontré tirado, asomando bajo la bolsa de plástico
arrugada.
Tipo curioso el relojero –pensé-, y saqué la caja para ver
que contenía.
No cabía duda de que lo habían roto a propósito. En efecto era
una tela pintada al óleo, arrancada a tirones del bastidor y rajada en
tantos trozos que me pareció imposible formar algo reconocible con ella. Los
había de varios colores: verde, azul, violeta, gris, todos bastante
sombríos; nada que hiciera sospechar de qué se trataba.
No sabría decir cuánto tiempo pasé poniendo y quitando jirones
de tela en la bandeja. Ya había conseguido encajar algunos y me dio la
impresión de que lo que había pintado era una arboleda, unos arbustos o algo
vegetal. Luego me quedé dormido.
Me despertó la claridad de la mañana y al abrí los ojos e
intentar levantarme toda la habitación se movió a mi alrededor. Los cerré
otra vez asustado, hasta que recordé que llevaba más de treinta horas sin
comer algo caliente. Me había quedado dormido en el sillón la noche
anterior, mirando la pintura rota.
A duras penas me levanté y entré en el dormitorio. Me quité la
ropa frente al espejo del armario y la imagen que me devolvió me pareció
penosa: barba de dos días, pelo sucio, bolsas bajo los ojos, y al
fondo, en el suelo de la sala, una botella de leche agria junto a un
trozo de pan mordido y reseco como únicos víveres
Todavía mareado me metí bajo la ducha, pensando que era el
candidato perfecto para esas noticias en el periódico sobre un sujeto
encontrado en su domicilio, muerto por inanición desde hacía varios días.
Debía ser mediodía cuando salí a la calle, porque los bares
estaban llenos de gente tomando el aperitivo, y devoré un café y un pincho
de tortilla, que me pareció la mejor alternativa entre las tapas que se
ofrecían a esas horas. Mi apartamento estaba hecho un desastre y no me
quedaba ropa limpia, pero no tenía otro sitio mejor donde ir. Hacía frío y
al menos en mi casa disponía de una agradable calefacción, así que
regresé dispuesto a poner un poco de orden, pero ese destello de buenas
intenciones se apagó nada más entrar.
Me desmoralicé ante la suciedad y la multitud de trastos
desordenados y tirados por todas partes. Sobre la mesa estaba aún la bandeja
con algunas partes de la pintura dispuestas de manera que se veía algo de
vegetación difuminada. Vi un jirón de tela que bien podía encajar en uno de
los huecos entre los ya colocados y lo puse en su aparente lugar; luego
encontré otro, y uno que antes no había advertido, y otro, y otro...
El paisaje se iba formando poco a poco sobre la bandeja, y ya
podía apreciarse que correspondía a una de esas pinturas surrealistas que
bien hubiera podido ser un jardín.
No me extrañó que al autor no le gustara. Manchas que parecían
flores brotando anárquicas aquí y allá; hojas, tal vez arriates de cemento y
algo parecido a una fuente cuyos chorros formaban espuma al caer en un
estanque. Era vulgar, falto de vida. Demasiado uniforme y triste. Nada
destacaba.
Sólo quedaban unos huecos por rellenar para concluir el
cuadro, y busqué por la mesa más trozos de tela. Rebusqué entre el montón
de vasos sucios, revistas atrasadas, ceniceros y migas; y allí estaban.
Habían quedado del revés y se confundían con el resto de basura y trastos.
Cogí uno con cada mano y al volverlos me sorprendió el colorido de aquellas
pinceladas. Era evidente que no pertenecían a esa obra, toda ella en tonos
sombríos y lo más probable es que ya estuvieran en la caja antes de
que metieran la pintura rota, porque tenían matices en rojos tan vivos que
no encajaban en aquella paleta de grises, verdosos y pardos
Los metí en la caja y la dejé en la misma bolsa de plástico
arrugada, dispuesto a tirar el estúpido rompecabezas junto con el resto de
basura. Llené unas cuantas bolsas más con los desperdicios diseminados por
toda la habitación y bajé cargado con ellas; pero cuando iba a tirarlas en
el contenedor recordé que no había pagado la pintura al relojero. No tenía
nada mejor que hacer y la tienda estaba de camino al supermercado
donde pensaba ir a comprar algo de comida, así que no me supondría ningún
trastorno devolvérsela. Me sorprendí a mí mismo haciendo algo tan estúpido,
pero poco después estaba entrando de nuevo en el establecimiento con la
bolsa colgando de mi mano.
El hombre seguía sentado detrás de la mesa, donde todavía
quedaban sin armar bastantes piezas, y me saludó sin levantar la vista de su
trabajo. Debió creer que había arreglado el lienzo, porque me preguntó:
-¿Qué tal ha quedado?
-No tiene arreglo –respondí- Faltan trozos y hay restos de
tela que no son de esta obra.
-¿Está
seguro de haber colocado todo en el sitio que le corresponde?
-Claro que estoy seguro. Se trata de un paisaje de jardín,
bastante anodino.
El hombre
levantó la vista sobre las gafas por un momento y volvió a fijarla en
su trabajo.
-A veces
las cosas no son como nos parecen. Vemos lo que creemos querer ver
sin prestar atención, y no nos damos cuenta de que la imagen que recibimos
es muy distinta de la real. ¿No le ha pasado eso nunca?
Ya me estaba sacando tanto de quicio que me daban ganas de
tirar la bolsa sobre la mesa y desparramar todas las ruedecillas.
-Ya le he dicho que no se puede arreglar, y aunque se pudiera
no creo que me guste este estilo de pintura.
-Tírelo entonces. Se lo di por si merecía la pena ya que la
firma es de un autor con futuro, aunque he oído decir que últimamente se ha
negado a pintar. ¡Lástima que alguien con ese potencial desperdicie su vida!
El hombre calló, esperando algún comentario por mi parte; y en
vista de mi silencio continuó insistiendo en que reparase el lienzo.
-Yo de usted no me desharía del cuadro. Puede que si cambia
algo consiga encajar las piezas que le faltan, y hasta es posible que no le
parezca tan… ¿cómo dijo? …tan anodino.
No
aguanté más y salí de allí sin despedirme. El estómago volvía a recordarme
que era humano y caminé hasta el supermercado a comprar comida; latas de
cerveza y un par de botellas de vino. Volví a mi casa y dejé las bolsas en
el suelo, escaso espacio libre en la cocina que seguía llena de platos
sucios. Saqué un paquete de fiambre rosáceo y lo puse entre dos rebanadas de
pan de molde, abrí una botella de vino y me senté a comer delante del
televisor. La bandeja de la noche anterior seguía en la mesa y después de la
exigua cena y media botella de vino me dormí intentando recordar donde había
tirado la caja con el maldito cuadro.
Debí de pasar allí varias horas porque me desperté entumecido.
Me dolía la cabeza, probablemente por el exceso de vino, y tenía tanta sed
que me hubiera bebido un pantano con tal de aliviar la resaca. Otra vez la
casa estaba en penumbra y tomé conciencia de que anochecía cuando, al entrar
en la cocina, tropecé con las bolsas de compra que aún estaban en el suelo.
Había pasado un día más sin salir del pozo sin fondo en el que había caído.
Mascullé una maldición culpando a los demás de mi desgracia.
Estaba convencido de que me habían obligado a ser como ellos querían que
fuese, reprimiendo mis propios deseos a cambio de nada; o mejor dicho, a
cambio de frustraciones, una tras otra. Mi vida estaba llena
de insatisfacción por complacer a todos, de éxito ajeno con mis logros
personales y profesionales. Nadie podía sospechar entonces que vivía entre
disimulos y mentiras mientras mis padres presumían de hijo modélico, mis
amigos me consideraban un buen tipo y mis compañeros de trabajo un
triunfador.
Sumido en estos pensamientos fui sacando la comida de los
paquetes. Envases de fiambres cerrados al vacío; latas de conserva… La bolsa
de pan, abierta la noche anterior se había volcado y presentaba ya el
aspecto de alimento caducado. La vacié para deshacerme de los trozos resecos
que cayeron al suelo, sobre la dichosa bolsa que contenía la caja del
cuadro.
-¡Mira que es impertinente el relojero! –Pensé- Se ha empeñado en que me
quede con el cuadro y lo arregle.
No sé por qué lo hice, y me lo he preguntado muchas veces,
pero acabé volviendo a sacar los trozos de tela rajada y colocándolos en la
misma bandeja donde ya lo había hecho. Traté de recordar inútilmente donde
encajaba cada pedazo y, uno por uno, volvieron a formar un paisaje. A medida
que los hacía coincidir no daba crédito a lo que estaba viendo.
No era una pintura surrealista sino más bien lo contrario. Era
de un realismo estremecedor y en nada recordaba el insulso jardín casi
monocromo que había imaginado. Lo que en realidad había pintado en el lienzo
era un mar embravecido, agitado por una tormenta terrible que parecía querer
pulverizar las olas. Estas se levantaban entre crestas de espuma, como si
intentaran defender su territorio.
No fui consciente del tiempo hasta que el sol, entrando por la
ventana, me deslumbró mientras seguía intentando encajar perfectamente cada
trozo de tela. Había conseguido captar tanto mi atención que estaba
dispuesto a mandarlo reparar y pagar lo que me pidieran por aquel cuadro.
Tan extraordinario era que no veía momento de abandonar y no podía
explicarme como el autor habría destruido algo tan lleno de fuerza y de
vida.
La pintura estaba casi completa y yo no podía creerlo.
Quedaban sin rellenar dos huecos, uno a cada lado del paisaje, y era
evidente que se trataba de los dos trozos con las pinceladas rojizas, que no
encajaron en el anterior. Cuando las coloqué en los espacios que
quedaban vacíos descubrí que eran la clave de la obra.
Por fin había terminado y pude comprobar que, en efecto, era
una tormenta sobre el mar. Las pinceladas rojizas representaban el último
rayo de sol, ahogándose sin remedio, engullido por los nubarrones negros que
antes había interpretado como alcorques de cemento. Los pardos, violetas y
verdosos, que me parecieron flores y hojas sin vida, eran en realidad olas
gigantescas con destellos violetas que, atraídas por la fuerza de la
tormenta, luchaban entre ellas por apagar la última llamarada de luz. En
el extremo opuesto del cuadro, unas pinceladas de rabioso púrpura
representaban un débil reflejo de sol enrojecido, antes de que la oscuridad
total se hiciera en el paisaje.
Me gustó. El hombre de la tienda tenía razón y el cuadro
merecía la pena. Lo llevaría a enmarcar y lo colgaría en mi casa, y repasé
mentalmente dónde quedaría mejor. Por primera vez en mucho tiempo me sentí
capaz de seguir adelante. Me apetecía hacer algo más que vegetar; cualquier
cosa, aunque sólo fueran adecentar mi apartamento y hasta puede que mandara
pintar las paredes de un color más luminoso.
Comí algo, esta vez sin acompañarlo de vino, mientras ideaba la
manera de transportar la bandeja con el cuadro sin que se descolocaran los
pedazos. Busqué periódicos viejos, los había de varios meses, envolví
cuidadosamente la bandeja y até repetidas veces el paquete hasta que me
pareció lo bastante seguro, lo puse dentro de la bolsa de plástico arrugada
y regresé a la tienda de cachivaches. Estaba tan excitado que ni siquiera
saludé al entrar.
-¿Cree que podrá reparar el cuadro? –pregunté.
-¿Qué cuadro? –El hombre de la mesa llena de ruedecillas me
miró como si fuera la primera vez que me veía-. ¡Ah, es usted! ¿Qué quiere?
-Quiero que restaure el cuadro que me vendió.
-No se lo vendí; no recuerdo que me lo pagara.
-Me dijo que si me gustaba se lo pagara. Pues bien, me gusta;
aunque creo que nadie puede reparar un destrozo así.
-Veamos, –respondió- antes de comprometerme tengo que ver de
qué se trata para decirle el precio del trabajo.
-No se preocupe por el precio, -le dije- se lo pagaré sin
regatear.
Extraje con cuidado la bandeja del burujo de periódicos y cinta
adhesiva con que la había embalado y se la mostré. El hombre observó un
momento, ladeando la cabeza a uno y otro lado.
-No parece un jardín anodino.
-Lo reconstruí, como usted me sugirió.
-¿Y le gusta el resultado?
-Sí que me gusta. Pienso colgarlo en alguna pared de mi casa.
-¿Ya ha elegido su sitio?
-Da igual. Todas están vacías y no será difícil encontrar
donde ponerlo.
El relojero se levantó y salió de detrás de la mesa, cogió la
bandeja y se fue con ella hacia el mostrador con actitud tan displicente que
temí que se desencajaran todos los trozos del cuadro.
-Tenga cuidado –le advertí- no vaya a desencajarlo otra vez.
-No se preocupe, –dijo sonriendo-, tengo mucha práctica en
restaurar destrozos como este, incluso algunos peores. Mire, -señaló- hay
dos trozos descolocados; son estos rojos, los pondré en su sitio.
Los alisó y giró hasta que encajaron de nuevo en su lugar.
-Vea, ya están donde les corresponde.
Me acerqué para comprobar si todo estaba en orden y lo que vi
me puso de punta todo el vello del cuerpo. El hombre notó mi expresión de
incredulidad.
-¿Qué le pasa? –Preguntó- A mí me parece que lo ha hecho muy
bien. Debe de haberse esforzado mucho para conseguirlo, pero el resultado
merecía la pena. ¿No cree?
El cuadro que tenía delante era distinto. Aquel hombre había
colocado las piezas al revés, cada una en el lugar opuesto al que yo había
elegido, y a pesar de ello seguían encajando a la perfección en los huecos.
Donde antes veía el último reflejo del sol, a punto de
ahogarse, ahora se advertían los primeros rayos de un amanecer radiante. Las
olas encrespadas, que antes parecían querer tragarse la luz, avanzaban
gallardas expulsando a la tormenta, que se alejaba vencida, dejando ya un
resquicio en el cielo, donde se reflejaba la luz de un día prometedor.
Salí de allí sin poder decir una palabra, pero, una vez en
la calle, volví sobre mis pasos y entré de nuevo en la almoneda.
El hombre había vuelto a enfrascarse en su trabajo. Ya no
quedaban ruedecillas sobre la mesa y le encontré colocando las manecillas al
reloj. Arqueó las cejas sobre las gafas al verme allí otra vez.
-¿Olvidó algo? –Preguntó
-Si, -respondí- darle las gracias.
-No hay por qué; es mi trabajo. Venga mañana a recogerlo.
Me parecía imposible que lo acabara en tan poco tiempo pero
volví a la mañana siguiente. No vi al relojero y un hombre joven que estaba
tras el mostrador me saludó con amabilidad.
-Buenos
días. Vengo a buscar un cuadro. Había que reparar el lienzo y poner un
marco.
-¿Tiene el resguardo, señor?
-No. Había un hombre sentado en esa mesa. –Estaba vacía-. Me
dijo que podría venir a recogerlo hoy.
-Ya sé. Lo dejó preparado antes de marcharse y dijo que un
caballero vendría a retirarlo.
Me mostró
el cuadro. Lo había reparado tan bien que no fui capaz de descubrir las
uniones del lienzo roto. El enmarcado también era perfecto.
-¿Cuánto le debo?
- Por detrás hay una nota de ”pagado".
- Debe de ser un error. Yo no lo pagué.
-No lo creo. –Respondió- Tal vez lo dejara pagado la persona
que hizo el encargo.
No supe que contestar, así que pregunté por el hombre que me
había atendido.
-Se fue anoche –me dijo-. En realidad no trabaja para mí. Viene
de vez en cuando y se sienta en esa mesa. Arregla cualquier cosa por muy
deteriorada que esté. Es el mejor restaurador que he visto en mi vida.
-Entonces… ¿No es empleado suyo?
-No. Nunca aceptó que le pagara, así que llegamos a un acuerdo
y él cobra personalmente los arreglos que hace para algunos clientes; y le
aseguro que es un precio simbólico comparado con la calidad que ofrece. A
cambio de trabajar aquí se hace cargo del negocio cada vez que tengo que
ausentarme.
-¿Dónde está ahora?
-No sé. Anoche se despidió de mí. Dijo que había terminado
todos los encargos y me dejó ese reloj para que lo pusiera a la venta, –Le
mostró el reloj que había visto componer al hombre- pero sigue sin
funcionar. No creo que le interese a nadie.
-Yo lo compraré. ¿Cuánto cuesta?
-No sé qué decirle; ni siquiera es una pieza antigua, así que
deme lo que le parezca.
Dejé un billete en el mostrador, mientras el dueño de la tiende
descolgaba el reloj de la pared y lo empaquetaba.
-Si vuelve por aquí dígale que yo he comprado el reloj.
-Nunca sé cuándo va a regresar. Habla poco y la mayor parte de
las veces no entiendo lo que quiere decir. Ayer, sin ir más lejos, me dio
una disertación sobre el equilibrio. A veces creo que está un poco chalado.
-Se equivoca. –Le aseguré- Ese hombre sabe muy bien lo que
dice.
Aquel día comprendí que mi cobardía era la única responsable de
mi desdicha, y que yo era el único que podía acabar con tan lamentable
situación. Lo que tenía que hacer era aceptar el reto y enfrentarlo con
decisión para ver con claridad lo que la vida me estaba poniendo delante de
los ojos.
Llevé a la práctica los planes hechos hasta convertir mi
apartamento en la vivienda acogedora que siempre había sido. Me compré ropa
nueva y retomé el contacto con mis compañeros de trabajo. Antes de terminar
las obras de remodelación en mi casa me incorporé otra vez a mi puesto y no
tardé en volver a saborear el gusto del éxito profesional.
Cuando todo estaba acabado colgué el misterioso cuadro frente a la ventana,
donde mejor recibía la luz, y a su lado, el reloj de pared.
El año estaba a punto de acabar y me pareció que el comienzo de
uno nuevo era el mejor momento para hacer lo que tenía pensado. Mi total
recuperación y la nueva decoración del apartamento me sirvieron de pretexto
para organizar una gran fiesta y despedir el año en mi casa. Invité a las
personas que me importaban y acudieron todos, la mayoría sólo porque me
aprecian y algunos también por conocer los cambios que les había anunciado.
Desde entonces los reúno cada año en una gran fiesta de Nochevieja y nos
reímos recordando aquella que ninguno olvidaremos fácilmente.
Ese año llegó por fin la normalidad a mi vida, porque cuando el
reloj de pared dio las campanadas que anunciaban el comienzo del nuevo año,
levanté mi copa, les agradecí su presencia, les felicité y, tras unos
segundos de suspense, les dije tranquilamente que soy homosexual.
IPARAY
Pilar Arteaga Yáñez, Pinto (Madrid),
2-4-2008
La Caja
Ana no se sentía segura de lo que estaba a punto de hacer. Era la vista
desde donde se hallaba un océano infinito de olas remotas, como sus
recuerdos; era la altura sobre la que se apoyaba vertiginosa.
Como su inseguridad, como el precipicio de sus indecisiones. La brisa
soplaba a su espalda, sibilante, de fresco sabor a mar, al salitre húmedo de
la costa abierta a base de frenéticas pinceladas... La brisa ondulaba sus
ropas, enredaba su cabello. Ana no lograba centrarse en lo que deseaba
hacer.
- Adelante, no seas estúpida.
Su voz fue la expresión de la duda en su pensamiento. Sin embargo había
llegado hasta aquel acantilado, a pesar de esa duda perenne, apoyaba los
pies desnudos sobre la negra roca, notaba sus afiladas aristas, recortadas
contra el vacío que tanto la llamaba.
Entre las manos trémulas, la caja. Ni demasiado grande, ni demasiado
pequeña.
- Si lo hago, ya no habrá vuelta atrás -reflexionó en voz alta-. Si lo hago,
puede que no me libre de ella.
La brisa se tornó viento. Sacudió su cuerpo hacia delante, hacia el
peligroso abismo abierto al mar. Pero Ana no se movió de donde estaba. Se
apartó los cabellos de la cara y miró aquella caja de metal, una pieza
perfecta de cúbica apariencia, sin cerrojo, sin tapa, sin rendijas. Su
superficie pulida, lisa y brillante, encerraba el secreto enigma del lado
sombrío del corazón. Debía arrojarla lejos, donde el océano la atrapara,
donde las olas la engulleran y con su eterno vaivén la hundieran en el fondo
olvidado y plácido de la durmiente arena.
Ana cerró los ojos un instante efímero; un suspiro en el tiempo acumulado de
miedo al vacío, a perder la identidad, e incluso el alma. La caja encerraba
el secreto de su vida, el negro pozo de la melancolía, el amargo sabor de
las desilusiones, la pérdida y el temor a la pérdida, la perfidia de sus
escondidos pensamientos, el rencor anclado en el corazón, la desidia del
pasado y el error aún no cometido... La caja encerraba lo peor de sí misma,
y la duda nacía de la desconfianza. Ana temía no librarse de aquel contenido
mezquino, por muy lejos que pudiera arrojarlo. En cierto modo no deseaba
desprenderse de esa parte de sí misma.
El cubo metálico centelleó a la luz del sol tardío.
- Tírala ya. Líbrate de las sombras, sólo así podrás volver a empezar.
El instante pasó. Ana levantó la caja sobre su cabeza, la agarró con fuerza,
tomó impulso y la lanzó describiendo un amplio y poderoso arco de arrojo no
premeditado. El cubo de metal giró y giró sobre sí mismo en un certero vuelo
hacia el horizonte. Ana lo vio ascender, destacarse contra el cielo
vespertino, relumbrar al sol en la cúspide de su ascenso, y finalmente caer
veloz como un meteoro... hasta zambullirse en el océano y desaparecer en la
distante marea.
Su mirada permaneció clavada en el punto donde la caja acababa de hundirse.
En esa mirada fría se reflejaba el desconcierto. Ana esperaba haber sentido
algo al deshacerse de ella, un desgarro del alma, arrepentimiento, el brote
de un nuevo secreto en el corazón que reemplazara al que acababa de arrojar.
La imaginó hundiéndose lentamente entre reflejos, burbujas... en su viaje a
la oscuridad del fondo marino, donde se posaría levantando algo de arena
plácida. En la quietud oceánica permanecería para siempre oculta.
- He lazando lejos mi secreto, pero esté donde esté sigue existiendo -
susurró vertiendo algunas lágrimas-. Si ha de formar parte de mi alma
mientras yo exista, entonces habré de aceptar que soy esto -se señaló a sí
misma- ...y también lo que guardé en su interior con tanto celo.
Ana estaba segura ahora de lo que había hecho. Era la vista desde donde
estaba un océano infinito de olas remotas, como su memoria; era la altura
sobre la que se apoyaba vertiginosa. Como su seguridad, como el precipicio
de sus decisiones. La brisa soplaba alrededor, impregnada de fresco sabor a
mar, al salitre húmedo de la costa abierta a base de frenéticas
pinceladas... La brisa onduló sus ropas, enredó su cabello. Ana sabía ahora
lo que deseaba ser.
Maite
Rodríguez Ochotorena,
Haro (La Rioja), 28-3-2008
Ella y el alcohol
Ella, de improviso se
sentó en la cama, y comenzó a balbucear, hablando vaya a saber uno con qué
invisible ser, y este hecho tomó de sorpresa al hombre que escribía en el
teclado de la computadora.
Se acercó, dejando inconclusa la frase, y comenzó a observar cómo ella
enhebraba incoherencias, como si fuera la conversación más normal del mundo,
y sin que diera muestra de notar su presencia, esa presencia del hombre, que
desde tanto tiempo atrás había sido el destinatario de esas palabras.
Permaneció
un rato inmóvil, como no queriendo ver esa realidad, y decidió suspender el
monólogo de la mujer, y con la voz más tranquila que logró dijo aquel...
¿necesitas algo?
Unos ojos
que desconocía lo miraron, y por respuesta obtuvo aquel...!con vos no se
puede hablar¡.., y el cuerpo delgado y pálido de la mujer se sumergió
nuevamente en la cama.
Aquel
hombre la miró un poco más, pensando por qué grieta de la piel había
escapado la cordura, y sintiendo que más palabras serían inútiles, salió de
la habitación y se sentó frente a la pantalla mirando al profundo pozo de
ese tubo iluminado; al rato la mano apagó los controles, y la oscuridad
invadió el cuarto casi como había invadido su vida. Lentamente encendió un
cigarrillo más, y sintió un vacío en el estómago, sintió que los años caían
con su pesada carga sobre sus hombros, poniendo así, de un golpe, sobre el
cuerpo cansado la edad justa,... esa edad que realmente tenía.
Víctor Iglesias
Gois, Buenos Aires - (Argentina) - Madrid - ( España),
28-3-2008
ESPADAS EN LA FRONTERA
de
Eugenio Fraile
"Durante los épicos y turbulentos años de la Reconquista medieval hispánica
en lucha contra el invasor musulmán, no sólo brilló con luz propia la mítica
figura de Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador. Hubo una serie de héroes
anónimos, hombres tenaces y valientes, que con el acero y el fuego
defendieron cada palmo de tierra que lograban recuperar de manos infieles.
Esta es la crónica de uno de aquellos guerreros y de lo que ocurrió cuando
Castilla era aún un condado dependiente de la soberanía de los reyes de
León, en la parte más oriental de sus territorios.
Al amparo de los escudos castellanos, familias enteras de colonos que
bajaban de las estribaciones de las montañas cántabras, gallegas y navarras,
con la azada en una mano y la espada en la otra, marchaban por la Meseta
Central hacia los fértiles valles reconquistados en el sur.
De trecho en trecho se alzaban poblados fortificados ganando tierras a las
extensas llanuras y bosques profundos recorridos por osos, lobos y abundante
caza.
Corre el año 943 y el conde castellano Fernán González, aprovechando las
luchas internas que dividen a los nobles leoneses, ha alzado a sus
caballeros y al pueblo por la independencia de Castilla contra la dominación
leonesa del rey Ramiro. Mientras los nobles de brillantes armaduras y los
rudos soldados chocan atacando y contraatacando en las ensangrentadas
llanuras cercanas a Burgos, los hombres de las marcas fronterizas luchan en
las umbrías espesuras y oquedades serranas conteniendo a las partidas de
beréberes que recorren la frontera en acciones de saqueo y pillaje,
protegiendo el camino hacia el valle del Ebro ..."
-
De la Crónica Histórica-
1.
Una Escaramuza Nocturna
Me detuve en el borde del claro del bosque. Acababa de abrirme paso por
entre unos densos matorrales y procuraba aguzar el oído para localizar
cualquier ruido inusual a mi alrededor. Reinaba una aparente quietud, sólo
rota en parte por el lejano y monocorde ulular de alguna lechuza oculta en
la floresta circundante. Más cercanos, podían escucharse los poderosos
gorjeos nocturnos de las chotacabras y los agudos silbidos de las vivitas.
Por encima de mi cabeza los húmedos bejucos formaban un techo espeso, y más
arriba aún, las tupidas ramas de los añosos robles, olmos y abetos, se
entrelazaban en un abrazo más cerrado.
No se alcanzaba a ver una sola estrella a través de la bóveda de hojas que
una débil brisa agitaba mansamente. Unas nubes bajas parecían apretarse
contra las mismas copas de los árboles y entre los escasos claros del cielo
nocturno, de vez en cuando, acertaba a asomarse lúgubremente el desvaído
halo luminoso de una rojiza luna. Aquellas circunstancias eran ideales para
mí, ya que la oscuridad me beneficiaba en mi labor de exploración por la
línea fronteriza, recorrida día y noche por grupos de jinetes beréberes
ávidos de sangre y botín fácil.
Así pues, avancé rodeado por el manto de la noche, tanteando cuidadosamente
el aguzado filo de mi ligera hacha de doble hoja sujeta al cinturón de mi
arnés por una fuerte tira trenzada de cuero curtido y notando en mi espalda,
a cada paso que daba los reconfortantes golpecitos de mi arco de haya con la
funda de piel a su lado repleta de flechas.
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Eugenio Fraile, 28-3-2008
Ilustración: Juan Arocas
MISIVA AL MAR
Hoy he vuelto a ver el mar.
Tan cerca como
estamos y tan lejos que nos quedamos, tres meses pasados de largo.
He llegado
hasta ti con recelo, temiendo tu desprecio, como el enfado del amante
rechazado con el que te cruzas tras cierto tiempo.
Temía no ser
bien recibida, que me vedaras tu aroma, que me privaras de tu aliento, que
tus olas me negaran el saludo, que la arena escupiera mis piernas y que me
regañaran las gaviotas.
¿Cómo no te
conozco todavía? Si tanto te amo, debiera saberlo. Que me estabas
esperando, que llorabas mi ausencia tanto como yo, que tus ansias se han
saciado en el mismo instante en que me acercaba.
Yo lo he
sentido, he sentido que me esperabas, me has envuelto en tu abrazo de sal y
no me querías soltar. Las olas en la orilla besaban mis pies y me hacías
cosquillas, me hundía en la arena y tus brazos me salvaban y me mojabas
entera.
Ay, mar mío,
mar infinito, inmenso, todo mío. Me posees y te poseo, eres como el amante
que cuando menos se goza más se desea, y cuando estoy siempre contigo, más
se enardece mi anhelo por ti. Nunca me cansas ni me aburres, contigo me
divierto y río, contigo me siento libre, eres mi dueño pero no me aprietas
ni reclamas ni te encelas, me respetas, me acaricias, me haces tuya con tus
besos y yo te cuido, te mantengo limpio, te defiendo de extraños.
Yo sentada en
tu orilla te has parado a charlar conmigo y hemos recordado los días de
verano, cuando madrugaba para verte amanecer, cuando permitías que el sol
saliera de tu vientre para acariciarnos, cuando la multitud te invadía y tu
paciencia todo soportaba, cuando la tarde te apaciguaba y dormías la siesta,
junto a mí, boca abajo en la arena, las noches que escapaba de mi cama para
que me enseñaras la luna, dorada de sol, que formaba la senda de plata en tu
regazo.
¿Recuerdas cómo me llamabas? Tu leve brisa, tu olor, todo me incitaba, pero
¡ahí no ganabas! nunca lo has conseguido. Sumergirme en tus tinieblas ¡qué
miedo! ¿Qué dices? ¿Que este verano será? Ay, querido mar, qué risa me das.
No lo creo, lo sabes, temo tu salobre oscuridad. Pero, tranquilo, nunca te
fallaré, aquí volveré a estar.
Me despido, mar
querido, me das vida nueva, espíritu de sal, aroma de viento libre, refugio
de esmeralda y turquesa, sin fondo y en paz. Vélame los sueños, dame tu
espuma por almohada y por sábana tu arena. Quédate con mi desesperanza y
entiérrala en tu abismo para que nunca vuelva a golpearme. Y vísteme con
algas, que tengo frío, que el sol se ha ido y te has puesto frío, mar
querido, hasta pronto, muy prontito.
María Teresa López Pastor, Crevillent (Alicante),
26-3-2008
FLOR
Flor siente una predilección nerviosa por tardes como ésta, en la que el
cielo se avergüenza de colores cargados de agua: morados, añiles,
azules…Flor no se despega de la ventana, con la tacita de tila que se le va
enfriando en las manitas, pálidas. Con los ojos vedados, mira más allá del
crepúsculo y no atiende a nada ni a nadie.
Tiempo atrás, Flor hizo construir en lo más alto de la colina una linda
casita rodeada de rosales y sauces y cuyo tejado dispuso fuera rematado por
una buhardilla por entero acristalada. En tardes como ésta, abrumadas de
lluvia, Flor ascendía a esa habitación y sólo allí la encontraban sus
escasas amistades. Ella les preparaba toda suerte de infusiones y, mientras
los cocimientos se entibiaban, ella miraba a la carretera retorcerse una y
otra vez hasta ciento y a los automóviles ascender o descender el audaz
puerto de montaña; los frenazos se amplificaban en el eco de las barrancas.
Entonces Flor, con un hilillo temblón de voz, refería cómo en una tarde como
aquella, o como ésta, de viento, agua y frío, su enamorado, su compañero, su
esposo, sin duda en la impaciencia de abrazarla a la vuelta al hogar, había
perdido el control de su automóvil en la última curva. A resultas de tan
terrible accidente, habían muerto los dos, sí, ¡ay!, también el principito,
el hijo adorado. Flor, con un último suspiro, dejaba que la lagrimita
bailara en suaves meandros en una mejilla, mientras las visitas, azoradas,
se miraban unas a otras, oponiendo algún carraspeo, alguna excusa para
despedirse tan pronto…
La madre de Flor, que a la estrafalaria idea de construir la casita tan sólo
se había encogido de hombros murmurando: “le servirá para vestir santos”,
reaccionó a la manera enérgica, común a la familia, a la novedad del
accidente. Así, hizo vender precipitadamente la casita y varios médicos
traídos de lejos certificaron rápidamente el mal de Flor, que fue internada
en una clínica especializada, ¡qué iba a hacer en la hacienda, sino
estorbar!. Flor se dejó hacer, con la sonrisita en los labios descoloridos y
el repicar nervioso de un dedo en la cadera.
Esta tarde, la enfermera le trae una tila, que ella agradece con sus ojillos
aún asustados. Luego, a pasitos de muñeca, pega su rostro a la cristalera y
arrastra las palabras. Los otros locos cesan de chillar, de patalear, de
mugir, para, de pie, sentados o tirados en el suelo, en torno a Flor,
escuchar, con rara emoción, su historia. Y la ven llorar, como la llovizna,
sin el menor ruido.
LA CONDENA
El coronel ha recibido el
honroso encargo de revisar las condenas de los implicados en la conjura
contra el mando supremo de la patria. Todas las condenas son de Alta
Traición. El coronel cree firmemente que no cabe clemencia contra la grave
falta de esos perros. No está dispuesto a dudar. Se cuadra ante la mesa de
su despacho y mira, agradeciendo infinitamente la confianza, a los ojos del
Glorioso Generalísimo en el retrato. Se acomoda en el asiento de piel y
selecciona una vistosa pluma estilográfica. Toma el sobre oficial y lo
desgarra, extrayendo la cuartilla. Acerca el tintero rojo y rubrica con
decisión la firma que ajusticia a los condenados. Pero en un descuido, una
negligencia casi, ojea la lista. Y el primer nombre es el suyo propio.
EL TAHÚR
Enarca las cejas, tose con arrogancia, boquea el humo de su puro, toma más
aire malsano, bebe de su anís. Al fin, altivo, lanza con seguridad las
cartas, boca arriba, contra el tapete. Pero enfrente, ellos muestran las
suyas. No había farol. Escalera, póquer… El tahúr sonríe, se levanta, se
mesa la barba, silba despreocupado. A grandes zancadas recorre la sala.
Parece meditar.
Mientras, recibo una carta. Desgarro con manos torponas el sobre, es un
aviso de embargo. Desesperado, lo arrugo y lo arrojo a la papelera,
maldiciendo al cielo. Tembloroso aún, recupero el papel, lo estiro... Sí,
sí, es cierto, tengo la posibilidad de presentar un recurso. Una
esperanza...
El tahúr lo observa todo con supuesta indiferencia, allá en las alturas.
Siempre seguro de sí mismo, enumera en voz tronante sus bienes y se enciende
otro habano. Se sirve más anís, pide cartas. Vuelve a enarcar las cejas y
enseña los dientes, cariados y amarillentos. Sin duda, ésta que viene es la
buena, le han subido inmejorables naipes. Dobla la apuesta.
Ya casi ha acabado conmigo.
Jesús Rodríguez Silva, Alicante, 19-3-2008
La enfermera de Morfeo
Lo último que recuerdo con meridiana nitidez, es la brusca entrada al
quirófano. Puerta número seis. La camilla golpeando las puertas abatibles,
los batas verdes esperando junto a las bandejas de material quirúrgico... y
la mesa de operaciones, de cuero negro y acero inoxidable, fulgente bajo los
focos ya encendidos. Frente a mí, dos enfermeras con el pelo y rostro
cubiertos con gorro y mascarilla. Y un gotero en la cabecera. Después, la
oscuridad y el silencio absoluto. En ese punto debí de perder toda noción
del tiempo y el espacio.
Despierto en
una habitación de planta, completamente solo, y algo aturdido. Siento que
poco a poco voy recuperando el tacto en los dedos de mis manos, de mis
pies... y percibiendo la angustia en mi garganta, que asciende en bocanadas
aleatorias desde el estómago, debido a la anestesia, que antes o después y
de una manera u otra expulsará mi cuerpo.
El tiempo
transcurre muy despacio, y no viene nadie a verme. Quizá aún es demasiado
pronto para las visitas.
No consigo
recordar por qué estoy aquí. ¿Será por las muelas del juicio? me pregunto,
convencido de acertar. No hay problema, ya iré acordándome poco a poco
conforme avance el día. Suspiro y trato de relajarme.
De repente,
la puerta se abre. Aparece una enfermera joven, yo diría que incluso
atractiva, pero mi visión aún no es del todo buena y no logro definir muy
bien los rasgos de su cara y el contorno de su cuerpo. Trae una pequeña
jeringuilla en una bandeja plateada, junto a lo que parece un rollo de
algodón, una cápsula de cristal y una botellita con un líquido transparente,
que dudo sea ginebra. No me gustan nada las agujas, pero aún me siento débil
para afrontar un pinchazo, así que me hago el dormido. Cierro los ojos y
sosiego mi rostro... Por suerte, ella no se ha percatado de que estaba
despierto.
Vete, por favor, vuelve más tarde, le apremio con el pensamiento. Pero, con
ella, mi telepatía no sirve de nada.
Se acerca a
mí, al llegar a la cama se inclina ligeramente, me toma una mano y calcula
el pulso. Luego sujeta firme mi barbilla y desplaza a izquierda y derecha mi
cara. Finjo ser un peso muerto, me dejo llevar. Acto seguido debe mirar el
reloj de su muñeca, pues ladea el rostro y dice para sí: "A este todavía le
quedan unos minutos". Entonces deposita la bandeja sobre la mesilla, se
acerca a la ventana, situada sobre la cama, apaga la luz desactivando el
interruptor que cuelga del cabezal y levanta unos centímetros la persiana,
lo justo para que entre un ligero haz de luz. Aprovecho ese furtivo instante
en que me da la espalda para entornar la mirada, que dirijo hacia sus
nalgas, firmes y altas bajo el redondeado contorno de su bata blanca
impoluta, ajustada en su cintura y sus hombros. La sombra de sus pechos,
casi inamovibles pese al movimiento de su cuerpo, cubre mi rostro eclipsando
el tibio sol naranja del atardecer. A esa distancia puedo oler su piel,
amalgama de sudor y perfume caro, que recibo en sutiles efluvios. No puedo
evitar una embriagadora sensación de placer, seguida de un pequeño calambre
en mi espalda que despierta el resto de mi cuerpo.
Ahora sí, me
siento mucho mejor. Incluso veo con algo más de claridad.
La enfermera recibe la luz en su rostro y suspira: "Qué calor...". Se
desabrocha un botón de la bata, dejando a descubierto unos centímetros de
piel rosada en la comisura de sus senos y el sencillo dibujo del encaje del
sujetador, rojo como la sangre, que asoma unos milímetros a ambos lados,
como una mariposa gigante posada sobre su pecho. Siento en ese instante cómo
fluye la sangre por todo mi cuerpo, cómo aumenta la temperatura, y empiezo a
tener una erección.
Avergonzado,
cierro rápidamente los ojos e intento controlar la excitación, sin
conseguirlo.
Comprobando que no hay peligro de que caiga la bandeja, la enfermera se
torna de nuevo hacia la puerta, dispuesta a salir de la habitación. Pero
entonces, da un paso hacia delante y se detiene bruscamente. Algo le ha
llamado la atención. La curiosidad y la vergüenza me matan, pero no debo
abrir los ojos o delataré mi miedo a las agujas, y algo más...
Siento que
se acerca a mí, ahora muy despacio, con cautela, y que se inclina hacia
delante.
"No puede ser..." oigo de sus labios. Al momento, una mano furtiva y tibia
roza mi cuello, agarra la sábana que cubre mi cuerpo y comienza a
descubrirlo con delicadeza hasta las rodillas. Se va a dar cuenta de que
estoy fingiendo, me digo, incapaz de mantener la cabeza fría: las dos.
Entorno de
nuevo la mirada. Veo su cara de perfil. Es morena, lleva el pelo recogido en
la nuca, en una pequeña coleta cubierta con un gorro de hospital. Y sí, es
una mujer muy atractiva; quizá no tanto como la había imaginado, pero
demasiado para mi débil estado. Tiene los ojos claros, de color miel con
reflejos dorados, la nariz pequeña y algo respingona, y la piel muy blanca.
Lo que a
continuación sucede, no me atrevo a relatarlo. Soy cobarde, lo admito, y
demasiado vergonzoso. Esa escena la guardo sólo para mí. Aún hoy la recuerdo
con todo detalle, y no puedo evitar excitarme de nuevo al evocarla con el
pensamiento.
Minutos después, el golpeteo de sus zancos de hospital se desvanece
sutilmente en la distancia del largo pasillo. Nadie creerá lo que ha
ocurrido, así que no lo contaré jamás, me dije. Pero mentí, pues ahora se lo
estoy contando a ustedes...
Abro los ojos de par en par. Verifico que, efectivamente, sudo como un
animal en celo. La sábana debe haber caído, pues no la siento encima.
Entonces miro entre mis piernas, para felicitarme por aquella extraña pero
fascinante suerte... y el horror se apodera de mí. ¡Grito, grito de dolor,
de ansiedad, de desesperación! ¡Mierda, mierda, mierda! ¿Pero qué pasa aquí?
¿Qué es esto? ¿Dónde están mis piernas? ¡No, no puede ser...! No es posible.
No puede...
Súbitamente,
recupero una parte importante de mi memoria: la que concierne a unos minutos
antes de entrar en el quirófano. La verdad más cruel y perversa se desnuda
ante mí, se muestra sádica, impúdica...
Cuando, horas después, los médicos me explicaron que era normal tener sueños
eróticos y la sensación de eyacular aunque ya no pudiera tener una erección,
al haber perdido toda sensibilidad de cintura para abajo, sentí de nuevo
aquella misma punzada en la nuca que experimenté en el instante en que aquel
médico del SAMU delgado, ojeroso y sin afeitar me quitó el casco. "¡Rápido,
un torniquete y cubridle las piernas que nos lo llevamos ya!" dijo a una
auxiliar joven de ojos claros y tez muy clara, morena, de pelo recogido en
una pequeña coleta, que atónita contemplaba las profundas heridas que casi
sesgaban mis piernas a la altura de los muslos, provocadas por el
"quitamiedos" de la carretera.
"Suminístrenle un calmante y llévenlo a quirófano. Pero al moverlo
tengan mucho cuidado con la columna, puede tener alguna vértebra
desplazada", comentó otro médico ya en la sala de espera de urgencias del
hospital.
No se
equivocaba. Más que diagnóstico, sus palabras eran una oscura premonición.
¡Claro que no había venido nadie a verme! Había sido todo tan rápido. Aún
estarían de camino. ¿Pero, por qué a mí? Me quedaban tantas cosas por hacer.
Y yo allí, o lo que quedaba de mí.
Me quedo con
la falaz sensación de haber despertado de la anestesia con un placentero
sueño, que durante unos minutos me apartó del dolor, de la decepción, del
arrepentimiento por una soberana estupidez en una curva muy cerrada; y de la
amarga voluntad de querer estar muerto y enterrado en lo más hondo de la
Tierra, cuando estoy vivo y apenas puedo abrir mis labios resecos para
respirar por una insípida cánula de silicona.
El sexo es algo mental, aseguraba impasible el psicólogo de guardia, sentado
a mi vera. ¿Acaso usted introduce su cerebro, cuando practica sexo con su
pareja? Le respondí, llevado por la ira y una buena dosis de desesperación.
Si hubiera podido mover los brazos, lo habría estrangulado.
Manuel Pérez Recio, Valencia, 13-2-2008
Fragmento
del relato
El ascensor
........
Sus manos,
amoratadas y cubiertas de llagas ambarinas, temblaban como una vela a punto
de apagarse. Percibí que estaba algo asustado, así que le dejé un poco más
de espacio, retirándome un paso atrás, para que no se sintiera agobiado por
mi presencia. Entonces, tornó unos centímetros su cabeza hacia mí, y su
mirada acuosa y gris, que partía del fondo de sus profundas cuencas
violáceas, rasgó mis ojos como una fría cuchilla de afeitar. Apenas
coincidimos unos segundos más en el ascensor, pero jamás olvidaré aquel olor
nauseabundo, a orín y vino agrio, que desprendían sus ropas y su aliento; ni
su cadavérico rostro, arrugado y seco como una pasa, que todavía hoy me hace
temblar en sueños. Y es que por un instante me vino a la memoria la imagen
de mi difunto abuelo en su lecho de muerte, pocos años atrás. Dirigí la
mirada hacia la puerta metálica del ascensor, rehuyendo aquella horrible
sensación. Pero instantes después, aguijoneado por una mezcla de inquietud y
curiosidad, no pude evitar volver a fijarme en él una vez más. Y al hacerlo
descubrí, bajo su nariz de cuervo plagada de pequeños cráteres de sudor y
sus estrechos labios blanquecinos, un oscuro hilillo de sangre que había
esparcido de forma involuntaria con una mano por una de sus pálidas
mejillas.
........
Manuel Pérez Recio, Valencia, 12-2-2008***
ALBATROS
Por distraerse, a veces, suelen los
marineros
dar caza a los albatros, grandes aves de
mar,
que siguen, indolentes compañeros de viaje,
al navío surcando los amargos abismos.
Charles Baudelaire
La corriente helada cruzaba
los árboles, mientras su cuerpo se deslizaba, boca abajo, entre las aguas.
Imponente, el viento soplaba en dirección al océano y mecía los pliegues de
su vestido. Las hojas de los avellanos, marchitas por la llegada del otoño,
la acompañaban hacia el abismo, velando sus sueños. A lo lejos, las
estrellas brillaban, perdidas en el infinito, con tranquila resignación.
Recuerda su rostro pálido, las flores muertas que flotaban alrededor de sus
miembros, sus párpados apagados, los colores que se arremolinaban en sus
brazos: negro, verde, púrpura, amarillo... Poco a poco, la joven pasó las
lomas achaparradas y descendió hacia la desembocadura del Támesis. Las
colinas perladas de estío le dieron la despedida y los primeros peces
comenzaron un voraz ceremonial atraídos por la sangre que escapaba de sus
heridas: surcos carmesíes que cruzaban sus muñecas de derecha a izquierda.
No podía tener más de dieciséis años, sus rasgos aún conservaban la
inocencia, la bondad que sólo los niños poseen. Recuerda sus cabellos
oscuros, su frente amplia y despejada, sus ojos verdes, sus labios abiertos
en un último grito que nadie escuchó. Lentamente, la lluvia cubrió la
tierra, ocultó el sonido de los albatros que recorrían los cielos en busca
de un nuevo amanecer y golpeó los charcos donde yacía sin posibilidad de
escapar. Su alma se pudriría entre los bajíos, las rosas que adornaban su
pelo desaparecerían y la salitre se alimentaría de sus restos. Y te
preguntas si algún día los marineros contarían historias sobre aquella
muchacha cuando encontraran su cadáver flotando sobre las olas. ¿Quién
recordaría su rostro cuando pasaran las décadas? Los barcos que navegaran
por océanos sin nombre no podrían dar marcha atrás, retroceder en el tiempo
y recobrar sus esperanzas destrozadas. Entonces, el amanecer cubrió el
horizonte, las nubes enrojecieron, la brisa marina lamió la punta de las
olas y su traje de novia se desvaneció para siempre en la espuma...
Alexis Brito Delgado, 10-2-2008
Fragmento del relato
ETERNIDAD
Los amantes
encuentran un hueco en su agenda y se citan en el hotel. Se ven, se abrazan,
lloran. Entre besos corren por la escalera y uno en brazos del otro entran
en la habitación. Está oscuro y ella dice, necesito verte, y el dice
sí. Encienden la lámpara y entre los crujidos de la cama susurran, se
lamentan por no haberse conocido cuando... o que sin los niños... sin el
otro... Mientras hablan una mano ansiosa va soltando unos clips y la cinta
de velcro, al rasgarse, revela el último pedazo de piel oculta.
El viento, en
la ventana, aúlla, agita las cortinas, llena la habitación de humedad. Una
polilla revolotea furiosa alrededor de la lámpara quemándose las alas. Los
cuerpos de los amantes proyectan sombras de acróbata en la pared. El tictac
del reloj que los une marca el ritmo.
Jadean. Entre
el sudor que resbala llega el momento y los amantes, gritando, imploran que
dure siempre, eternamente, ese instante. Se miran excitados, subyugados al
ver su propio reflejo en las pupilas del otro mientras sus cuerpos como
fuelles se encogen y se estiran. ¡Dios, la eternidad!
(Pero no es
Dios, sino el Diablo, que siempre ha tenido un pacto con los amantes, quien
los escucha y decide concederles su deseo. En el rostro quemado aparece una
sonrisa de dientes blancos cuando apunta hacia ellos su tridente).
.............................
José Ignacio Fernández Piñeiro, Madrid, 6-2-2008***
HUIR DE LAS CENIZAS
Durante el trayecto en coche
pensó, por un momento, que podrían salirse de
la carretera. Lo demás fue en Luis, aunque no
dejó de hablar con Richard. Luego, al entrar
en el vestíbulo, lo primero en que pensó fue
también en Luis, en la cara de Luis, en el
cabrón de Luis. Después se pasó una mano por
la frente y por el pelo y se alisó el
vestido. No miró directamente a Richard, pero
comprobó que el seguía el movimiento de sus
manos sobre su cuerpo por el rabillo del
ojo.
Se detuvo y
encendió la luz. Le pareció cruda, demasiado blanca. Nunca le había parecido
tan blanca incluso en las noches de espera. Encendió dos de las lámparas y
apagó la luz del techo. La semipenumbra la hizo sentirse un poco mejor.
Después se volvió hacia Richard.
- ¿Has visto
alguna vez las cenizas de un muerto?
- ¿El qué?
- Las cenizas
de un muerto.
Richard no
contestó. Por el mohín estuvo segura de que se lo había tomado como una
broma de mal gusto. Se dio la vuelta y caminó hacia la chimenea. Estaba
apagada. Era agosto y hacía calor. Tomó el atizador y removió los restos,
unos rescoldos renegridos que no había quitado desde el invierno. ¿Para qué?
Los estuvo moviendo durante un rato antes de volverse hacia Richard. Esperó
que la sensación de desagrado se hubiera disuelto antes de volver a mirarle,
un ligero malestar que le subía desde el estómago como un amago de náusea.
Sin embargo, Richard se parecía a Luis. Tocó suavemente, apenas con la yema
de los dedos, la urna de cristal sobre la repisa. Richard, con el impecable
traje gris y la camisa de rayas azules, verticales e impolutas; el pelo
negro, engominado. Debían ser más o menos de la misma estatura, delgado
también; fibroso, suponía, aunque el tejido del traje disimulara un poco las
formas. ¿De qué color eran sus ojos? Se volvió, demasiado bruscamente,
como si esperara encontrar un fantasma en lugar de Richard.
- ¿Quieres una
copa? ¿Un whisky? ¿Un coñac?
- Sí,
cualquier cosa.
Los ojos de
Richard eran marrones. No feos, simplemente de un marrón vulgar. No feos,
pero tampoco el verde claro de los ojos de Luis. Contrariamente a lo que
esperaba, eso la tranquilizó. Sintió cómo retrocedía la náusea hasta quedar
agazapada de nuevo en el estómago. Caminó hacia el mueble-bar y tomó dos
vasos. Los llenó de whisky hasta la mitad. Mientras se alzaba para coger los
hielos el espejo le devolvió su imagen. La sorprendió ver de nuevo su
cuerpo delgado, pero de formas sugerentes. Un rostro joven, de proporciones
regulares, en el que sólo la nariz, un poco ganchuda y un mentón demasiado
ancho añadían toques de irregularidad. Le sorprendió también, no sólo porque
después de dos años hubiera decidido acabar con la melena que le gustaba a
Luis, sino porque en aquellos dos años su imagen física no parecía haber
cambiado en absoluto. Su físico no había cambiado, pero ella sí, y seguía
viviendo. ¿Por qué no iba a hacer lo que le diera la gana?
- Vamos a
brindar, Richard.
Richard estaba
ahora frente a ella. Miraba alternativamente su copa y sus tetas.
- ¿Por quién?
- Podíamos
brindar por nosotros - dijo - pero por el momento preferiría brindar por mí.
Golpeó la copa
de Richard. El tintineo la irritó. Richard continuaba mirando sus tetas. Los
dedos que sujetaban la copa eran finos y, sin embargo, le parecieron
torpes, como si no fueran en realidad sus dedos. Siempre había pensado que
los dedos finos eran sinónimo de habilidad. Tal vez porque los dedos de Luis
también eran finos. En el borde de su copa había quedado la marca del
carmín, una marca ancha y roja, como una gota de sangre.
- ¿Te gustan
mis tetas, verdad Richard?
Richard dio un
paso atrás, pero ella se echó a reír.
- Lo siento,
sí...
- No te hagas
el idiota, Richard -dijo- Sabes perfectamente por qué estamos aquí.
Después cogió
la mano de Richard y la puso sobre su pecho.
- No son ni
muy grandes ni muy pequeñas. ¿Verdad?
Luis siempre
decía que eran perfectos, ni muy grandes ni muy pequeños.
- ¿Te gustan,
verdad?
No supo si la
torpeza de Richard era por sus dedos o simplemente por la sorpresa, una
especie de pudor que no le había parecido que tuviera. No, desde luego, en
el bar, cuando la había invitado a una copa, ni después, durante el trayecto
de coche, cuando había recurrido a todos los tópicos para hacerla sonreír.
Ella había sonreído, a pesar de todo.
- Vamos a
brindar otra vez -dijo.
- ¿Esta vez
por quién?
En cierto modo
era tan fácil... Luis debía de saberlo bien; tan fácil. Ahora era ella la
que decía cómo.
- Por
nosotros, si tu quieres.
Brindaron. Las
copas volvieron a hacer un sonido desagradable. Después dejó la suya sobre
la mesa y tomó a Richard de la cintura. Notó el cuerpo ; no tan duro como
hubiera esperado, la grasa comenzando a acumularse en algunos sitios. Desde
el cuello le llegó el olor acre, la mezcla de colonia y sudor. Lo besó. Lo
besó en el cuello, cerca del mentón. Sintió en los labios la aspereza de la
barba que comenzaba a crecer. Una aspereza como un recuerdo, la misma
aspereza de la barba creciente y de las noches de espera.
Él trató de
tomarla también por la cintura, pero no le dejó. Le apartó las manos y fue
hacia el sofá. Se sentó. Sentía calor, a pesar del vestido tan corto que
apenas le cubría los muslos. Las piernas se pegaban al sofá, húmedas. Una de
las lámparas parpadeó un instante. Richard la estaba mirando, inmóvil en
medio del salón. Descorrió las piernas y dejó que Richard hiciera un rápido
barrido.
- ¿Hace calor,
verdad? - dijo- ¿Por qué no abres la ventana y te sientas a mi lado?
Richard
continuaba mirándola. Después, sin decir nada, se dirigió a la terraza y
abrió la puerta. Esperaba que entrara algo corriente, aire fresco, pero no
ocurrió nada. Tal vez afuera hiciera aún más calor, todo inmóvil. Notó que
el sudor comenzaba a acumularse en su frente, en sus sienes.
- ¿Por qué no
te quitas la chaqueta? - dijo - Hace calor.
Richard se
quitó la chaqueta y caminó hacia ella. Se sentó a su lado pero no intentó
abrazarla. Sacó un cigarrillo y lo encendió. Después tomó el vaso. Los
hielos se habían derretido y el whisky era ahora un líquido espeso de color
naranja. Después puso una mano sobre la de él y tocó el anillo; un anillo de
oro, simple, una alianza.
- ¿Estás
casado, Richard?
- ¿Eso
importa?
- ¿Te importa
a ti?
Tomó dos
sorbos del líquido naranja, acuoso. Richard giraba el anillo en su dedo.
- De todas
formas te lo iba a decir.
El líquido
salió de su boca junto con la risa. Se dio cuenta de que era un risa tonta,
un poco histérica, pero no trató de controlarla.
- No seas
mentiroso, Richard - dijo -, vosotros nunca decís nada. ¿Es rubia?
Pensó que no
iba a contestar, pero luego dijo que no, que era morena, muy guapa.
- ¿Y te
quiere?
Richard se
revolvió en el asiento. Tenía manchas de sudor bajo de los sobacos.
- Supongo que
sí.
Tomó otro
sorbo. En realidad Richard era un cerdo. En realidad todos eran unos cerdos.
Miró la copa y trató quitar la mancha de carmín. Solo consiguió que se
extendiera por el borde. El filtro del cigarro también tenía carmín. Sudaba.
Quizás se hubiera corrido algo del maquillaje. Sentía el cuerpo húmedo y se
le pegaba el vestido. La presión de las sienes se había convertido en un
ligero dolor. Richard se había desanudado la corbata y se había abierto la
camisa. Pudo ver una mata de pelo negro a través de la abertura, justo antes
de que Richard pusiera la manos de dedos delgados sobre su hombro.
- ¿Tienes
hijos, Richard?
Él quitó la
mano inmediatamente. Notó cómo se ponía rígido.
- Sí, una niña
- dijo - ¿Qué es esto? ¿Un interrogatorio?
- No te
enfades - dijo - Sólo quería saber algo más de ti. ¿Supongo que piensas en
ella?
Richard no
contestó.
- Claro que
piensas en ella - dijo -. ¿Sabes? Yo no tuve hijos. Luis no quería tener
hijos - notó ahora cómo el sudor de la frente se convertía en una gota que
lentamente recorría el camino hacia sus ojos. Si seguía sudando así se
quedaría sin maquillaje - Yo sí quería, pero el decía que era pronto, que
aún teníamos tiempo.
- ¿Tu marido?
- Sí. El muy
imbécil se mató en un accidente de coche. Tu también tendrás que volver en
coche después.
La actitud de
él cuando preguntó por su hija le hizo gracia. ¿Cómo podían ser tan cínicos?
Ofendido, casi tímido. Volvería a la casa y acariciaría a la niña, con
aquellos dedos finos y torpes, y después le daría un beso a su mujer,
mientras decía que una reunión, un bar o unos amigos... Quizá otro día,
cuando regresara bebido se mataría como Luis y en el coche encontrarían
también dos cuerpos, en lugar de uno, dos cuerpos en alguna posición
insólita. La gota de sudor resbaló por su mejilla y llegó hasta el cuello.
Giró el cuerpo y le echó las piernas encima. Después descorrió los
muslos y dejó que él llevara la vista allí. El dolor de cabeza era ahora más
fuerte y sintió que jamás podría despegar el vestido de su piel, del sofá,
de todo el asco que sentía.
- Quítate los
pantalones, Richard. Quiero verte desnudo.
- Preferiría
que me los quitaras tú.
- Ponte de pie
y quítate los pantalones. ¿Quieres acostarte conmigo o no?
Metió un dedo
por el ojal de su camisa. Tocó la mata de pelo que en aquel lugar tenía un
tacto suave, casi sedoso.
- No me digas
que te da vergüenza - lo dijo en un tono blando, casi seductor.
Después se
levantó y fue hacia el equipo.
- Está bien,
déjalo.
Apretó el
botón y sonó algo de los Dire Straits. Un disco que siempre le había gustado
a Luis. Se dio la vuelta. Richard se había incorporado. Ahora estaba sentado
con la espalda recta y las manos sobre las rodillas. Ella lo tomó de una
mano y lo llevó hacia el centro del salón. Él se dejó hacer. Mientras
bailaban se desabrocho los cierres y dejó caer el vestido. Richard bailaba
sin ritmo y también sudaba. Podía notar su espalda húmeda y los surcos
de la frente que estaban llenos de puntitos rojos y amarillos. El olor del
cuello era aún más agrio, más penetrante.. La mano de él comenzó a recorrer
su espalda. Lo dejó hacer hasta que notó que se posaba sobre el borde
de las bragas y trataba de bajárselas. Lo empujó.
- Quítate los
pantalones, Richard.
Esta vez
Richard no se opuso. Se desabrochó los pantalones deprisa y los dejó caer.
Observó un momento las piernas blancas, un poco delgadas. Después puso una
mano en la entrepierna, por encima del calzoncillo, y comenzó a restregar.
Escuchó el clic del frigorífico al ponerse en funcionamiento. La respiración
de él se hizo entrecortada, como una máquina de tren cuando toma velocidad.
Intentó besarla en los labios, pero lo esquivo.
- Ahora yo -
dijo.
Quería haber
dicho que ahora era ella la que decidía, pero no acabó la frase. La música
había dejado de sonar. Sólo podía escuchar la respiración de él y el
silencio; un silencio opresor que le recordaba a otros silencios.
Volvió a sentir de nuevo la náusea y el dolor de cabeza comenzaba a
convertirse en algo insoportable, un animal que le royera el cerebro por
dentro. Comenzaba a sentir que algo se rompería dentro de ella.
- Quiero verte
desnudo - dijo.
Se echó para
atrás y lo dejó solo en medio del salón.
- Quiero verte
desnudo ahora.
Richard estaba
ridículo con los calzoncillos largos, los zapatos y los calcetines. Ella
sentía ganas de vomitar, una bola ascendiendo por su estómago, una bola
caliente desde los intestinos hasta la garganta. Una bola que se le pegaba a
los dientes y a los labios, amarga. Cruzó los brazos sobre el vientre. El
cuerpo de Richard era más blanco aún de lo que había imaginado. Blanco y
rojo. ¿También se lo habría parecido a los que sacaron del coche el cuerpo
de Luis? Los policías sacando a Luis. A Luis y otro cuerpo, y pensó, cabrón,
mientras se tocaba el vientre desnudo, el vientre vacío. Cabrón, su vientre,
el suyo, y una niña de cabellos negros, una casa vacía, una mujer que
espera, y se tapó la boca para no vomitar. La bola estaba en su boca, casi
incontrolable y la cabeza le iba a estallar.
- Lárgate,
Richard.
Richard se
detuvo, con los calzoncillos en los tobillos, todo aquello colgando ahora
como un pez muerto.
- ¿Qué? ¿Qué
me largue? ¿Tu estás loca?
Richard se
subió los calzoncillos.
- Lárgate.
Quiero que te vayas. Eres un cabrón.
Luis era un
cabrón. Miró directamente a Richard a los ojos, los ojos marrones que no
eran como los de Luis. Richard no era Luis y a la vez era Luis, aunque no
tuviera los ojos claros y verdes. Y en aquellos ojos marrones comenzó a ver
la ira, ocupando todo el iris, ocupando las arrugas alrededor de los ojos,
la cara, extendiéndose hasta que todo el cuerpo estuvo tenso, rígido.
Después lo vio avanzar hacia ella, gritando, una mano levantada. Le escuchó
puta mientras notaba su cabeza ardiendo, su estómago ardiendo. Y fue
entonces cuando todo estalló. Las mentiras de Luis. Todo mentira. Demasiado
trabajo. Todo mentira. Te quiero. Todo mentira, y ahora no había futuro.
Allí. Ahora. No había futuro. Notó en la mano el metal. La cabeza ardiendo.
El atizador. La bola en el estómago. Lo tomó con las dos manos y golpeó, con
todas sus fuerzas. Escuchó el estallido, una resonancia de vidrios rotos, en
las sienes, en el estómago, vidrios rotos. Se le metieron en los ojos,
dentro, todo borroso, negro, todas las cenizas de Luis sobre su cuerpo, en
el suelo, flotando aún en el aire, lo que quedaba de Luis, como un recuerdo
que se aleja. Y mientras aún escuchaba el sonido de vidrios rotos sintió
cómo se vaciaba la cabeza, como si la cabeza, como la urna, hubiera estado
también llena de cenizas o de recuerdos.
Dejó caer el
atizador y por un instante también creyó que ella misma se iba a desplomar.
La sobresaltó el ruido de la puerta. Aún quedaba ropa de Richard un poco más
allá, la corbata y un calcetín. Se sentó en el sofá. Sonrió. Lo
primero que pensó fue en Richard corriendo desnudo por la calle; después en
una niña de pelo negro jugando en el vestíbulo. Se palpó el vientre. También
la bola había desaparecido.
José Ignacio Fernández Piñeiro, Madrid, 6-2-2008
Fragmento del relato
La tumba
https://www.amazon.es/TUMBA-NUNCA-LAS-CENIZAS-OLVIDO
..........
Ya Prudencio se había acostumbrado a mascar y tragar su decepción desde que
él mismo, su mujer, y la gente en general toda, dejaron de encontrar en los
niños parecidos físicos con todo el mundo emparentado para rebuscar, donde
era evidente que no existía, alguno con él. Por fin, el día en el que el
menor cumplía los cinco años, tanto Prudencio como el resto de los adultos
asistentes a la fiesta ya no necesitarían hacer más conjeturas sobre esos
parecidos a partir de que Lupe presentara, visiblemente azorada, a una
pareja que nadie parecía conocer: la formaban su jefe y esposa, que habían
acudido de improviso a la celebración.
Hacía años que Prudencio deseaba conocer aquel paradigma de la bondad
patronal, pero Lupe siempre lo había evitado de mil sencillas maneras. Así
que, al fin, pudo saludar al más humanitario de los jefes, al que accedía de
buen grado a todos los permisos que Lupe pedía, al que siempre concedió
cuantos aumentos de sueldo ella le solicitó, al que jamás la llamó al orden
por sus constantes retrasos, y, por su fisonomía de acusados rasgos, al
padre de sus hijos.
Prudencio, desde aquel momento, y de súbito, alteró su hábito y comenzó a
mascar y a tragarse su orgullo. Se juró no hablar con nadie de lo que era
evidente, de aquella indiscutible realidad que había dejado, por la
brusquedad de su aparición, su mente por un instante en la oscuridad; ni
siquiera una palabra al respecto cruzaría con su mujer, pero también se juró
hacer de ella la más torturada de las mujeres hasta acabar dándole la más
cruel posible e impensable de las muertes. De puertas afuera seguiría
haciendo honor a su fama del hombre pacífico, cerebral y flemático que todos
conocían, pero, en su casa, no sería sino la furia ciega desatada hecha
hombre para destruir a quien había hecho saltar por los aires su dignidad.
...........
Toaj Tagore Dauchna,,
6-2-2008 ***
Sheerezade
“Oigo voces. Eso es todo lo que sé”
No es mi voz, son otras voces, voces de
hombres y de mujeres. No estoy loca. Lo que ocurre en mi cabeza no es
locura. No me invento las voces. Las voces no me piden nada, hablan entre
ellas, o pronuncian discursos. Son como fantasmas abandonados que no saben
donde ir, fantasmas que se han quedado dentro de mi cabeza…
Ana
Karenina dice: no vi el tren.
Gregor
Samsa dice: me quedé plano y vacío.
Pinocho
dice: siempre fui un ser humano, excepto que nadie lo vio.
Ivan
Ilich dice: mi mujer siempre me quiso, excepto que se olvidó de mí.
Cuando
camino por la habitación (a veces estoy sola aunque la habitación esté llena
de gente) las voces me hacen compañía. Al principio tuve miedo de las voces,
ahora ya no, ahora no sabría vivir sin ellas. Me aterra pensar que me puedo
quedar en silencio, que todo se puede quedar en silencio, que me puedo
quedar en mi sillón mirando durante horas una pared blanca.
Eso es lo
que me ocurría en el hospital. No estaba loca, simplemente no tenía nada en
qué pensar; o tal vez eso es la verdadera locura, tener la conciencia de que
uno piensa, pero no tener otros pensamientos que una pared vacía. Pensar:
estoy contemplando una pared vacía, estoy mirando una pared vacía, veo una
pared blanca y vacía…
En esa pared
blanca apareció Sheerezade, amenazada de muerte y narrando; contándole al
sultán una historia, y después otra historia; una historia dentro de otra
historia. ¿Cuántas historias son necesarias para seguir viviendo? ¿Y si no
hubiera sultán?, ¿y si el sultán hubiera sido sólo una excusa para seguir
narrando? Todos tenemos a un sultán blandiendo una amenaza, la última
amenaza, la muerte, un día u otro, o la locura. La locura es la muerte. La
locura es el vacío. Lo demás no es locura.
(Gregor
Samsa dice: me he quedado sin voz. Quiero decirle a mi hermana lo que
pienso, quiere decirles a mis padres que los quiero, pero de mi garganta
(¿es esto que tengo una garganta? No salen más que chirridos. Con chirridos
no se puede hablar).
Ana
Karenina dice: no vi el tren.
Gregor
Samsa dice: Pinocho, al menos, podía contar mentiras y tenía forma humana.
Pinocho
dice: Gregor por lo menos sabía lo que es haber sido humano, sabía que es
ser tratado como humano. ¿por qué no iba yo a contar mentiras?
¿Cuántos
días pasé mirando la pared en blanco? No lo sé. Si uno no cuenta, si uno no
se cuenta a sí mismo, los días no existen. Sólo existe el antes y el
después. Si uno cuenta y no lo escuchan (la bata blanca es una pared vacía
también) no existe. Sólo Dios puede narrar y no ser escuchado. Sólo Dios
puede narrar desde el vacío y para el vacío.
Iván
Ilich dice: ¿Fue la pierna la que me mató? ¿Puede una pierna matar o ya
estaba muerto antes, antes de golpearme, antes de que mi pierna enfermara?
Al menos Gregor producía repugnancia. Hablaba con su repugnancia. Yo no era
repugnante. Yo no era nada.
Ana
Karenina: no vi el tren.
Pinocho:
Yo me convertí en niño. ¿No es verdad?
Jonás:
viste el tren. Yo estuve en la ballena y después salí.
Ana
Karenina: no vi el tren. Tú tuviste más suerte. Una ballena no es un tren.
Jonás:
Háblame del tren.
Ana
Karenina: no lo ví.
Jonás:
dentro de la ballena todo estaba oscuro.
Iván
Ilich: en mi habitación todo estaba oscuro también.
Jonás:
una habitación no es una ballena.
Iván
Ilich: si lo es.
Jonás: yo
salí de la ballena.
Iván
Ilich: tu no saliste solo de la ballena. Tú saliste de la ballena porque
alguien habló contigo. Tú lo llamaste Dios.
Ana
Karenina: los trenes no hablan.
Iván
Ilich: las habitaciones tampoco.
Pinocho:
no hubo ningún tren ni ninguna habitación.
Ana
Karenina: no vi el tren. Alguien me ha dicho que hubo un tren, pero yo no lo
vi. Sólo sentí la oscuridad.
Pincocho:
yo era de madera. Si uno es de madera no puede salir. Uno no puede salir de
sí mismo. ¿Me convertí en un niño?
Gregor
Samsa: si uno es un insecto no puede salir de sí mismo. ¿Cómo podría? Yo
quería ponerme de pie, pero las patitas se movían en el aire.
Sheerezade
se casó con el sultán. Tal vez ésa sea la única manera: casarse con el
sultán. Casarse con el sultán y no dejar de narrar. ¿Cómo podría escapar uno
al sultán? Es mejor no dejar de narrar, aplazar la condena todo lo posible,
tal vez pensar que no hay condena. El sultán no es la muerte. El sultán
quizá es tan sólo la locura.
José Ignacio Fernández Piñeiro,
Madrid, 24-1-2008
El vuelo del
pájaro
Iba
yo mirando distraídamente a través de la ventana del autobús que me llevaba
de regreso a casa. El viaje se hacía largo y pesado, el calor agobiaba, pero
el paisaje era siempre el mismo y siempre distinto. La obscura silueta
de las montañas contra el horizonte.., pájaros de plata surcando las nubes y
los cielos, unos descendiendo hacia la gran ciudad, otros alzando vuelo
hacia lejanos destinos.., pueblitos que se sucedían en sus diferencias..,
trabajadores extranjeros de rostros y cuerpos agotados y sudorosos que
anhelaban el descanso. El silencio en el autobús solo era roto por el
ruido del motor y las melodías de los móviles, chillonas e indiferentes a
mis resignados oídos.
Intenté
concentrarme en el espectáculo que se ofrecía a mis ojos, pero fue
inútil, una voz de mujer dominaba el espacio sin dar lugar a pensamientos
íntimos ni miradas distraídas. Miré con disimulo hacia atrás y vi a una
mujer joven, muy morena, cuyo negro pelo estaba desarreglado de cualquier
manera, gruesos labios siliconados, cuerpo de irregulares formas, grandes
pechos, piernas cortas y corto cuello, estrechas caderas y vestimenta
desaliñada y tosca que dejaba ver los tirantes de un sujetador negro y
descubría un muslo regordete balanceándose sobre el otro. A pesar de
su aspecto y de la estridencia de su voz, me sorprendió el buen dominio que
mostraba de algunos idiomas, alternando sus conversaciones entre el español,
inglés, francés y alemán. También eran chocantes los temas que
abordaba y la diversidad de sus interlocutores ... Francois, John, Hans,
Juanma, Javi..., alguna mujer cuyo nombre olvidé, fueron todos ellos
protagonistas de largos monólogos con un denominador común: ciertos
servicios prestados por la mujer morena y el no pago de los mismos por sus
desagradecidos receptores. La intervención de la mujer cuyo nombre olvidé se
limitaba a escuchar un agrio resumen de cada conversación, salpicado de
innumerables quejas por tales incumplimientos.
Yo escuchaba esto, no había forma de evitarlo, tal
como lo escuchaba el resto del pasaje. Todos callábamos y mientras más
callados nos quedábamos, más subía el volumen de voz de la mujer morena.
Sentí la necesidad en algún momento de gritar: "Basta!! ¿cómo puedes invadir
y violentar mis pensamientos, mi sensibilidad, mi silencio?... Y no supe ni
pude hacerlo... Me di cuenta con desánimo de que todo un grupo de
personas parecíamos intimidados ante un lenguaje procaz proferido por unos
labios de mujer que eran todo menos suaves y delicados y mucho menos
femeninos..., en realidad, eran la insolencia y la grosería en sí. Y me
pregunté si estábamos intimidados o ya nos habíamos acostumbrado... Me quedé
en la duda.., ¿cobardía?..... ¿costumbre?.. ¿ quizás diversión?
No lo sé.
Sumida en estas interrogantes e indignada conmigo
misma capté de pronto un movimiento a mi derecha, a través de la ventana.
Giré la cabeza, levanté la mirada y le vi.., el pájaro aleteaba y volaba en
la misma dirección y a la misma velocidad del autobús, justo a mi lado, casi
a mi altura. Era todo belleza, fuerza y armonía e inquebrantable
determinación. Era evidente que seguiría volando, seguiría aleteando
hasta alcanzar una meta para mí desconocida, quizás para él también, y que
jamás cejaría en su empeño. Su pequeño pecho palpitaba con fuerza, su
cabecita rompía fieramente el aire, sus alas se elevaban y descendían
en un compás interminable, ocultando y descubriendo las patitas pegadas a su
cuerpecillo.., y seguía volando, aleteando sin cesar. Quise
creer que en algún momento intercambiamos una mirada de comprensión y
complicidad, pero quizás fue sólo mi imaginación. Porque si eso
hubiese ocurrido, si hubiese existido esa mirada fugaz y cómplice que quise
adivinar, era sin duda un mensaje. En toda mirada hay siempre un
mensaje, sólo hay que entenderlo.
A partir de ese momento mis pensamientos volaron
por otros caminos, mucho más placenteros y gratos. Solo podía mirar a
mi alado compañero de viaje y ya no escuchaba la voz estridente y grosera de
la mujer morena, ni el ruido del motor del autobús ni el suspiro agobiado de
los pasajeros ni la melodía insolente de los móviles. Le vi dar un
brusco giro y desviar su rumbo. Le vi alejarse y perderse en la
distancia en un fantástico vuelo de libertad. Y ni siquiera me di
cuenta de que la mujer morena se había apeado en algún momento, en algún
lugar, seguramente quejándose ruidosamente de todos los Francoises, Johneses,
Javies de este mundo, y algunos otros más.., nada quedaba de
ella.., en mis ojos sólo cabía la imagen del pájaro en un vuelo
incansable a lo desconocido y en mis oídos un apacible silencio que lo
llenaba todo.
Finalmente llegué a casa..... ¿a
dónde habrá ido él?
María Gabriela SOFFIA FONCEA,
Rascafría (Madrid), 8-1-2008
LA PALOMA BLANCA DE PATA COJA Y
EL GATO NEGRO DE RABO CORTO
La niña salió a la terraza. Quería ver las montañas y el sol de las
primeras horas de la mañana que ascendía lentamente desde el oriente a
través de los picos nevados. Con sus brazos sobre la baranda y su
carita apoyada en las manos, contempló las montañas azuladas y sus blancas
cumbres, que ya no eran tan blancas…, mostraban pinceladas rosas, celestes y
grises…, sintió la calidez de los rayos del sol que asomaba su sonriente
cara redonda, tocó, olfateó y acarició las flores y plantas que decoraban la
terraza, dijo algunas palabras a una avispa que zumbaba revoloteando a su
alrededor, miró otro techo vecino donde anidaban un matrimonio de pajarillos
y sus hijos… y se sintió feliz. Quería llamar a sus padres, a
sus hermanos y a su mascota Chimpun, un cachorro de seis meses que sólo
sabía jugar y ladrar sin parar hasta que le acariciaran y alimentaran para
que disfrutasen todos juntos de esos preciosos momentos… Pero antes de
llamarles, cerró sus grandes ojos oscuros de niña y dio un largo suspiro…,
quería gozar de ese minuto único.
Cuando los abrió, el sol, las montañas y el paisaje, los olores y los
colores seguían allí, eran los mismos, pero había ahora dos personajes
nuevos: …una paloma blanca y coja de su patita derecha, que parecía
extrañamente torcida hacia atrás…, …un gato negro de corto rabo porque algún
no amante de los animales se lo había cercenado cruelmente por la mitad.
El gato y la paloma se habían encontrado mientras deambulaban sobre las
tejas rojizas y gastadas de un pajar abandonado. Se miraban con
inquietud, la paloma blanca cojeando, mientras avanzaba y retrocedía sin
saber bien qué hacer…, el gato negro moviendo su media cola, de acá para
allá, de allá para acá, el lomo algo erizado y también inseguro de sus
movimientos…, es que no se conocían…, no sabían qué esperar el uno del otro…
La niña les observaba…, repentinamente estaba triste, no sonreía, no
suspiraba…, y ya no deseaba llamar a sus padres ni a sus hermanos ni a
Chimpun… No quería compartir con ellos la tristeza que sentía al ver
el gato negro y la paloma blanca tan desamparados e infelices. La
negrura del gato y la blancura de la paloma eran tan grises, tristes y
apagadas que sentía pena al sólo mirarles y ver el temor que mostraban
sus ojillos y sus movimientos. La niña quería ayudarles, hablarles,
alimentarles, acariciarles…, pero no sabía cómo.
De pronto supo lo que tenía que hacer… Había visto una larga escala
apoyada sobre una de las paredes del pajar y creyó que podría llegar al
techo y reunirse con la paloma blanca y el gato negro. Tan pronto lo
pensó salió corriendo, no sin antes advertir a su madre de que tenía algo
muy, muy urgente que hacer y que la esperasen para desayunar todos juntos.
Se introdujo en el solar por uno de los muchos agujeros que mostraban sus
paredes exteriores y se dirigió inmediatamente al pie de la escala apoyada
en la pared del pajar. Al mirar hacia arriba, se dio cuenta de que era
muy elevada y sintió algún temor, pero no se amilanó y dijo…. ¡vamos
allá!... Escaló lentamente al principio, porque un pequeño miedo no la
abandonaba, pero decidió mirar el cielo y olvidarse del suelo que se iba
alejando de sus ojos y pies. Cuando sólo faltaban cuatro o cinco
peldaños, asomó su cabecita sobre el techo y vio con sorpresa que el gato
negro y la paloma blanca ya estaban ahí, a menos de un metro de distancia…,
esperándola, casi tan sorprendidos como ella. Se miraron todos, la
niña, el gato, la paloma…, y algunos otros que sobrevolaban o revoloteaban
alrededor también miraron…, la avispa que volaba y se revolvía en círculos
infinitos, el matrimonio de pajarillos y su prole que iniciaban una nueva
vida, una araña que no sabía bien si subir o bajar por la pared del pajar, y
en lo más alto de las alturas, otras parejas, esta vez de buitres y águilas
reales que flotaban y volaban al compás de las corrientes de aire. Una
vaca que pastaba en un campo quiso también fisgonear un poquito pero
realmente se encontraba muy lejos y parece que, además, era un poco
cegatona. Y un perro que solía pasar por el lugar mostró algún
interés, pero rápidamente lo olvidó para salir corriendo y ladrando tras su
amo.
La niña hizo un último esfuerzo y logró finalmente sentarse en el tejado,
intentando afirmarse en las tejas montadas una sobre otra para no resbalar y
caer. Cuando se sintió segura, les miró. El gato y la paloma
también la miraban, inmóviles. Ella quería hablarles pero sabía muy
bien que no podían responderle. Y sólo pudo extender sus manitas, una
hacia la paloma blanca y la otra hacia el gato negro. Mientras las
extendía invitándoles a acercarse, les vio temerosos al principio y
confiados e ilusionados después. Ambos se aproximaron cautelosamente a
sus manos extendidas, y la niña sonreía. Les susurraba palabras de
aliento y cariño, el gato ronroneaba y la paloma emitía su cucurrucutú, y
parecía que estaban conversando. Ella les hablaba en voz muy baja, y
el gato y la paloma la miraban con atención, los ojitos amarillos del gato y
los ojitos rojizos de la paloma, clavados en ella… Les explicó que
nunca más estarían solos, porque se tenían el uno al otro y ella estaría
allí con ellos, nunca les abandonaría. Que juntos los tres
encontrarían un lugarcito cálido y amable donde refugiarse y protegerse de
los fríos, las nieves, las lluvias…, y donde ella podría alimentarles,
porque vendría todos los días, subiría uno a uno los peldaños de la larga
escala, les traería cositas ricas para comer y pasaría muchos minutos con
ellos para acompañarles y conversarles. Y quien estuviese
observándoles en ese momento, habría visto la cabecita de la niña, inclinada
y casi rozando a sus nuevos amiguitos que alargaban, el gato su patita, la
paloma su cuello, para estar muy cerca de ella. Después de unos
momentos de silenciosa conversación que sólo ellos entendían, la niña
extendió una mano y les mostró una ventanuca que sobresalía del techo del
pajar. A pesar de sus vidrios rotos y aspecto desaliñado, era un lugar
habitable y protegido y los dos estarían muy bien allí. Quizás hasta
podría albergar en algún momento a otro u otros desamparados que por el
lugar vagaran. Y mientras les veía dirigirse hacia la ventanuca para
entrar en su refugio, la paloma blanca renqueando y el gato negro con su
medio rabo bien parado y recto, intercambiando miradas de mutua confianza y
cariño, la niña empezó a bajar la escala, sin miedo alguno. Antes de
que su cabecita desapareciera en su camino descendente, alcanzó a gritarles:
…¡Mañana os veo…! …¡Esperadme…!
Una vez en el suelo,
abandonó el pajar y volvió corriendo a casa.
…¡Mamá!..., … ¡Papá!... ¿Está listo el desayuno?... Tengo mucha
hambre…
María Gabriela SOFFIA FONCEA,
Rascafría (Madrid), 8-1-2008
Giro inesperado
Si lo ves quieto, Hipólito
es un hombre normal. Cuando comienza a andar la cosa cambia: se convierte en
un ser estrambótico. No se conoce el origen de su manía, pero lo cierto es
que los médicos que ha visitado no han sabido darle una solución. A él le da
igual, es a su familia a quienes les importa.
El problema de Hipólito
consiste en que sólo es capaz de girar hacia la izquierda; a la derecha no
puede.
Vive en el cuarto piso,
justo encima de nuestra casa. Compró allí por la ubicación del ascensor,
saliendo de su puerta y a la izquierda. Las escaleras están a la derecha
pero la obsesión le prohíbe bajarlas. Cuando llega a la calle, se coloca de
espaldas y sale de la cabina dando un giro de doscientos setenta grados
(tres cuartos de vuelta) a la izquierda sobre su propio cuerpo para evitar
una columna que le obligaría a torcer a la derecha. De esa forma queda
alineado con el portal de entrada y puede salir sin mayores inconvenientes.
Es lo único que sabe hacer de espaldas, pues tampoco puede caminar de ese
modo durante mucho rato; es torpe y se cae con facilidad.
Cuando compró el piso
tuvieron que tirar todos los tabiques abajo y construirlos de nuevo para que
Hipólito pudiera desenvolverse. La vivienda perdió algunos metros cuadrados
útiles que se dedicaron a hacer pasillos laberínticos. Un día me invitó a
que entrara y me recordó a la banda de Moebius que mi papá tiene
colgada en su despacho.
Hipólito tuvo que abandonar
su vida -el
trabajo, los amigos, la diversión-
porque no podía acceder a los sitios. Intentaba, por ejemplo, buscar
la calle de su oficina pero le era imposible aproximarse a ella siguiendo
aquel sentido de rotación continuo.
Muchas veces no es capaz de
regresar a casa porque no encuentra la ruta apropiada, aunque ya hace tiempo
que no se pierde porque también se ha acostumbrado a repetir el itinerario.
«Es una persona muy
inteligente», me dijo ayer mamá. Ella cree que ésa es la causa de su mal.
Dice que la gente que es inteligente tiene manías raras. «Ése
es Hipólito», pensé.
Hipólito ya tenía sesenta
años cuando supe de él. Somos nuevos en la comunidad y, al poco tiempo de
llegar, me lo encontré liado en la escalera, un día que saltaron los plomos
del edificio. Se sentó conmigo en el descansillo y allí nos hicimos amigos.
Es como un abuelo para mí; a los míos nunca los conocí.
Siempre me comenta que en la
vida todos damos vueltas alrededor de lo mismo y que pocos encuentran la
senda exterior. «Sal a tiempo de la rueda», me aconsejó.
La semana pasada dio un giro inesperado a la
derecha y entró en un estado de desorientación perpetuo: sigue dando vueltas
delante del ascensor, en la planta baja, buscando una salida.
David
Macías Verde, Las Palmas de Gran Canaria, 2-1-2008
Fragmento de
la novela
La
sonrisa
https://www.amazon.es/SONRISA-NUNCA-LAS-CENIZAS-OLVIDO
..........
—Feliz año nuevo…
—¿Y para eso vienes a estas
horas?
Andrés rechazó el beso que su
prima le ofrecía. Se dio la vuelta y fue
directo a tumbarse a lo largo del sofá.
—Oye, perdona… No pensé que
estuvierais acostados ya…
—Da igual…, ¿tú crees que se
puede dormir con este escándalo por todas
partes?
—Es Nochevieja…
Mari fue a sentarse en el
suelo, recostada sobre el sofá, de espaldas a
Andrés y a la altura de su cara.
—¡Joder…! Mari, que me has
metido los pelos en la boca…
Ella sacudió la cabeza y, al
último movimiento, la echó hacia atrás de modo
que su melena fuese a descansar de lleno sobre
la cara de Andrés; este se incorporó con
brusquedad sin hacer comentario alguno, pero
acusando sin reservas su desagrado por la
broma. Mari se levantó, cogió su bolso y se
encaminó, sin mediar palabra, hacia la salida;
Andrés saltó como por un resorte y corrió tras
ella. La puerta ya había empezado a abrirse y
él, despacio y con suavidad, venció el tímido
esfuerzo de Mari por seguir abriéndola.
—Perdona… —susurró
Andrés al oído de Mari; pero ella siguió
quieta, con una mano en el tirador y la otra
el pestillo, dándole la espalda, y él fue
introduciéndole, cada vez más suave y
lentamente, los dedos entre los cabellos, y
los prendía en manojos y se fue llenando la
boca con ellos. Al cabo, Mari
se volvió
y,
sonriendo, muy poco a poco fue liberando su
pelo desde dentro, hacía como si sus dedos
buscaran los extremos de sus cabellos,
y registraban por cada rincón de la boca de
Andrés, y hurgaba acariciando, despacio, hasta
que hacía como si los encontrara y los sacaba,
y sus dedos mojados volvían a entrar para
seguir buscando.
Andrés se encogió por el
vientre en un intento de evitar que Mari
advirtiera sobre el suyo la dureza de su ya
imparable tensión, pero no podía hurtarse a la
sublime sensación que le producían las
caricias de aquellos dedos dentro de su boca,
y se decidió por seguir dejándose hacer y
afrontar
cualquier incidencia que pudiera acaecer; así,
volvió a erguirse sin reparos. Mari, en
efecto, se apercibió de la situación, imprimió
a su sonrisa un sutil tono de triunfal
picardía y liberó el resto de su pelo ya desde
fuera, cerró la puerta, se escurrió por un
lado y volvió al salón
para sentarse en uno de los sillones.
Ante la huida de Mari, él
procuró disimular el prominente contratiempo,
que no cesaba, y hubo de llegar al salón en
una posición ciertamente incómoda, caminando
de espaldas a ella y de costado, con un andar
trabajoso. Fue a sentarse en el sofá, sobre el
lado más distante de su prima; sus orejas
habían enrojecido, necesitaba hablar
urgentemente de algo, pero no acertaba a
encontrar de qué.
Mientras, Mari seguía sonriendo
con picardía. Imaginaba, y acertaba, el grado
de turbación de Andrés. Ella nunca, nunca,
había querido ver en su primo a un "chico",
solo a su primo Andrés; y cuando alguna
sensación se le había hecho inevitable, huía
de toda reflexión y siempre conseguía poner su
pensamiento en cualquier otro "chico". Ahora
se había atrevido a coquetear con Andrés, y le
había salido así, de modo espontáneo, y le
había resultado una experiencia maravillosa a
pesar de ser consciente de haberse excedido, y
ahora quería reflexionar, estaba segura de que
nunca hubiera podido comportarse así con otro
que no fuera Andrés y mucho menos tomando,
como lo había hecho, aquella iniciativa; pero
no quería pensar, ni remotamente, en la
posibilidad de que la situación pudiera
derivar hacia un segundo capítulo, era de
locura para ella pensar que Andrés pudiera
dejar de ser para ella lo que era, aunque
ahora no acertara a saber qué, ni quería
saberlo, ni pensar más en ello.
En Andrés ocurría una especie
de otro tanto. Ya no recordaba en qué momento
habían dejado de jugar a los médicos sus dos
primas y él. Ocurrió que, de manera
espontánea, por parte de ninguno de los tres
hubo ya propuesta de volver a jugar a ese
juego, e hicieron, además, como si nunca
hubiesen jugado, aunque para los tres fue,
durante mucho tiempo, una cuestión obsesiva.
Él y Alicia hacían turnos para alternarse en
los papeles de médico y paciente cuando no
hacían de médicos ambos al mismo tiempo, pero
Mari nunca quiso hacer ese papel, ella solo el
de paciente, decía que le daba "un poco de
repelús ser médica". Sí podía recordar Andrés
que, instantes después de acabar sus últimos
juegos, que desarrollaban ya muertos de miedo
en rebuscados escondites, entre los tres se
espesaba el ambiente y se hacía un tenso
silencio que rompía Alicia echándoles en cara
que eran tan pequeños que no sabían jugar
bien, que así no era.
...........
Toaj Tagore Dauchna,,
6-2-2020 ***
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