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Literatura
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Cadencias de Ansiedad
la conforman tres volúmenes.
El segundo, de próxima
aparición, ENTRE SONATAS DE
PIANO, incide en cuanto
aconteció en el primer tomo
sobre lo que el autor considera
precisa de ampliación y
aclaración: había razones y
habría consecuencias.
Más adelante se tratará sobre el
tercer tomo, aún pendiente del
soplo de la vida.
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CADENCIAS DE
ANSIEDAD
Juan Domínguez
(FRAGMENTO)
Composición
relato en
primera persona |
ENTRE SONATAS DE
PIANO
(FRAGMENTO
DE
SEGUNDO
VOLUMEN DE LA
TRILOGÍA)
Composición
mismo relato de
los hechos en
tercera persona |
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.........................
Aquel mediodía,
de hace esos
seis meses y
cuatro días, me
retrasé un poco,
quizá solo unos
minutos; pero no
había hecho más
que entrar en
casa cuando,
evidenciando
como nunca su
siempre
contagiosa
extrañeza, que,
aunque por esa
vez dados los
hechos motivos
tuviese, no usó
de máscara para
esos
acostumbrados
recelos
infundados suyos
que, a pesar del
hastío que yo
ponía en mis
rechazos, en el
fondo siempre me
halagaron, me
abordó mi mujer.
Aún no
le he preguntado
qué la había
impresionado
tanto, hasta el
punto de aquel
asalto sin
paliativos; pero
lo haré si es
que alguna vez
llegan a
cerrarse las
heridas, porque
todavía sería
una crueldad
innecesaria
hurgar en ellas.
Lo cierto es
que, muy
excitada,
redundando,
confundiendo al
querer aclarar y
comentando lo
insignificante,
me decía que
tenía que
ponerme sobre
aviso, de forma
urgente, de que
vendrían a
entregarme dos
sobres y una
carpeta de
cartón azul,
azul cochambre,
por cierto
—su inciso fue
así—, y tan
destrozada,
tanto, que
apenas ya si
guardaba o
protegía sus
papeles, que
asomaban
arrugados por
todos sus
cantos; de que
quien vendría me
haría la entrega
a mí, solo a mí
y, por supuesto,
personalmente, y
de que yo no
sabía quién
sería esa
persona, puesto
que no la
conocía, y que
ese fue,
precisamente, el
pretexto que le
dio para no
dejar su nombre.
Cuando consideró
que mi
perplejidad ya
se había
escindido en mi
deseo de saber
de una vez qué
pasaba, por una
parte, y mi
disposición a
comprenderlo,
por otra, solo
después de
reírse durante
unos instantes
de mí, y ya algo
más sosegada,
pasó a
explicarme lo
mismo, con otra
forma, pero
además esta vez
que quien
vendría sería
una mujer,
aunque su sexo
pareciese
carecer de
importancia para
ella al caso,
porque en
realidad eso no
me lo dijo de
modo directo,
sino que lo
deduje yo cuando
usó el femenino
en alguna sílaba
pronominal; y,
por fin, lo que
entonces me dio
como la
verdadera y
única razón de
tanta urgencia:
que esa mujer
debía de estar a
punto de llegar;
que en realidad
ya debería
haber llegado
—esto lo dijo
molesta, y
exigente,
hablando ya
desde su propia
e indiscreta
impaciencia—,
porque, cuando
estuvo en casa,
por la mañana,
le había sido
muy clara sobre
la hora habitual
de mi regreso.
Sin
embargo, seguía
su curso el
tiempo, la
visita se había
instalado en el
retraso, y Julia
—así se llama mi
mujer— decidió
tomarse el
asunto con más
calma; pero no
había terminado
aún de contarme
sus impresiones,
mientras yo
comía, cuando
sonó el timbre
de la puerta.
Durante
semanas tuve por
inexplicable, y
guardé silencio
sobre ello, que
mi esposa no
hubiese
reparado, ya que
en otro caso
habría sido lo
primero en
participarme, en
el
extraordinario
parecido físico
que la unía a
aquella extraña
visitante. A mí,
en cambio, me
impresionó tanto
desde el primer
momento que, aun
rompiendo la
disposición
cronológica de
lo que vengo a
contar, debo
decir que a los
pocos días,
porque yo me
sentía presa de
una forma de
inquietud, tan
intensa y
desproporcionada
respecto a la
razón que la
había provocado,
que me producía
unas reacciones
tan impropias de
mí que casi no
podía
reconocerme en
ellas, empecé a
preguntarme si
en esa insólita
semejanza podía
haber relación
con el contenido
del legado del
que aquella
mujer me había
hecho
depositario, o
quizá
beneficiario,
por las vivas
sensaciones que,
a su vez,
también me
transmitía su
lectura, o si,
por el
contrario, todo
era puramente
casual y sin más
razón para mis
zozobras que el
haberme
sobrevenido todo
quizá en alguno
de mis momentos
más sensibles de
estos primeros
del septiembre
de mi vida. Pero
en aquella
ocasión, sobre
la que retomo mi
relato, solo
advertí que la
semejanza a la
que me estoy
refiriendo era
sorprendente;
tanto como lo
habrían sido, de
yo no haberlas
en cierta medida
obviado
entonces, la
actitud y las
palabras de la
recién llegada.
La
invité a pasar,
desde luego,
pero a cambio me
sentí agredido
por ella cuando,
de manera fría y
segura, sin
aceptar ni
rechazar mi
cortesía sino en
realidad
despreciándola,
levantó, casi
pegándolo a mi
pecho, el objeto
de su visita.
—Perdone...
—me dijo
entonces—,
solo quería
entregarle esto—.
Era como si
estuviese
deseando
desembarazarse
de ello, pero
también como si
yo estuviese
obligado a
tomarlo, cosa
que hice, aunque
apenas ya sin
darme cuenta,
perplejo como
había empezado a
quedar mirando
su rostro, su
figura, y, desde
ese instante,
por su timbre de
voz idéntico al
de mi esposa.
—Le
rogaría
—continuó—
que leyese los
manuscritos de
la carpeta antes
de abrir los
sobres; y de los
dos, empiece por
abrir el "más
nuevo", lo que
contiene lo he
escrito yo; y
cuando lo haya
leído, entonces
abra el otro.
Daría igual el
orden
—intentaba
aclarar—,
pero, si no lo
siguiera, quizá
podría usted no
entender nada.
¿Qué
diablos tendría
que entender yo?
¿Por qué tendría
yo que leer
aquello? Me
había hablado
como un
gerifalte
irascible dando
instrucciones a
su más torpe
subordinado.
—Bien... pero,
dígame al menos
de qué se
trata... —le
pedí sin que eso
ya me importara
absolutamente
nada en aquel
momento, sino
con el único
afán de
continuar en mi
embeleso, al
que, por tan
descarado y
evidente, ella
ya había
correspondido,
por haberlo
interpretado
desde una
errónea
perspectiva, yo
diría que en el
fondo
complacida, con
un gesto de
reprobación a la
vez que amable y
exculpatorio.
Entonces
la mujer se dio
la vuelta y
comenzó a bajar
por la escalera.
Hizo, no
obstante, una
pausa en el
primer rellano
como si,
abrumada por las
dudas, hubiera
optado al fin
por decirme algo
más, pero en el
acto se
arrepintiera;
porque, sin
volver la
cabeza, me dio
las gracias y
continuó
descendiendo.
Yo me
tengo por un
hombre
disciplinado y
cumplidor, pero
también muy
impaciente; así
que, renunciando
a la comida, que
no había
terminado a
pesar de los
reproches de mi
mujer, abrí la
carpeta.
Contenía un
mamotreto
manuscrito que
me pareció de
muy difícil
lectura, a
primera vista,
pero que era en
realidad de
rasgos
dócilmente
regulares, y
digeribles, como
para hacerme
pronto con ellos
pasados los
esfuerzos de las
dos o tres
primeras hojas.
A pesar de las
bromas, con las
que pretendía
aparentar
impermeabilidad
y sangre fría
ante mi mujer,
gratuita y
esforzadamente
crueles y
desdeñosas, que
se me iban
ocurriendo sobre
los manuscritos,
los cerdos y San
Martín, en el
sentido de que
por más que uno,
por sus años, se
crea ya libre de
manuscritos
siempre acaba
por llegarle el
predestinado,
estuve, por un
momento, tentado
de cumplir con
lo que esa mujer
de mis
inquietudes me
había pedido, de
seguir sus
instrucciones;
pero asumí el
riesgo de no
entender nada,
posibilidad que
ya me advirtió,
y apelé a mi
curiosidad para,
amparándome en
ella, excusarme
y eludir mi
tácito
compromiso; así,
abrí el primero
de los sobres,
el “más nuevo”.
La mujer
estuvo en lo
cierto: no
entendí nada,
todo resultaba
extraño por
incoherente. Fue
como leer una
larga carta de
un extraño a un
destinatario
desconocido
también; incluso
manifesté la
sensación de
culpa que debe
de sentirse en
caso tal o
similar, pese a
que aquí
concurría el
hecho de que el
destinatario
resultaba ser mi
persona, aunque
su autora lo
ignorase al
escribirla.
Traté entonces
de abstraerme de
esas
inconsistentes
nociones que
adquirí con mi
imprudencia,
consiguiéndolo a
duras penas,
pero no sin
lamentar haber
sucumbido a la
tentación del
fisgoneo por
esas y por otras
razones más, tan
sencillas como
lógicas, que
expongo al final
de este libro.
No es
mi intención
influir en modo
alguno sobre el
lector; pero
debo sugerirle,
pedirle, que a
partir de este
momento cree un
fondo musical
lento y suave,
sin voces
humanas ni
ritmos acusados,
y que no prosiga
ni un solo
instante más la
lectura sin
ello; porque
espero, y deseo,
que el fenómeno
que más tarde
pude
experimentar, y
que en seguida
relataré, no sea
el único, ya que
fue una
sensación
inolvidable
digna de ser
compartida. He
de advertir que
yo estaba en
pleno uso de mis
facultades
mentales; ningún
compuesto
extraño pudo
haberse alojado
en mi cerebro
salvo los que mi
propio organismo
hubiera podido
generar por
medios
absolutamente
naturales. Lo
cierto es que,
mientras
realizaba mi
primera lectura
del manuscrito,
en un momento
dado esos
sonidos de piano
que suelen
acompañarme
discretamente en
mi quehacer, o
siempre que me
es posible, y
que en realidad
casi pasaban
desapercibidos
para mí, se
unieron a las
palabras que
leía en una
extraña mezcla
de armonía y
estridencia,
inexplicable en
cualquier caso,
que se agolpó en
mi mente
abriendo un
entorno de
extraña placidez
que no
necesitaba de
hallar causa,
porque por unos
instantes viví,
percibiéndola
por completo, la
evocación que el
autor quiso
describir y
donde la música
era elemento
esencial. El
regreso a la
realidad fue
inmediato, volví
a ella con el
siguiente
párrafo del
manuscrito. Dejé
entonces a un
lado los papeles
y reflexioné
sobre lo que me
había ocurrido.
Concluí en que
todo había sido
una ensoñación,
desde luego;
pero aquella
música
distorsionada
que, si bien
desde una cierta
lejanía, pude
oír con tanta
claridad,
rechinante y con
un intenso rumor
de trasfondo
entre metálico y
acartonado que
delataba su
rudimentaria
fuente, no
estaba
registrada en mi
cinta, que
seguía girando y
sonando ajena a
toda
interferencia;
era aquella que
invadió mi
percepción una
canción que
conozco, pero de
un estilo que no
está, antes al
contrario, entre
mis
preferencias.
Tras algunas
consultas supe
que la versión
de la pieza en
cuestión, que de
tan extraña
forma había
ocupado mi
mente, se editó
en España allá
por 1.959, y que
fue muy
difundida,
aunque, a pesar
de ello, no
llegase hasta
pasados dos o
tres años a
cobrar plena
popularidad
entre los medios
rurales
profundos.
Comienzo, pues,
no sin antes
sentirme navegar
sobre las
sugestivas y
cadenciosas
sonatas de piano
que para estos
momentos se
hicieron,
una nueva
lectura de la
transcripción
que hice de los
manuscritos en
su orden debido,
el que entendí
más lógico; y
con toda su
literalidad,
sobre la que
solo incidí en
mostrar con
cursivas
destacadas las
notas y
reflexiones
personales del
autor —que
intercaladas sin
señalar en el
manuscrito me
ocasionaron una
cierta
confusión—,
algunos
entrecomillados,
puntos
suspensivos y
otras
diferenciaciones
tipográficas.
Entre las
exposiciones
narrativas pude
apreciar
claramente,
intuido en
otras, que, sin
intermediaciones
interpretativas
ni literarias
por parte del
autor, como
destellos
espontáneos de
un pensamiento
ajeno al suyo
que él se
hubiera limitado
a plasmar de
forma
involuntaria,
aparecían
incursiones
directas del
protagonista; y,
además de en los
diálogos, usé
también cursivas
para esas
intervenciones;
consideré
imprescindible
diferenciar esos
retazos porque,
de no hacerlo,
podrían haberse
visto alterados
el verdadero
sentido, el
contexto, o
incluso la
legitimidad de
algunos
párrafos, bien
impidiendo o
dificultando su
comprensión,
bien por
incluir, como
poco más
adelante se
comprobará,
alguna que otra
expresión,
provenientes de
autores de culto
o de sobra
conocidas, por
más que ya, así
lo entiendo,
hayan pasado a
formar parte del
común decir.
..........................
Toaj Tagore
Dauchna
©
|
...............................
Aquel mediodía
se retrasó un
poco, quizá solo
unos minutos;
pero no había
hecho más que
entrar en casa
cuando,
evidenciando
como nunca su
siempre
contagiosa
extrañeza, que,
aunque por esa
vez, dados los
hechos motivos
tuviese, no la
usara de máscara
para esos
acostumbrados
recelos
infundados suyos
que, a pesar del
hastío que él
transmitía
rechazándolos,
en el fondo
siempre lo
halagaron, lo
abordó Julia, su
mujer.
Muy excitada,
redundando,
confundiendo al
querer aclarar y
comentando lo
insignificante,
decía a Diego
que tenía que
ponerle sobre
aviso, de forma
urgente, de que
vendrían a
entregarle dos
sobres y una
carpeta de
cartón azul,
azul cochambre,
por cierto
—su inciso fue
así—, y tan
destrozada,
tanto, que
apenas ya si
guardaba o
protegía sus
papeles, que
asomaban
arrugados por
todos sus
cantos; de que
quien vendría le
haría la entrega
a él, solo a él
y, por supuesto,
personalmente, y
de que él no
sabía quién
sería esa
persona, puesto
que no la
conocía, y que
ese fue,
precisamente, el
pretexto que la
visita dio para
no dejar su
nombre. Cuando
consideró que la
perplejidad de
su marido ya se
había escindido
en su deseo de
saber de una vez
qué pasaba, por
una parte, y su
disposición a
comprenderlo,
por otra, solo
después de
reírse durante
unos instantes
de él, y ya algo
más sosegada,
pasó a
explicarle lo
mismo, con otra
forma, pero
además, por fin,
que quien
vendría sería
una mujer,
aunque su sexo
pareciese
carecer de
importancia para
Julia al caso,
porque, en
realidad, eso no
lo dijo de modo
directo, sino
que lo dedujo él
cuando su mujer
usó el femenino
en alguna sílaba
pronominal; y,
como colofón, lo
que entonces le
expuso como la
verdadera y
única razón de
tanta urgencia:
que esa mujer
debía de estar a
punto de llegar;
que en realidad
ya debería
haber llegado
—esto lo dijo
molesta, y
exigente,
hablando ya
desde su propia
e indiscreta
impaciencia—,
porque, cuando
estuvo en casa,
por la mañana,
le había sido
muy clara sobre
la hora habitual
del regreso de
Diego.
Sin embargo,
seguía su curso
el tiempo, la
visita se había
instalado en el
retraso, y Julia
decidió tomarse
el asunto con
más calma; pero
no había
terminado aún de
contar sus
impresiones a su
marido, mientras
este comía,
cuando sonó el
timbre de la
puerta.
Julia no había
observado nada
fuera de lo
común en la
mujer con la que
había hablado
aquella mañana,
en otro caso
habría sido lo
primero en
exponer a su
marido. A Diego,
en cambio, le
impresionó tanto
desde el primer
momento, que lo
poco que dijo
fue a través de
balbuceos.
—Pase…, por
favor…, señora…
Diego se
sintió algo
agredido cuando,
de manera fría y
segura, sin
aceptar ni
rechazar la
cortesía, sino
en realidad
despreciándola,
la recién
llegada levantó,
casi pegándoselo
a su pecho, el
objeto de su
visita.
—Disculpe...
—dijo la mujer—,
solo quería
entregarle esto—.
Era como si
estuviese
deseando
desembarazarse
de ello, pero
también como si
Diego estuviese
obligado a
tomarlo, cosa
que hizo, aunque
apenas ya sin
darse cuenta,
perplejo como
había empezado a
quedar mirando
aquel rostro, su
figura, y, desde
ese instante,
por su timbre de
voz.
—Le rogaría
—continuó la
mujer— que
leyese los
manuscritos de
la carpeta antes
de abrir los
sobres; y, de
los dos, empiece
por abrir el
"más nuevo", lo
que contiene lo
he escrito yo; y
cuando lo haya
leído, entonces
abra el otro.
Daría igual el
orden
—intentaba
aclarar—,
pero, si no lo
siguiera, quizá
podría usted no
entender nada.
Aquella mujer
había hablado
como un
gerifalte
irascible dando
instrucciones a
su más torpe
subordinado y,
por un momento,
Diego pareció
bajar de la nube
de su éxtasis.
“¿Qué diablos
tengo que
entender yo?
¿Por qué tengo
yo que leer
esto?”—pensó
Diego; pero el
conato de
rebeldía solo
duró mientras
mantuvo, porque
se vio obligado,
apartados los
ojos de la mujer
para mirar los
papeles que esta
le entregaba,
hasta que volvió
a dirigirlos a
ella.
—Bien... pero,
dígame al menos
de qué se
trata... —pidió
Diego sin que
eso ya le
importara
absolutamente
nada en aquel
momento, sino
con el único
afán de
continuar en su
embeleso, al
que, por tan
descarado y
evidente, ella
ya había
correspondido,
por haberlo
interpretado
desde una
errónea
perspectiva,
podría decirse
que en el fondo
complacida, con
un gesto de
reprobación a la
vez que amable y
exculpatorio.
Entonces la
mujer se dio la
vuelta y comenzó
a bajar por la
escalera. Hizo,
no obstante, una
pausa en el
primer rellano
como si,
abrumada por las
dudas, hubiera
optado al fin
por decir algo
más, pero en el
acto se
arrepintiera;
porque, sin
volver la
cabeza, dio las
gracias a Diego
y continuó
descendiendo.
Julia había
presenciado la
escena, pero
atrás y a una
prudente
distancia, de
modo que no
había podido ver
el rostro de su
marido, aunque
no le hizo
falta; había
presenciado cómo
Diego, poco a
poco, había ido
encorvando su
espalda; cómo
sus orejas
habían
enrojecido de
golpe; cómo su
voz había sonado
suave en exceso;
cómo su cuerpo
se había
tambaleado por
una momentánea
pérdida de
equilibrio y
cómo tardaba en
cerrar la puerta
sin que hubiera
nadie ya en el
rellano.
—¿Quieres cerrar
ya?
—Sí, claro…
Diego cerró
despacio la
puerta, fue
hacia la mesa,
cogió los sobres
y la carpeta y
fue hacia su
dormitorio; allí
tenía su estudio
improvisado.
Había conservado
su sillón con
reposabrazos,
ningún lujo,
forro de tejido
negro, aunque
giratorio y con
ruedas que aún
rodaban a duras
penas, y su mesa
de escritorio la
componían un
tablero grueso
de madera
aglomerada, con
bordes sin
ningún tipo de
sellado, en
equilibrio
suficiente sobre
sendas cajoneras
de armario.
Hacía dos años
que comenzó a
perder cuanto
tenía, y solo
seis meses desde
que no le quedó
nada salvo
deudas aún
pendientes;
también había
muy importantes
partidas a su
favor, pero sus
deudores no
tenían abierto
un “haber” con
su nombre y,
aunque Diego se
decía que su
manifiesto
desprecio no
cubría ni el
valor ni el daño
accesorio del
expolio que
había sufrido,
era el máximo y
único rencor
posible para
mantener la
integridad de su
matrimonio.
—Diego, por
favor, acaba de
comer…
—No tengo
hambre, Julia.
Se tenía por
hombre
disciplinado y
cumplidor, pero
también se sabía
muy impaciente:
a esto achacó la
necesidad
imperiosa que
sentía de
adentrarse en
aquel peculiar
legado; así que,
despreciando la
comida, que
apenas si la
había comenzado,
e intentando
desoír los
reproches en los
que seguía
insistiendo su
mujer, Diego
abrió la
carpeta.
Contenía un
mamotreto
manuscrito que
le pareció de
muy difícil
lectura, a
primera vista,
pero era, en
realidad, de
rasgos dóciles y
digeribles como
para
acostumbrarse
pronto a ellos,
pasados los
esfuerzos de las
dos o tres
primeras hojas.
Julia le siguió,
también sentía
curiosidad, se
colocó de pie
junto a su
marido, que
trataba de leer
sin tocar el
papel, e ironizó
sobre los
aparentes trazos
ininteligibles.
Diego, a pesar
de las bromas,
con las que
pretendía
aparentar
impermeabilidad
y sangre fría
ante su mujer,
gratuita y
esforzadamente
crueles y
desdeñosas, que
se le iban
ocurriendo sobre
los manuscritos,
los cerdos y San
Martín, en el
sentido de que,
por más que uno,
por sus años, se
crea ya libre de
manuscritos,
siempre acaba
por llegarle el
predestinado,
estuvo, por un
momento, tentado
de cumplir con
lo que aquella
mujer de sus
inquietudes le
había pedido, de
seguir sus
instrucciones;
pero asumió el
riesgo de no
entender nada,
posibilidad que
ella ya le
advirtió, y
apeló a su
curiosidad para,
usándola como
amparo,
excusarse y
eludir su tácito
compromiso; así,
abrió el primero
de los sobres,
el “más nuevo”.
La
extraña mujer
estuvo en lo
cierto: Diego no
entendió nada,
todo resultaba
extraño por
incoherente. Fue
como leer una
larga carta de
un extraño a un
destinatario
desconocido
también; incluso
manifestó la
sensación de
culpa que debe
de sentirse en
caso tal o
similar, pese a
que, en este,
concurriera el
hecho de que el
destinatario
resultara ser él
mismo, aunque su
autora lo
ignorase al
escribirla.
Trató entonces
de abstraerse de
esas
inconsistentes
nociones que
adquirió con su
imprudencia,
consiguiéndolo a
duras penas,
pero no sin
lamentar haber
sucumbido a la
tentación del
fisgoneo por
esas y por otras
razones que aún
no se le
alcanzaban.
Diego acarició
la mano de su
mujer, que la
hacía descansar
al borde del
respaldo del
sillón, y se
levantó a
encender su
diezmado equipo
de música. Julia
aprovechó ese
intervalo, tomó
el primero de
los papeles e
intentó su
lectura. Ya
sonaban a un
volumen suave
las notas de
Chopin; Diego
volvió, hizo
pinza con sus
dedos en el
folio que Julia
trataba de
descifrar y, con
suavidad, se lo
quitó para
volver a dejarlo
sobre los demás.
—Vaya, señor
posesivo, ¿te ha
molestado? —dijo
Julia
contrariada.
—No, nada de
eso, cariño, es
solo que iba a
empezar a leer…
—Te dejo en tu
mundo… —dijo
Julia mientras
salía, y cerró
la puerta
despacio.
La música
acompañaba
habitualmente a
Diego en sus
lecturas y en
sus escrituras,
pero, en sus
momentos de
mayor
concentración,
dejaba de oírla
y pasaba a
formar parte del
entorno en el
que se
desarrollaba lo
que fuera que
contuviesen las
palabras sobre
el papel.
Cuando más
absorto estaba,
ya domeñado el
trazo del
manuscrito, la
puerta de la
habitación se
abrió con
violencia. Los
papeles ya
leídos, posados
apaciblemente
sobre la
cubierta
izquierda de la
carpeta, se
estremecieron y
se desplazaron
ligeramente como
víctimas también
del sobresalto
que Diego había
sufrido. La voz
de Julia sonó
baja y severa, y
sus palabras
provenían
abiertamente de
un estado de
ánimo en
ebullición, cuya
temperatura
transmitía sin
reservas.
—El teléfono ha
estado sonando
una hora
—exageró. —Te he
estado llamando
a gritos porque
yo no podía
cogerlo. Que te
pongas…
—Lo siento, no
he oído nada…
—¿¡Quieres
ponerte, por
favor!? ¡Están
esperando!
Diego quiso
alzarse del
asiento a toda
prisa y, en su
precipitación,
sin reparar en
que el tablero
de la
improvisada mesa
estaba solo
sobrepuesto sin
sujeción sobre
las dos
cajoneras, lo
había tomado
como asidero
para su impulso.
Todo fue
demasiado rápido
como para,
aunque hubiese
sido in extremis,
impedir el
desastre.
Era como si no
coordinase sus
movimientos, con
una mano, Diego
sujetaba sin
necesidad su
sillón, que
mantenía con
normalidad sus
cuatro ruedas
sobre el suelo,
y con la otra se
afanaba en
volver a colocar
en la posición
debida el
tablero,
buscando su
equilibrio
perfecto,
tratando de
calibrar a ojo
la simetría en
las superficies
de apoyo,
mientras el
cubilete
volcado, con sus
lápices y
bolígrafos, y
los papeles más
esquinados, se
desparramaban
por el suelo.
Julia miraba a
su marido con
ojos atónitos.
—Diego, por
Dios, ¿quieres
ponerte al
teléfono?......(CORTE
TROZO DE
PÁRRAFO).......
......
Julia equilibró
el tablero y
recogió con
cuidado del
suelo cuanto se
había
desparramado, y
lo colocó todo
ordenadamente.
Se apercibió del
sobre rasgado y
vacío, y lo
asoció al punto
con varias hojas
con marcas de
pliegues a
cierta distancia
de la carpeta.
Leyó la carta
por sus dos
caras sin
reservas, tanto
más cuanto que,
tras las
primeras líneas,
comprendió que,
si Diego era su
destinatario, en
absoluto había
sido escrita
expresamente
para él, aunque
ello, en todo
caso, no la
habría detenido.
......(CORTE
TROZO DE
PÁRRAFO).......
......
Le exasperaba su
propia flema. Le
parecía haber
perdido la
capacidad de
sorprenderse, no
porque aceptara,
sin más, lo
extraordinario
reaccionando
como como si de
lo más cotidiano
se tratase, sino
porque obviaba
las razones por
las que tales
acontecimientos
se producían.
Su obsesión se
convirtió en
llegar a casa,
cumplir con su
papel en la
familia, de modo
más escueto cada
vez, e ir a su
estudio; hacer
sonar la cinta
de Chopin y leer
y releer el
manuscrito,
sobre el que
avanzaba
lentamente
después de más
de quince días.
Inmerso en nuevo
pasaje, en un
momento dado,
esos sonidos de
piano que casi
pasaban
desapercibidos
para él, se
unieron a las
palabras que
leía en una
extraña mezcla
de armonía y
estridencia,
hecho insólito
en cualquier
caso, que se
agolpó en su
mente abriendo
un entorno de
extraña placidez
que no
necesitaba de
hallar causa,
porque por unos
instantes vivió,
percibiéndola
por completo, la
evocación que el
autor quiso
describir y
donde la música
era elemento
esencial. El
regreso a la
realidad fue
inmediato,
volvió a ella
con el siguiente
párrafo del
manuscrito. Dejó
entonces a un
lado los papeles
y reflexionó
sobre lo que le
había ocurrido.
Concluyó en que
todo había sido
una ensoñación,
desde luego;
pero aquella
música
distorsionada
que, si bien
desde una cierta
lejanía, pudo
oír con tanta
claridad,
rechinante y con
un intenso rumor
de trasfondo
entre metálico y
acartonado que
delataba su
rudimentaria
fuente, no
estaba
registrada en la
cinta, que
seguía girando y
sonando ajena a
toda
interferencia;
era aquella que
invadió su
percepción una
canción que
conocía, pero de
un estilo que no
estaba, antes al
contrario, entre
sus
preferencias.
Tras algunas
consultas, supo
que la versión
de la pieza en
cuestión, que de
tan extraña
forma había
ocupado su
mente, se editó
en España allá
por 1.959, y que
fue muy
difundida,
aunque, a pesar
de ello, no
llegase hasta
pasados dos o
tres años a
cobrar plena
popularidad
entre los medios
rurales
profundos.
Tras la
incidencia
vivida, Diego
salió
precipitado de
la estancia y
fue agitado al
encuentro de su
mujer, que
hablaba en el
salón con su
hijo.......
Toaj Tagore
Dauchna
© |
|
POESÍA Y EXILIO: VIVIR AL MARGEN
(Un mínimo
tributo a Mahmud Darwix y a Edward W. Said)
|
Siempre he
albergado la
presunción de
que es en los
confines,
márgenes y
pliegues y no en
medio del fasto
de los ejes de
poder desde
donde el ser
humano puede
fraguar mayores
cuotas de
ventura interior
e, incluso, de
sensatez en lo
que atañe,
precisamente, a
su destino como
integrante de su
estirpe.
Las
altisonancias de
la vocinglería
política
globalizada han
hecho cuño en
las
desguarnecidas
conciencias de
los ciudadanos
del mundo,
quienes no se
percatan (o no
terminan de
convencerse) de
ser naturales
residentes del
mundo, como
genuina y
cabalmente son.
Compran a sus
prójimos, sin
advertirlo,
semillas de
desmembración,
en cada consigna
que acogen como
suya. En las
sectas de los
denominados
líderes
“políticos” se
guarece toda una
gama de
existencias de
valores
retorcidos, si
es que
pudiéramos
apreciar como
valor éste o
aquel atributo
que engalana a
un expoliador o
a un fantoche, a
un asesino o a
un cultor de
represivos
credos. Los
bienes de la
humanidad les
tienen sin
cuidado, todo lo
desprecian,
desde lo que tan
bellamente
Alfonso Reyes
nominara como
“dulzura
ambiente” hasta
las más
desprendidas
creaciones de la
humanidad. La
poesía es para
tales
existencias una
pérdida de
tiempo. No hay
en sus oídos ni
en sus corazones
permeabilidad
para recibir el
canto panteísta
que alienta en
la poesía.
Porque, cuando
se la ha
enunciado con
honradez, la
poesía es canto
pánico: ha
partido de un
alma que anda en
pos de una
recomposición de
ese desmenuzado
todo del que el
hombre es simple
brizna.
Y si la poesía
ha vivido
perdurablemente
en el exilio del
humano corazón
es porque el
hombre, por lo
general, se
proscribió de la
naturaleza.
Quien canta al
todo alojado en
la hoja
estremecida por
la brisa o en
los insondables
claroscuros del
firmamento,
canta al alma
alojada en cada
partícula del
cosmos. Whitman
fue uno de los
más diáfanos
rotuladores de
ese mensaje que
los hombres,
congregados en
hordas, se han
empeñado en
acallar (en sí y
en los demás). Y
en virtud de
ello fue, en
cierto modo, un
exiliado. Muchos
han pretendido
exiliar su
poesía. Incluso
poetas. Pero la
poesía no es
exiliable, a
despecho de la
diferencia de
matices que
cultiven sus
cantores. No hay
mayor mal que
aquel de
acostumbrarse a
formar filas. Y
los poetas no
son simple
minoría; son,
también, lo
expurgable, el
aborrecido ácaro
tras el lóbulo
de la oreja.
Pero la poesía
es mística
emanación,
anti-poder que
arrostra las
bajezas del
poder encarnado
en la efigie de
los asesinos. La
poesía no se
conforma con
mirar al tronco,
contempla el
envés de la
hoja, escucha el
diálogo del
ramaje con el
viento y, en
ocasiones, les
entabla
conversación.
Poesía es voz
del margen y voz
de orilleros,
floreciendo en
estepas
apartadas del
poder; no
mandamiento
navegando en los
buques que desde
una columna
vertebral se
despachan a
ultramar con las
más insólitas y
descabelladas
misiones. Claro,
se puede vivir
en las estepas y
a pocas millas
de una casa de
gobierno. No es
un asunto de
cuantificable
distancia. Se
trata más bien
de aquel
incuantificable
trecho que se
suscita en el
corazón de quien
no se ha dejado
secuestrar por
la desdicha del
rencor o del
resentimiento.
El Tao-Te-Ching
nos habló de un
pequeño reino
(acaso una
comarca)
circundado por
lade-
|
|
ras y del bien
que se
prodigaría aquel
ciudadano que no
se preocupara en
cruzar tales
laderas para
conocer el reino
que bullía
allende las
montañas. ¿Qué
quiso decirnos
ese poema
ancestral? ¿Que
nos
conformáramos
con nuestra
miseria? ¿Qué
acalláramos
nuestra vital
curiosidad? ¿Qué
nos tornáramos
seres
pusilánimes? Lo
dudo. Ponía un
dedo en la llaga
fatal de seres
amañados por su
propia villanía.
No intentaba
poner límites al
vivir, al
contrario,
pretendía que
percibiéramos y
viviéramos
conforme al
pulso de la vida
(llamémosle
afluente, dragón
o cosmos) y
abatiéramos la
quimera del yo.
Mahmud Darwix,
poeta, acaba de
morir. El nació
en un pueblo sin
más armas que
las de su
ancestral
cultura. Vivió
doblemente
exiliado. Partió
en pos de otros
derroteros
llevándose su
comarca en el
pecho. En su
corazón levantó
las laderas del
reino perdido. Y
he dicho
doblemente
porque, aunque
haya sido un
poeta reconocido
en Europa, amén
del mundo árabe
y de sus
conterráneos
palestinos,
debemos aceptar
con franqueza y
humildad que
poesía no es
valor que el
hombre moderno
privilegie en el
seno de su
inerme corazón.
Queremos
honrarle un
recatado tributo
a este poeta, al
reproducir
algunos de sus
poemas, que
precisamente
hablan del
exilio, y otros
textos de valor,
como su
declaración con
motivo de los
infaustos
acontecimientos
del 11 de
septiembre, así
como algunas
entrevistas.
Les dejaremos
con tales
textos, no sin
antes anotar dos
cosas más.
Primeramente,
que hemos de
agradecer la
abnegada labor
de traducción
que ha acometido
Luz Gómez García
con la obra de
Darwix * y,
luego, que no
podríamos
despedir estas
líneas sin dejar
de hacer la
siguiente
acotación: cuán
sugerente nos
parece el que
ciertos
planteamientos
de Darwix se
entronquen con
los de su amigo
Edward W. Said,
otro exiliado
palestino, sutil
intelectual cuya
obra no dejamos
de encomiar
(ambos fueron a
vivir y a morir
en esa
desmesurada
entelequia del
poder que son
los Estados
Unidos,
paradójicamente,
hogar de
incontables
refugiados).
Ambos, nacidos
al margen de los
poderíos
terrenales
-hablando en
términos
geopolíticos,
claro está, y no
culturales-,
hallaron un
coincidente modo
de zurcir que a
mí me luce
supremamente
sugestivo en un
mundo tan
despersonalizado
por el espejismo
de la
globalización.
Said expresó en
alguno de sus
ensayos que, en
la hora presente
(él falleció en
el 2003), ya no
podemos albergar
la esperanza de
que figuras
señeras o
prestigiosas del
humanismo vengan
a abrirle los
ojos a sus
prójimos en
defensa los
bienes de la
cultura ante una
amenazante
barbarie. Said
pronosticó que
es el
intelectual
colectivo el
llamado a
imponer
curativas manos
sobre las llagas
que la barbarie
estampa en
nuestras
humanidades.
Darwix exhibió
un planteamiento
afín al abordar
la figura del
poeta colectivo
en una de las
entrevistas que
concedió: “…Tú
no puedes entrar
en este mundo de
la poesía con
nacionalidad…”
Qué lecciones
transpiradas del
humus que brota
en los confines,
aquel que vino a
ser padre y
madre de toda
humildad y de
toda humanidad.
|
|
|
Luis Alejandro
Contreras
Agosto, 26 de
2008
|
|
|
|
____________________________________________
_SIN
EXILIO, ¿QUIÉN SOY?
Extranjero a
orillas del río, como al río... me ata
a tu nombre el
agua. Nada me devuelve de mi lejanía
a mi palmera: ni la
paz ni la guerra. Nada
me incorpora a los
Evangelios. Nada...
Nada brilla
mientras sube y baja la marea
entre el Tigris y
el Nilo. Nada
me apea del bajel
de Faraón. Nada
me tiene o hace que
yo tenga una idea: ni la nostalgia
ni la promesa. ¿Qué
haré? ¿Qué
haré sin exilio,
sin una larga noche
que escrute el
agua?
Me ata
a tu nombre
el agua...Nada me
lleva de las mariposas de mi sueño
a mi realidad: ni
el polvo ni el fuego. ¿Qué
haré sin la rosa de
Samarcanda? ¿Qué
haré en una plaza
que bruñe a los rapsodas con piedras
lunares? Tú y yo
nos hemos vuelto tan ligeros como nuestros
hogares
a merced de los
vientos lejanos. Hemos trabado amistad con los
raros
seres que habitan
las nubes... Nos hemos liberado
del peso de la
tierra de la identidad. ¿Qué haremos... qué
sin exilio, sin una
larga noche
que escrute el
agua?
Me ata
a tu nombre
el agua...
Sólo tú quedas de
mí, sólo
yo de ti, un
extranjero que acaricia el muslo de su
extranjera: Oh
extranjera, ¿qué
vamos a fabricar en esta calma
que apuramos... en
esta siesta entre dos mitos?
Nada nos tiene: ni
el camino ni la casa.
¿Fue este camino
así desde el principio,
o acaso nuestros
sueños hallaron una yegua
de los mongoles
sobre la colina y nos sustituyeron?
¿Qué haré?
¿Qué
sin
exilio?
(Tomado de Mahmud Darwix, Poesía escogida
(1966-2005),
traducción de Luz Gómez García, Valencia,
Pre-Textos, 2008)
PASAPORTE
No me han
reconocido en las sombras que
difuminan mi color
en el pasaporte.
Mi desgarrón estaba
expuesto
al turista amante
de postales.
No me han
reconocido… Ah, no prives
de sol a la palma
de mi mano,
porque el árbol me
conoce…
Me conocen todas
las canciones de la lluvia,
no me dejes
empalidecer como la luna.
Todos los pájaros
que ha perseguido
la palma de mi mano
a la entrada del lejano aeropuerto,
todos los campos de
trigo,
todas las cárceles,
todas las tumbas blancas
todas las
fronteras, todos los pañuelos que se agitaron,
todos los ojos
estaban conmigo,
pero ellos
los borraron de mi
pasaporte.
¿Despojado de
nombre, de pertenencia,
en una tierra que
ha crecido con mis propias manos?
Job ha llenado hoy
el cielo con su grito:
¡no hagáis de mí un
ejemplo otra vez!
Señores, señores
profetas,
no preguntéis su
nombre a los árboles,
no preguntéis por
su madre a los valles:
de mi frente se
escinde la espada de la luz,
y de mi mano brota
el agua del río.
Todos los corazones
del hombre… son mi nacionalidad:
¡retiradme el
pasaporte!
(Traducción de Luz Gómez García)
TENEMOS EL VIENTO
EN CONTRA
Tenemos el
viento en contra, el viento del sur se alía
con nuestros
enemigos. Y el paso
se estrecha.
Alzamos los estandartes de victoria
ante las tinieblas,
ojalá las tinieblas alumbraran. Andamos de noche
sobre el árbol de
los sueños. ¡Oh tierra final, difícil sueño!
¿Aún existes?
Y escribimos por
milésima vez sobre el último aire:
morimos, pero no
pasarán.
Y seguimos nuestras
voces para hallar una luna entre ellas,
y cantamos para
asustar a las piedras.
Y marcamos nuestros
cuerpos con el hierro... los marcamos
con hierro... y
brota un río.
Tenemos el viento
en contra, el viento del norte se alía
con el viento del
sur y gritamos: ¿dónde nos quedamos?
Y pedimos a las
hadas de los cuentos que alguien cuando muertos
nos quiera. Y el
águila se lanza en picado
sobre nosotros. Y
seguimos a nuestros sueños para verlos,
y nos siguen de
cerca para vernos aquí. Es inevitable.
Y nosotros
perseveramos en lo que parece la muerte en vida.
Y esto que parece
la muerte es la victoria.
(Traducción de Luz Gómez García)
NADA, NADA JUSTIFICA EL TERRORISMO
|
La catástrofe que ha
golpeado
Washington y
Nueva York tiene
un solo nombre:
la sinrazón del
terrorismo. Esta
catástrofe no ha
sido ni una
siniestra
película de
ciencia-ficción
ni el Día del
Juicio. Ha sido
terrorismo, a
palo seco, sin
patria ni color
ni credo, a
pesar de los
muchos dioses,
divinidades y
agonías humanas
con que pretenda
autojustificarse.
Ninguna causa,
ni siquiera una
causa justa,
puede legitimar
el asesinato de
inocentes
civiles, por muy
larga que sea la
lista de
acusaciones y la
nómina de
agravios. El
terror nunca
allana el camino
a la justicia,
es un atajo al
infierno.
Deploramos estos
horrendos
crímenes y
condenamos a
quienes los
planearon y
ejecutaron con
todas las
palabras de
repulsa y
condena que
existen en
nuestra lengua.
Hacemos esto no
sólo como un
deber moral,
sino también
para reafirmar
nuestro
compromiso con
nuestra propia
naturaleza de
seres humanos y
nuestra fe en
los valores
humanistas que
no diferencian
entre una
persona y otra.
Nuestras
simpatías hacia
las víctimas y
sus familias,
así como hacia
el pueblo
americano en
estos duros
momentos, es
igualmente una
expresión de
nuestro hondo
compromiso con
la unidad del
destino humano.
Porque una
víctima es una
víctima, y el
terrorismo es
terrorismo, aquí
o allá, no
conoce fronteras
o
nacionalidades,
y no le falta
retórica para
matar.Nada, nada
justifica este
terrorismo que
ha fundido la
carne humana con
hierro, cemento
y polvo. Ni nada
puede justificar
que se polarice
el mundo en dos
bloques que
nunca puedan
encontrarse: uno
del bien
absoluto, el
otro del
absoluto mal. La
civilización es
el resultado de
la contribución
de cada sociedad
a una herencia
global; la
acumulación e
interacción que
conduce a la
elevación de la
humanidad y a la
nobleza de la
conciencia. En
este sentido, la
insistencia de
los
neo-orientalistas
en que el
terrorismo anida
en la naturaleza
primigenia de la
cultura árabe e
islámica no
contribuye en
absoluto a
aclarar el
enigma, y menos
aún ofrece
solución alguna.
Al contrario,
hace que la
solución sea más
inescrutable,
porque ha caído
en las garras
del racismo. Por
|
|
ello,
cuando América
busca razones
para comprender
la animosidad
hacia su
política (una
animosidad que
no es hacia el
pueblo americano
y el conjunto de
su cultura) debe
distanciarse del
concepto “choque
de culturas”.
Debería también
prescindir de la
necesidad de
identificar
siempre a un
enemigo de carne
y hueso,
imprescindible
para probar la
“supremacía
occidental”. En
lugar de eso,
debería moverse
en el terreno de
la política, en
el que los
Estados Unidos
deberían
reflexionar
acerca de la
sinceridad de su
política
exterior. En
particular,
deberían meditar
sobre sus logros
en Oriente
Próximo, donde
los grandes
valores
americanos de la
libertad, la
democracia y los
derechos humanos
han dejado de
funcionar,
especialmente en
el contexto
palestino, en el
que la Ocupación
israelí sigue
estando
exonerada de
responder al
derecho
internacional,
al tiempo que
los EEUU le
provee de todas
las razones que
necesite para
justificar
prácticas que
lindan con el
terrorismo de
Estado. Sabemos
que la herida de
los americanos
es profunda, y
sabemos que este
trágico momento
es un tiempo
para la
solidaridad y el
dolor
compartido. Pero
también sabemos
que los
horizontes del
intelecto pueden
atravesar
paisajes de
devastación. El
terrorismo no
tiene territorio
ni fronteras, no
reside en una
geografía
propia, su casa
es el desencanto
y la
desesperación.
La mejor arma
para erradicar
el terrorismo
proviene de la
solidaridad de
la comunidad
internacional,
del respeto al
derecho de todos
los pueblos del
planeta a vivir
en armonía, de
la reducción de
la sima cada vez
más profunda
entre el norte y
el sur. La
manera más
efectiva para
defender la
libertad es
haciendo
totalmente
realidad el
significado de
la justicia. Las
medidas de
seguridad por sí
solas no son
suficientes,
puesto que el
terrorismo
extiende sus
redes a
múltiples
naciones, y no
reconoce
fronteras. No
puede dividirse
al mundo en dos
sociedades, una
para los
rebeldes y otra
para los
oficiales de la
ley. Pero nada,
nada justifica
el terrorismo...
|
|
Carta
de reparo ante los atentados del 11-09. Texto de
Mahmud Darwix suscrito por Hanna Nasser, Sari
Nusseiba, Salim Tamari, Rema Hammai, I’zzat
Ghazawi, Hassan Khader, Hannan Ashrawi.
(Traducción de Luz Gómez García)
*
Algunas fuentes en la web:
El blog de Mahmud Darwix, a cargo de Luz Gómez
García:
http://mahmuddarwix.blogspot.com/
Otro sitio de interés:http://www.arabismo.com/biblioteca/darwix/index.html
Bibliografía recomendada:
- Darwix Mahmud, Poesía escogida (1966-2005),
Pre-Textos, Valencia, 2008
- Said, Edward. Humanismo y crítica democrática,
La responsabilidad pública de escritores e
intelectuales. Random House Mondadori, Colección
Debate, Caracas, 2006.
- Said, Edward.
Reflexiones sobre el exilio. Random House
Mondadori, Colección Debate, Caracas , 2005.
ALPHABETI ULTIMA LITTERA
de Juan Antonio Barros Jódar
Nous
conduisons la grande dance,
La seule où chacun ait son tour,
Et nul ne peut, tant soit-il lourd,
Ne suivre pas nostre cadance.
Sí. Hoy
he sabido que mi vuelta en la danza está más
próxima de lo que imaginaba. No tengo miedo.
Desde la ventana puedo ver, abajo en la calle,
los signos de la vida: vehículos relucientes
como luciérnagas, amas de casa que regresan de
la compra, muchachas sonrientes, saludables, que
dentro de pocos años serán tal vez madres o
amantes, eficientes doctoras, qué sé yo. Lo miro
desde mi habitación de hospital. Pienso que me
gustaría abrir la ventana, notar el aire fresco
otra vez, el sol.
El médico vino hoy más temprano que de
costumbre. No había reparado antes en lo mucho
que se parece a mí mismo cuando todavía era
joven. Me miró desde detrás de sus lentes de
concha de tal modo que no hicieron falta las
palabras. Luego hizo un comentario trivial. No
le presté atención. Creo que esperaba que yo
respondiera algo. No estoy seguro. Ahora pienso
que debería haber contestado. Antes no me
preocupaban esas cosas. La enfermedad ha
exacerbado mi sensibilidad. En fin, eso ya no
tiene remedio.
Ayer no recibí visitas. Francamente, me alegré
de que así fuera. Tenía dolor de cabeza y era
agradable permanecer acomodado en la butaca sin
tener que hablar, sin tener que responder, sin
tener que pensar siquiera, mirando sencillamente
las cosas tras el cristal de la ventana.
He dejado de escribir en el diario. Para qué. No
creo que tenga sentido. Nadie puede comprender
lo que yo siento. No se puede comunicar el
dolor, el miedo, la rabia. Además, siempre me
pareció un poco obsceno transmitir mis
sentimientos, convertirlos en espectáculo,
arroparlos incluso con las ridículas galas de la
poesía. Ya de pequeño me lo decían. Este niño
es demasiado introvertido. Se lo guarda todo
dentro. Y eso no es bueno. A lo mejor no. De
todas formas, cada uno es como es. Y no creo que
el mal me haya ganado la partida por eso.
No. No tiene nada que ver.
Ya se escucha acercarse por el pasillo el
carrito con la merienda. La enfermera es muy
simpática. Es la única persona que me sigue
tratando igual que antes de los resultados. Por
eso espero este momento con algo parecido a la
ilusión. Desde el primer chirrido amortiguado,
muy lejos, en el ala opuesta de la planta, hasta
que se abra la puerta de mi habitación,
transcurre media hora. Minuto más o menos. El
café es muy malo, pero da igual. No es más que
café.
Así pues, me quedan aún treinta minutos de
silencio, de blanda soledad. Es agradable porque
sé que, transcurrido ese modesto lapso de
tiempo, ella girará el pomo de la puerta y
entrará con la bandeja de la merienda. Me mirará
a los ojos como a un amigo, como a un compañero,
como a una persona. No como a un enfermo
terminal.
Certum est quod morieris, et incertum
quando aut quomodo aut ubi, quoniam
ubique te mors expectat.
A esta
hora la penumbra invade la habitación y llena el
aire de una extraña complicidad. Hace calor, la
calefacción está siempre demasiado fuerte. Sin
embargo, se adivina un frío cortante en la
calle.
Recuerdo que hace unas semanas miraba la
cartelera de espectáculos en un diario y pensé
que quería ver cierta película. La crítica era
alentadora. Pensé que era mejor esperar un poco
para no tener que soportar las colas en la
taquilla. Entonces no me parecía un problema.
Sólo tenía que aguardar. Creía disponer de un
tiempo ilimitado para ir al cine, para pasear,
para visitar un monumento que me espera desde
hace muchos siglos, que seguramente ya no podré
ver nunca.
Por extraño que parezca, ahora me siento como si
acabara de nacer. No quiero acordarme de los
años que se fueron. En realidad es como si sólo
hubieran pasado unos pocos minutos de
existencia. Apenas puedo recordar más de cuatro
o cinco atardeceres contando el de hoy. Apenas
conservo la imagen de un cielo estrellado en una
noche de agosto. Apenas unos ojos quietos en los
míos. No. Los números no me sirven para
comprender lo que he dejado atrás. Tengo la
impresión de que hablar de veinte años es caer
en las trampas de la memoria, dejarse llevar por
una corriente plácida, engañosa. No ha podido
pasar tanto tiempo. ¿O sí? A lo mejor es que no
estoy dispuesto a echar cuenta de nada. Qué más
da. Al fin y al cabo estoy en mi derecho. Sólo
sé que moriré. Lo demás es retórica.
Ce sera ton ultime ivresse,
L'ivresse du vin de la Mort.
Siempre
hace demasiado calor. Anoche tuve fiebre. Una
enfermera pinchó en la goma del suero una
jeringuilla. No tardé en quedarme dormido. En
mis sueños veo un muro construido con enormes
bloques de granito. Puedo moverlos con gran
facilidad, como si no pesaran nada. Caen
lentamente uno tras otro. Pero en ese instante
comprendo que realmente son pesadísimos. No
puedo dejar de mover aquellos bloques ciclópeos.
Siento una angustia infinita. Por fin no es
preciso ningún esfuerzo, ni siquiera el contacto
de mis manos. Los cubos se precipitan entonces
impulsados tan sólo por mi pensamiento.
Cuando era pequeño y caía enfermo, me sucedía
algo parecido. A lo mejor eran esferas en lugar
de bloques cúbicos. Esferas gigantescas que
resbalaban por una pendiente y se acumulaban,
una sobre otra, formando una espantosa muralla
que me oprimía el pecho y me golpeaba las sienes
hasta que la fiebre remitía.
Ahora me parece que aquello era como una
borrachera. También lo de anoche. Como un veneno
dulzón que adormeciera los sentidos despacio,
muy despacio, quizá para siempre. Lo podía
sentir: notaba cómo se deslizaba cada gota a
través del tubo y entraba en las venas. Yo no
podía hacer nada. No podía detener la caída de
los bloques sobre mis párpados semicerrados. ¿O
eran esferas?
Alphabeti ultima littera
Hoy he escrito una carta importante. No quiero
marcharme sin dejar resueltos mis asuntos. Nada
importante, pero hay que cuidar los gestos.
Después de todo, los demás lo merecen. Cuando he
escrito la última letra sobre el papel con la
estilográfica que ella me regaló por nuestro
aniversario, he experimentado una paz infinita.
Ahora todo está en orden.
El doctor ha vuelto esta mañana. Me ha dicho que
me envía a casa. En su voz no había jovialidad.
En realidad era la misma voz de siempre, fría,
carente de modulación y de sentimiento. Yo he
escuchado en silencio. Sé exactamente lo que
significa esa decisión.
Le enfermera que me sirve la merienda cada tarde
se ha entretenido hoy algo más de lo habitual.
Sólo entonces me he percatado de que en mi taza
había un excelente café de Colombia. Se me han
saltado las lágrimas. A ella también. Entonces
he recuperado durante unos minutos una imagen
que daba por perdida en los sótanos de la
memoria. Con creciente nitidez se han
reconstruido sobre un escenario de naufragio el
viejo aparador con su gran espejo sobre la
piedra de mármol, las pobres sillas de anea, el
quicio de la puerta sin puerta, tan sólo una
humilde cortina, la ventana sobre el ala del
tejado cubierto de jaramagos. También las
lluvias torrenciales de aquellos tiempos. Y la
imagen de una mujer reflejada en la luna del
mueble renegrido. Era hermosa. Muy hermosa.
Entonces, mirando a aquella enfermera que perdía
un poco de su valioso tiempo conmigo, que me
traía un café que era un pequeño milagro en
aquella triste sala de hospital, he comprendido
que esta mujer era de algún modo aquella otra
que mi memoria conservó inmovilizada frente a un
espejo antiquísimo.
No tengo prisa. Pronto regresaré a casa. Será
grato reconocer de nuevo los ángulos familiares
de los objetos, los mandos de los grifos, los
brazos del sillón, los pomos de las puertas.
Será grato volver aunque sólo sea por algún
tiempo. Después de todo, cualquier espacio de
tiempo es una forma de eternidad. Ahora lo sé.
Debo aprender a respirar otra vez, sin
urgencias, sin angustia. Cada cosa sigue su
camino. Yo también.
Llueve. Yo había olvidado casi la lluvia. Y es
hermosa. Hace muchos años era un fenómeno
relacionado con relatos sobrenaturales. Luego es
como si hubiera olvidado que puede llover así,
igual que ahora lo hace, a raudales, horas y
horas. Lluvia, la de entonces. Como cuando la
riada reventó los puentes y se los llevó en
volandas en busca de un mar tan lejano. Hubo
después una época en que llovía todas las
tardes. A las cinco en punto. Bueno, más o
menos. Entonces el mundo era distinto. Más
grande, más limpio. A lo mejor por la lluvia.
Uno podía sentarse por la noche en el escalón de
la puerta para conversar con la gente. Se
compartía todo: la alegría, el dolor, el
misterio, la ilusión. Para bien, para mal, no se
estaba solo. Luego se acabó. Llegó la sequía y
con ella la desolación. Las calles antiguas se
despoblaron para siempre. Los niños se hicieron
mayores y olvidaron. En los escalones creció la
hierba y las piedras que el uso no había
desmoronado fueron reducidas al polvo por la
soledad. No, ya nada es igual.
Esto no es un ejercicio deliberado de nostalgia.
Viene a propósito de la lluvia que sigue cayendo
afuera. Que seguirá cayendo seguramente toda la
noche. O lo que es lo mismo, que seguirá cayendo
por toda la eternidad.
LA CIUDAD INVISIBLE
de Juan Antonio Barros Jódar
|
No era la
primera vez que
la ciudad había
desaparecido de
los mapas de los
geógrafos y aun
de la faz de la
tierra. Al
menos, así lo
afirmaban las
consejas que él
había escuchado
de los ancianos
en anteriores
viajes y leído
en los anales de
su historia.
Llegó en su
automóvil como
otras veces. El
aire limpio y
frío penetraba
por la
ventanilla de la
portezuela. Los
árboles se
agitaban al paso
del vehículo.
Casi se diría
que hacían un
saludo con sus
largas ramas
inclinadas. Le
extrañó divisar
la sierra tan
pronto, antes de
haber adivinado
siquiera aquella
querida silueta
de la ciudad
recortada sobre
un fondo de
montañas en las
que azuleaba la
nieve. Pensó que
en cualquier
momento
aparecería ante
su vista. Mas no
fue así.
Detuvo el coche
en el arcén con
un violento
frenazo.
Entonces
comprendió.
Ahora recordaba
que no había
dejado atrás
ninguna señal,
ningún anuncio
de la proximidad
de la urbe.
También recordó
que alguna vez
temió que
aquello pudiera
ocurrir. Pero en
tales ocasiones
había percibido
enseguida la
apretada
multitud de
luciérnagas bajo
las estrellas, o
el perfil velado
por la bruma de
la esbelta torre
de la catedral.
Y entonces todo
cobraba de nuevo
su sentido. Esta
vez, sin
embargo, no
sucedió nada de
eso.
Se apeó del
auto. Algo
semejante a una
neblina lechosa
flotaba como un
velo misterioso
y se extendía
hasta las
estribaciones
mismas de la
sierra. En
dirección
opuesta, el
remoto volcán
cuyo nombre
evocaba
pretéritas
civilizaciones y
olvidados
concilios. Hacia
el oeste, la
vega profunda,
multicolor. No
había duda.
Aquello era la
ciudad que un
día cautivara su
ánima, o mejor,
lo había sido
hasta entonces.
Ya sólo restaba
el vacío, un
espacio yermo,
fantasmal, que
ahora se le
antojaba
increíblemente
reducido.
Las historias lo
referían con
meridiana
claridad.
Primero el cielo
mostraría
funestas
epifanías. Luego
llegaría el
vendaval y los
tornados
arrastrarían
casas, bestias y
árboles
arrancados por
la raíz. Luego
sobrevendría la
oscuridad. Al
fin, cuando se
despejaran las
tinieblas, no
quedaría una
sola piedra que
recordara la
existencia de la
ciudad.
Transcurridos
años, siglos tal
vez, otros
hombres
construirían una
ciudad idéntica
a la original,
que de nuevo
sería arrasada
algún día por el
vendaval. Y así
hasta el fin de
los tiempos.
El hombre se
llamaba
Celedonio
Flores. En
realidad, nunca
se había tomado
en serio la
leyenda, y no
podía creer que
se hubiera
cumplido. Pero
allí estaba
aquel erial,
aquel miasma
siniestro que
hablaba de
podredumbre, de
aniquilación.
Comenzó a
caminar sin
rumbo ni
propósito. Pero
pronto aprendió
a reconocer las
cosas por el
espacio que una
vez ocuparan.
Con una
nostalgia
infinita, se
propuso
reconstruir
idealmente cada
elemento como si
se tratara de un
puzzle. Supo que
se encontraba
ante la catedral
con la misma
certeza que si
estuviera
admirando la
grandiosa
portada
principal. Miró
a lo alto. Allí
debía erguirse
la torre
inconclusa.
Atravesó
imaginariamente
el crucero y se
detuvo como
siempre ante la
puerta del
Perdón, hoy
abierta en las
felices
infidelidades de
la memoria. La
inicial del
apellido del
artífice
perduraba en la
hornacina entre
una abigarrada
fauna apócrifa.
Del otro lado,
la bellísima
lonja, el
antiguo mercado
de sedas, la
casa del
cabildo, la
alhóndiga.
Volvió de nuevo
en dirección al
soberbio templo
renacentista.
Recorrió sin
premura la plaza
principal,
testigo de
tantos momentos
gozosos para la
ciudad, mas
también de los
horrendos
procesos
inquisitoriales;
de las efímeras
arquitecturas
festivas, mas
también de los
férreos jaulones
que contenían la
cabeza de algún
criminal
ajusticiado a
modo de
severísima
advertencia.
Hizo un alto en
aquel
fantasmagórico
deambular por
los laberintos
de su alma, y se
sentó luego
sobre el suelo,
justo donde en
mejor ocasión se
levantara una
hermosa fuente.
Allí la había
visto por vez
primera. Hacía
muchos años ya.
Ella se había
quedado parada
ante él como una
estatua, con
sonrisa
desafiante y una
frescura de
lluvia
primaveral en la
mirada. Casi
podía ver de
nuevo el intenso
follaje de los
árboles, los
puestos de
flores, los
alegres toldos
de los cafés, el
olor de los
tejeringos y el
zumbido de los
abejorros en la
plenitud de la
tarde.
Miró al suelo,
pero sólo
encontró la
neblina lechosa.
Y sus propios
miembros
entumecidos. Se
incorporó.
Comenzó un
camino que
reconstruía
itinerarios más
antiguos del
brazo de aquella
extraña
compañera. Llegó
hasta los muros
de la vieja
fortaleza. Desde
ese punto se
dominaba toda la
ciudad. Muchas
veces habían
jugado en aquel
mirador a
reconocer por el
tejado alguna
casa importante
o alguna
iglesia. En
cierta ocasión
ella señaló una
casucha sucia y
destartalada y
los ojos se le
llenaron de
lágrimas. Él no
consiguió nunca
hacerla hablar
sobre aquello.
Desde allí
mismo, ella
señaló otro día
una casa
espaciosa,
rodeada de altas
tapias encaladas
y rematada por
un airoso
torreón en
cuyo tejado
giraba una
veleta que
representaba un
jinete moro con
lanza y adarga.
Y el monasterio
del Paular,
asentado al
decir de los
cronistas
medievales sobre
un delicioso
paraje
engalanado por
plácidas huertas
y amenos
vergeles llamado
Ayn al-Dama,
y coronado por
un extraño
montecillo que
algunos
identificaban
como túmulo
céltico. Y el
soberbio
hospital de los
Reyes, que
albergó en su
época a los
enfermos del mal
gálico, a
bubosos y aun a
inocentes. Y el
monte
paradisíaco en
el que fueron
hallados los
famosos libros
de plomo y las
reliquias de los
mártires.
|
|
Celedonio miró
una vez más
desde la cima de
aquella colina,
ahora yerma y
cubierta por
funestos jirones
de niebla. De
pronto sintió la
necesidad de
gritar como
entonces un
nombre, pero
comprobó con
estupor que no
podía
recordarlo: sólo
sus ojos, su
cabello
condenando a la
sombra al
círculo de la
luna, su risa. Y
también sus
lágrimas al
señalar aquella
casucha perdida
en el barrio
alto. Sólo eso.
Pero su nombre,
no.
Descendió hasta
el cauce del río
con paso
pesaroso. Ella
le había
mostrado allí un
paseo que
ascendía entre
sauces y
avellanos hasta
un remanso
encantador. La
armonía del agua
en la
fuentecilla que
daba nombre al
paraje
reconfortaba el
ánima del
fatigado
caminante. Los
ruiseñores
cantaban ocultos
en el bosque
frondoso,
mientras los
gorriones se
lanzaban en
alocado vuelo
hasta lo más
hondo del
barranco.
En aquel lugar
indescriptible,
ella le enseñó
los secretos del
lenguaje de las
aves, arte que
había aprendido
de Paco el
Bárbaro cuando
éste ya
ostentaba un
alarmante tono
verdoso en la
piel y los
estigmas de los
condenados a
morir de amor.
La muchacha,
sentada sobre
una peña, hacía
bocina con las
manos y
comenzaba a
remedar el trino
de los pájaros
con tal
propiedad que
podía pasar muy
bien por uno de
ellos. Después,
sobre aquella
misma roca que
semejaba un
altar de
sacrificios, se
entregó a él
confundida entre
un luminoso
reguero de
yedras y
madreselvas.
Celedonio Flores
sintió entonces
una fuerza
descomunal
gravitando sobre
sus miembros, la
misma fuerza que
hacía girar las
esferas
celestes, pensó,
la misma fuerza
que ocasionaba
las mareas y los
seísmos, la
misma fuerza que
un día había de
arrasar y
reducir al polvo
hasta la última
piedra de la
ciudad. Se supo
en ese instante
materia
primigenia,
magma sin forma,
lava burbujeante
a punto de hacer
eclosión. No
pudo resistir y
cayó
desvanecido.
Cuando despertó,
ella no estaba.
El sol se
ocultaba en el
horizonte y
había
refrescado. Un
ruiseñor daba
saltitos a su
lado. Se alejó
un poco e inició
un canto que a
él le sonó
familiar. Por un
momento pensó
que tenía los
ojos de ella. Se
acercó despacio
e hizo intento
de atraparlo,
pero el pájaro
voló a una rama.
A la mañana
siguiente, ella
dijo no recordar
nada de lo
sucedido. Ese
mismo día,
Celedonio debía
partir.
Regresó dos años
más tarde. No
albergaba la
menor esperanza
de reencontrar a
la joven. Sin
embargo, ella
aguardaba en el
vestíbulo del
hotel. Lucía el
vestido rosa de
organdí y la
pamela que él le
había regalado
la tarde de la
despedida. Él no
salía de su
asombro. La
muchacha dijo
simplemente que
lo sabía desde
siempre y que
eso bastaba.
Fue ella la
primera en
mencionar la
profecía de la
destrucción de
la ciudad.
Celedonio
recordaba que lo
hizo entonces
como si hubiera
sido testigo de
su cabal
cumplimiento a
lo largo de los
tiempos. Unas
gotitas de sudor
perlaron su
frente. En sus
ojos aparecía un
brillo
inquietante que
él no sabía
interpretar. No
sólo era miedo
lo que adivinaba
en su mirada
intensa y
febril.
Descubría en el
fondo lejanísimo
de sus pupilas
algo maligno,
destructivo.
Llegó incluso a
considerarla
formando parte
de esa fuerza
perversa que un
día podía
arrancar de
cuajo los
cimientos de una
civilización.
En realidad, él
no creyó nunca
en la veracidad
de la profecía.
No dejaba de ser
una leyenda
sugestiva en una
ciudad
legendaria. Como
otras muchas que
narraban los
ancianos en las
tardes del estío
a los chiquillos
ávidos de
aventura. Había
escuchado muchas
historias de
tesoros
enterrados que
provocaban
sucesos
sobrenaturales,
de lindas
princesas
cautivas y
padres celosos,
de filtros y
encantamientos,
de ejércitos del
más allá que
custodiaban la
alcazaba durante
la noche y se
esfumaban al
alba con un
susurro de
fatigados
sudarios.
Celedonio
despertó
entumecido por
el frío. Había
dormido varias
horas. Lo supo
por la posición
de la luna en el
cielo. El sueño
le había
sorprendido
cerca de la
antigua
chancillería. De
pronto se sentía
aliviado. Era
como si un
bálsamo mirífico
hubiera curado
las sangrantes
heridas de la
nostalgia. Pensó
que aquella
ciudad estaba
tal vez
destinada a
perdurar
eternamente en
su memoria.
Pensó que la
profecía era
inexacta, pues
en su corazón
seguían
existiendo en su
justo orden y
proporción cada
calle, cada
templo, cada
paseo, cada
tapia, cada
monumento, cada
casa, cada
torreón, cada
esquina, cada
piedra. Y
también cada
viejo, cada
niño, cada
muchacha y aun
cada fantasma de
aquella ciudad
hoy fantasmal.
Desbordado por
esa certeza
reconfortante,
tomó su
decisión. Caminó
con paso
resuelto, sin
mirar atrás. No
tardó en
alcanzar los
arrabales por
los que llegara
el día anterior.
Vio a lo lejos
el automóvil. Su
corazón latía
con ritmo
alocado. Ahora
sabía con
absoluta certeza
que la profecía
se había
cumplido
precisamente
para no
cumplirse nunca
jamás.
Subió al coche.
Empezaba a
clarear tras las
cumbres de la
sierra. No quiso
volver el
rostro. Allí no
quedaba nada
suyo. Ya no.
Ahora sabía bien
que había un
horizonte más
amplio, más
perdurable. Puso
en marcha el
motor y pisó el
acelerador a
fondo. El
vehículo
describió un
giro limpio en
semicírculo.
Tomó luego la
misma carretera
por la que había
llegado el día
anterior y se
alejó. Si
Celedonio Flores
hubiera mirado
atrás, habría
podido ver cómo
aquella neblina
lechosa
comenzaba a
evaporarse
delicadamente al
roce de los
tibios rayos del
amanecer.
|
|
MARTIRIO DE LA CRUZ
de Juan Antonio Barros Jódar
|
Martirio de la
Cruz se dejó
caer en el
jergón con un
cansancio
infinito. Las
cinco marcas
trazadas en la
cal mugrienta de
la pared no
mentían, pero a
ella le parecía
que llevara allí
mucho, muchísimo
más que cinco
días. También
aquella tarde
notaba los
estragos de la
fiebre. Del
fondo de la
galería llegaban
los ecos de una
cancioncilla
procaz. Debía
ser sin duda
Carmela la
Legionaria,
encerrada por
descuartizar a
su amante
para matar el
aburrimiento,
según sus
propias
palabras.
Alguien ordenó
silencio, pero
la Legionaria la
retó a hacerla
callar si es
que tenía lo que
había que tener.
Ante la falta de
respuesta,
continuó con su
atrevida copla.
Y pensar que
ella, Martirio
de la Cruz
Fernández
Entrambasaguas,
había nacido
para reina. Eso
fue lo que
pronosticó una
gitana al verla
tan linda el día
de su bautizo,
con aquellos
rizos dorados y
un trajecito
blanco como la
nieve, con sus
botitas de lana,
su baberito de
encaje y aquel
mantón de flores
que según decían
había sido
capote de paseo
del inolvidable
Frascuelo.
Cuando conoció a
Dionisio, le
pareció un
príncipe, aunque
no tuviera dónde
caerse muerto. A
ella no le
importó aprender
a trabajar, ni
comprar fiado en
la tienda de
ultramarinos, ni
tampoco dejarse
querer por un
médico del
vecindario que
le ayudaba en el
sostenimiento
económico de la
casa. Luego,
cuando vinieron
los hijos,
trabajó hasta
dejarse la salud
en los portales
de los
alrededores.
A Dionisio no le
duraban las
ocupaciones.
—Es que tiene el
temperamento de
un artista
—decía ella para
justificarlo.
Ahora, tendida
en el camastro
de su celda, lo
recuerda como
era: alto,
apuesto, con
porte de galán
de vodevil, el
traje impecable,
los botines
relucientes y el
sombrero
ligeramente
caído a un lado.
Siente un
estremecimiento
al pensar en
Dionisio. Para
qué negar que lo
sigue queriendo
después de todo.
La Legionaria ha
dejado
momentáneamente
el género
picaresco. Ahora
la ha emprendido
con Soldadito
español y
con Roja y
gualda, mi
bandera.
Martirio de la
Cruz saca un
cigarrillo de
los que le
obsequió su
primo Trinidad.
Él sí que la
quiso. Desde
pequeños. Desde
un día en que
llenó con su
nombre todas las
tapias, todas
las fachadas y
todos los
árboles del
barrio. Él sí la
habría tratado
como a una
reina. No había
más que ver cómo
se había
deshecho en
lágrimas la
tarde anterior
cuando la
encontró con la
cabeza rapada al
cero y vestida
con un uniforme
demasiado
grande. Nadie
había acudido a
visitarla
excepto el bueno
de Trinidad, que
la seguía
venerando como a
una virgen. Él
le llevó
chocolate,
revistas, varios
cartones de
tabaco rubio
americano y
galletas de
mantequilla
holandesas. Y
una estampita de
santa Rita,
abogada de las
causas
imposibles.
Ahora, al mirar
la estampa, ella
recuerda las
lluvias
torrenciales de
su infancia y el
altar sombrío de
la santa, donde
su abuela se
detenía a rezar
con ojillos de
perro
abandonado.
—Santa Rita
tiene mucha mano
en el cielo —le
decía—.
Acuérdate de
ella y nunca te
echará en
olvido.
Luego seguía
rezando y a
veces acababa
por quedarse
dormida
arrodillada en
el reclinatorio.
Cuando
despertaba,
seguía moviendo
los labios de
tal modo que la
niña no sabía si
decía una
oración o
canturreaba una
tonadilla de
moda. Al final
se levantaba,
depositaba una
moneda en el
cepillo y le
decía:
—Vamos, niña,
que la santa ya
sabe lo que me
hace falta.
Martirio de la
Cruz fuma y
contempla la
estampita con
una sonrisa
desangelada.
¿Qué podía
esperar ella
después de lo
que había hecho?
Realmente no
estaba
arrepentida,
pero comprendía
que ahora amaba
más que nunca a
Dionisio, a
pesar de todo.
Él no le era
leal. Eso lo
sabía ella desde
antes de
casarse.
Demasiado bien
conocía sus
andanzas en casa
de una hetaira
que atendía por
Leonarda la
Babilónica. Pero
al fin y al
cabo, aquello no
era más que
desahogo carnal
sin mayores
consecuencias.
Que hubiera
participado en
alguna
francachela
sonada y que una
tal Flora la
Malagueña
hubiera
intentado
cortarse las
venas para
retenerlo a su
lado, no pasaban
de ser meras
anécdotas. Al
menos, eso
argumentaba ella
ante los
reproches de sus
amigas.
—Una mujer
honesta no debe
hacer ciertas
cosas —decía—.
Para eso están
las fulanas, que
también son
criaturas de
Dios.
Toda esa buena
disposición se
le agrió en la
garganta una
mañana de junio,
a sus ocho años
de matrimonio,
cuando vio a
Dionisio del
brazo de una
jovencita. Por
lo que pudo
averiguar,
trabajaba como
empleada en una
peluquería de
señoras del
centro de la
ciudad y apenas
había cumplido
diecinueve años.
Lo que más la
ofendió fue la
expresión de
carnero
degollado con
que él miraba a
la muchacha. Eso
y el respeto que
le mostraba.
Aquello era más
serio de lo que
pudiera parecer.
Esa tarde,
Martirio de la
Cruz no dijo
nada que pudiera
alertar al
esposo infiel.
Él debía seguir
actuando con
completa
libertad. Sólo
así sería
posible llegar
al fondo de
aquello. A
medida que
pasaban las
horas, Martirio
de la Cruz
perdía los
nervios. Sabía
que esa noche se
habían citado en
un parque al que
acudían muchos
novios al
oscurecer
empujados por
las urgencias de
la pasión.
|
|
Cuando llegó
junto a la
estatua del
ángel caído,
ellos estaban
allí. No se
besaban, ni
realizaban
ninguna de las
acciones que
ella en su
delirio había
imaginado una y
otra vez.
Sumergidos en
una cálida
aureola de
perfumes
nocturnos,
amparados por
las sombras de
mirtos y
laureles,
Dionisio decía
palabras de amor
a aquella niña
que, ahora lo
comprendía bien
Martirio de la
Cruz, era como
un ángel.
Simplemente le
hablaba de amor
mientras retenía
una mano entre
las suyas, y con
tal devoción que
Martirio de la
Cruz no necesitó
ver ni escuchar
nada más.
De regreso a
casa trazó su
plan. Aún tuvo
tiempo de
encontrar
abierta una
droguería donde
no la conocían.
Compró una
botella de
veneno para
acabar de una
vez por todas
con las malditas
ratas, dijo,
que me tienen
enferma con su
infecta
presencia y que
seguro que se
disponen a
procrear en mi
casa, en mi
misma casa, ya
ve usted, las
muy cochinas.
Eso le dijo al
dependiente, muy
en su papel y
sin darse cuenta
de que ya era
decir demasiado.
Le ardía la
cabeza y el
sudor resbalaba
por su espalda.
Erró el camino y
hubo de
preguntar a un
guardia porque
no era capaz de
encontrar su
casa. Al verla
en aquel estado,
el agente
insistió en
acompañarla.
Martirio de la
Cruz dijo que se
había mareado.
Para que el
hombre no
sospechara nada
raro, mintió y
dijo que estaba
encinta. El
rostro del
guardia se
iluminó y la
tomó del brazo.
—Permítame,
señora. Y dígale
a su marido que
se ocupe más de
usted. Es muy
hermosa, si no
le molesta la
confianza.
A Martirio de la
Cruz se le
escaparon dos
lagrimones. De
pronto se acordó
de la botella
que guardaba en
el bolso. Sintió
un pánico
incontenible.
Pero pensó que
no tenía de qué
preocuparse. No
era más que un
producto para
acabar con las
ratas que uno
podía conseguir
en cualquier
droguería.
Además, no había
ninguna razón
para que aquel
hombre se
interesara por
el contenido de
su bolso. Esto
logró
tranquilizarla.
Cuando Dionisio
regresó, ella
estaba en la
cama, tiritando
de frío y con la
frente ardiendo
por la fiebre.
El marido
extremó su
dulzura aquella
noche, sin duda
a causa del
remordimiento.
Las caricias y
cuidados que le
prodigó le
hicieron más
daño que todo lo
demás.
Por la mañana se
pasó una hora
ante el espejo.
El guardia no
había mentido.
Aún era hermosa.
Pero aquellos
ocho años habían
dibujado en su
rostro los
signos de la
desilusión y de
la derrota.
Quiso llorar,
pero no pudo.
Sintió una
profunda
compasión por la
muchacha de la
que se había
enamorado
Dionisio. La
pobre no tenía
la culpa de ser
joven y saberse
deseada. No
podía evitar un
sentimiento de
simpatía hacia
ella. Lo de él
era otra cosa.
¿Acaso no lo
había dado todo
por él? ¿No
trabajaba hasta
matarse para que
no le faltara
nada? ¿No lo
quería con todas
sus fuerzas?
Desde ese
momento,
Dionisio ingirió
cada día en el
café tres
gotitas de
matarratas. Al
principio acusó
un sabor raro.
—El agua, que
trae mucho cloro
—decía ella.
No tardó en
habituarse. Al
poco comenzaron
los problemas
digestivos.
Dionisio sufría
fuertes dolores
que el médico
que había
protegido unos
años antes a
Martirio de la
Cruz diagnosticó
como una úlcera.
Dejó de salir y
pasaba el tiempo
sentado en un
sillón con la
cara
descompuesta.
Un día, Martirio
de la Cruz tuvo
una debilidad.
De repente se
preguntó si el
sufrimiento no
le habría hecho
cambiar. Quiso
saber si la
devoción que le
había demostrado
durante aquellas
semanas de
enfermedad
habría
conseguido mover
su ánimo. En su
locura, ya no se
veía como
envenenadora
sino como el
hada diligente y
abnegada que no
regateaba
esfuerzos para
procurar su
bienestar. Así
pues, dejó de
emponzoñar
pucheros y
tisanas.
El enfermo
recuperó en
parte su
quebrantada
salud. Pero no
bien experimentó
una ligera
mejoría buscó
una excusa
absurda para
acudir en busca
de la muchacha.
Martirio de la
Cruz los siguió.
Una vez más
escuchó aquellas
ardientes
palabras de amor
que salían de
los labios
temblorosos del
convaleciente.
Esa noche volcó
la botellita del
veneno en la
olla del caldo.
—Me han
preparado una
fórmula
magistral en la
botica —dijo con
una voz helada—.
Con esto te
curarás del
todo. La he
disuelto en el
caldo porque es
muy amarga. Toma
el tazón entero.
Dionisio intentó
protestar
inútilmente.
Ella le
interrumpió con
una energía
desconocida:
—Te lo tomas
entero. Me rompo
el lomo
trabajando para
ti y tú mientras
tanto de
pendoneo. Y
encima haciendo
ascos.
Dionisio se puso
pálido y bebió
el caldo sin
rechistar. Un
rato después se
retorcía en la
cama presa de
terribles
convulsiones.
Martirio de la
Cruz recuperó de
repente la
lucidez. Los
niños lloraban
aterrorizados y
el enfermo tenía
un color verde
espantoso y se
deshacía en
vómitos. Llevó a
los pequeños con
una vecina y
mandó llamar una
ambulancia.
Camino del
hospital lo
confesó todo.
Cuando llegaron,
Dionisio había
dejado de
sufrir.
Tendida en el
duro camastro,
Martirio de la
Cruz mira
todavía la
estampa de santa
Rita. Se acuerda
de su abuela,
que murió hace
una eternidad.
También de su
primo Trinidad.
Él sí la habría
tratado como a
una reina.
|
|
Los astros de su parte
de Juan Peláez
|
Los
astros lo
indicaban con
claridad. El sol
transitaba por
Leo, Marte
formaba las
triangulaciones
adecuadas, un
semisextil al
sol y la rueda
de la fortuna en
la casa de la
pareja. No cabía
duda. Al día
siguiente
aparecería, por
fin, su futuro
marido.
A las diez de la
noche el
agotamiento la
obligó a cerrar
un ojo. Luego el
otro se le cerró
también, la
cabeza se le
inclinó y estuvo
a punto de
golpearse contra
el cristal de la
mesa. Se
encaminó hacia
la cama, tras la
visita al cuarto
de baño y a la
altura de la
mesita del
pasillo sonaron
de golpe todas
las campanas
electrónicas del
teléfono. Los
espíritus se
revolucionaron.
Era él. Dígame.
Le pidió hora y,
por supuesto,
precio y
dirección del
gabinete. Ella
se arreboló.
Piernas y otras
partes le
danzaron como
hacía años. Se
le encendieron
tanto las ganas
que la cerilla
con la que
prendió la vela
pareció sacar la
llama por sí
sola. En medio
del pasillo
quedaría toda la
noche la
luminaria de
agradecimiento a
los dioses por
tan magnífico
regalo.
En la cama, las
posiciones
astrales se le
revolvían por el
techo de la
habitación.
Saturno y
Júpiter
beneficiaban el
encuentro. Un
Urano explosivo,
eléctrico y
sorprendente le
revoloteaba
manos abajo por
el cuerpo. En su
carta
astrológica
natal la casa
del signo de Leo
le puso tiesa la
melena.
Escorpión le
introdujo su
aguijón de
misterio y sexo.
Agotada de tanta
seguridad de
novio al día
siguiente se
durmió. Eran ya
las cuatro.
Luego pasaron
las cinco sin
que se
percatase. A las
seis, como cada
día y justo
cuando conseguía
entrar en un
verdadero sueño
profundo, el
vecino de arriba
taconeó en el
suelo. El techo
se le venía
encima a ritmo
de claqué. ¿Cómo
podría su mujer
soportar a aquel
hombre todas las
mañanas con tan
desagradables
ruidos? Debería
consultar al
tarot. Seguro
que utilizaba
los mismos
zuecos que
empleaba en su
trabajo como
auxiliar en un
hospital.
Después llegaban
los gorgorismos,
Radio Nacional,
las noticias, y
a las siete
menos cuatro, el
portazo. Entre
medias, el lloro
del niño al que
siempre
despertaba. Los
gritos de la
esposa por su
falta de
delicadeza para
con ella y el
bebé. Su voz
interior le
repetía, no, tu
novio nunca será
así. Alto,
fuerte, con
dinero, tierno,
considerado, muy
hombre. Poseerá
las cualidades
de sus actores
preferidos, el
Gere, el Carpio,
el Stigüar, el
Delón.
A las menos
cuatro de las
ocho ya tuvo que
levantarse. La
vecina de al
lado puso el
centrifugado de
la lavadora
junto a la pared
de su
dormitorio. Los
ladrillos le
agitaron los
tímpanos al
ritmo de la
maquinaria.
Tanto giro del
electrodoméstico
le revolvió los
planetas de su
configuración
astral. Unos
planetas le
encogieron el
estómago. Otros
le enrojecieron
los ojos de
insomnio.
Algunos le
ensuciaron la
lengua de una
noche mal
dormida. Los más
le soltaron el
vientre y la
obligaron a
darse una
carrera muy
apurada hasta el
cuarto de baño.
En su
alocamiento por
llegar tiró los
restos de una
vela apagada.
Trastabilló con
la mesa del
teléfono y se
pegó con el pomo
de la puerta en
el ojo. Sentada
en la taza se
dolía. Las
quejas hablaban
del golpe, de la
noche, de las
ganas que tenía
de novio, de que
el novio la
llegara aquella
tarde y la viera
con un moratón,
de la flojera de
piernas y de
ideas. Tanto
nerviosismo le
obligó a los
intestinos a
vaciar hasta de
los desayunos de
hacía tres
semanas.
Cuando el espejo
le devolvió el
enrojecimiento,
una mueca estuvo
a punto de
deformarle la
cara a
perpetuidad. En
el lado
izquierdo un
chichón le daba
aspecto de la
cabra de Aries
tras los
topetazos de un
enfrentamiento
en la época de
celo.
Fue a la cocina
y buscó un
filete. Lo había
visto en las
películas. Como
no estaba segura
de qué tipo de
carne era la
mejor para las
magulladuras y
sólo disponía de
chorizo, se
colocó un par de
rodajas de
Cantimpalo con
una cinta de
pelo sobre el
abultamiento.
El cliente, su
futuro novio,
aparecería a las
seis. Aún debía
depilarse cejas,
piernas y otros
rincones, darse
un baño
relajante,
hacerse un pilin
para lo de la
piel de bebé,
embadurnarse las
uñas con
pintura, elegir
atuendo y
limpiar la
habitación y la
casa y ordenar
el saloncito de
recepción y
comprar algo
para las bebidas
y no gritar y no
ponerse como una
gallina
enfebrecida y ¡aaggg!
Urano le acumuló
tal tensión que
tuvo que irse al
dormitorio,
colocarse un
cojín en la boca
y gritar como
una poseída por
espíritus
malignos.
Al terminar le
entró una duda.
Las seis serían
una buena hora.
Se fue la sala
donde leía las
cartas. Tiró con
energía el libro
de las
efemérides. Con
el impulso meneó
la estantería.
Un búho de
piedra con alas
cayó desde el
estante que
pegaba al techo.
Dio una hábil
cabriola en el
aire y aterrizó
con un golpe
seco encima del
dedo gordo de su
pie derecho.
Piscis debería
encontrarse con
una mala
aspectación en
el firmamento.
Gritó de nuevo.
En algunas horas
la uña la
tendría tan
negra como el
chichón. Nada de
sandalias. Aún
así, abrió el
libro por la
hoja
correspondiente
y a la hora que
buscaba confirmó
que los planetas
masculinos se
insertaban en su
carta donde
debían. Aquella
tarde tendría a
su novio tras
diez años de
espera.
El ojo se le
cerraba poco a
poco. La presión
de los tejidos
inflamados
convertían al
párpado en una
línea. Con la
cojera se fue
hasta el cuarto
de baño. Debía
acicalarse para
dar la mejor
imagen posible.
Comenzaría por
la depilación.
Pensaba en
cuantas veces
había adivinado
maridos, amantes
y separaciones a
otras. Era el
momento que la
llegara a ella.
Agarró la
espátula y sin
pensárselo se la
colocó en la
pantorrilla. Los
párpados del ojo
accidentado se
le abrieron. La
presión en la
frente se juntó
con el
achicharramiento
de rodilla
abajo. Nuevo
grito en la casa
de los
espectros. Así
pensarían los
vecinos. Se puso
en la piel de
ellos y seguro
que creerían
que, ella, la
tarotista,
invocaba a los
diablos. Con los
aspavientos, el
resto del
contenido de la
bacinilla con la
cera depilatoria
se extendió por
el suelo. La
pierna bajo el
agua de la
ducha. Se
untaría yogur.
Lo había oído en
la radio. Abrió
con tal ímpetu
la nevera que la
botella de vino
la mojeteó el
dedo machucado y
el terrazo de la
cocina. El olor
a tasca
embadurnó la
habitación. Le
importó poco. Se
lanzó a por la
leche agria.
Abrió el
tarrito de un
tirón y salpicó
los baldosines.
Sin espera se lo
aplicó sobre la
quemadura. El
frío la alivió.
Ya eran las
diez. Quedaban
ocho horas.
Empezó a recoger
los vidrios de
la botella pero
olvidó lo
revolucionado
que andaba Marte
y se cortó los
dos dedos. Justo
con los que
cogía las
imágenes del
tarot. Las
últimas vendas
las había
utilizado la
semana anterior.
Había sido un
mal mes con
pocos clientes.
Tuvo que
emplearlas para
desmaquillarse.
Con el
presupuesto
agotado no le
quedaba ni para
toallitas de
limpieza, ni
siquiera para
algodón. El lujo
de la belleza
estaba excluido
de los últimas
treinta euros
sacados del
fondo del cajón
de los apuros.
A cera
requemada,
plástico
industrial,
tascorrio,
urinario, no
sabía definir el
olor, hasta el
saloncito donde
recibía los
clientes llegaba
la peste.
Carecía de
ambientadores.
Con la izquierda
y gesto torpe
roció la casa
con desodorante,
algo haría. La
mezcla fue, sin
que la
adivinación
fuera necesaria,
explosiva.
Por fin la
lavadora de la
vecina terminó.
Unos momentos de
tranquilidad.
Pudo
reflexionar. La
depilación
descartada.
También el baño,
con las
sajaduras, la
pierna abrasada,
el ojo viudo, no
lo aconsejaban.
Se pondría
colonia.
|
|
Con la cojera,
sin poder asir
los libros
tirados, las
ropas, algunas
sucias, tampoco
pondría orden en
la casa. Mejor
sería la
naturalidad. Así
era ella. Así
debía conocerla
su futuro
marido.
Escudriñó en el
libro de los
planetas de
nuevo. Dos hijos
tendrían. De
dinero bien, la
casa quinta
llena de buenos
aspectos. Nada
por tanto de
volver a estirar
los últimos
céntimos para
comprar latas a
partir de veinte
de cada treinta
días. Era
seguro, los
astros se
encontraban de
su lado.
Llamaron a la
puerta. Por la
mirilla vio la
chapa, compañía
eléctrica. No me
diga, hoy, si,
precisamente
esta tarde a
partir de la
seis, sí,
sentimos que
tener que cortar
la luz. Será
sólo hasta las
ocho. El
operario subió
mientras
continuaba su
labor de avisar
al resto de los
vecinos.
Por fortuna
tenía velas ¿En
la cocina? ¿En
el aparador de
la entrada? En
ninguno de los
lugares donde
debían
encontrarse se
topó con nada
que se le
pareciese.
Bajaría al
supermercado. No
tenía
remanentes.
Mejor a la
droguería. No,
ni pensarlo,
debía ya sesenta
euros. Tuvo un
destello de
clarividencia,
la linterna. Se
fue al armario,
al cajón de la
cómoda, a la
mesilla de noche
y por fin... La
sacó de entre
los dos últimos
números de la
astrología y tú,
revista para
profesionales de
las mancias.
Presionó el
encendido. Una
luz triste con
mucha saudade
titiló con
vacilación. No
era digna de la
sesión en la que
conocería a su
futuro marido.
Decisión, llamó
a su amiga
salvavidas. Su
ascendente le
entraba en la
casa once. Le
solicitó un
adelanto sobre
la tirada de
cartas que
siempre le
realizaba el
primer viernes
de cada mes.
Corrió hacia el
lugar de
encuentro. ¿Qué
te ha pasado?
Nada, nada. Y
unas cuantas
explicaciones
para evitar que
pensara que su
tarotista se
había
transformado en
una mujer
maltratada por
algún chulo. Las
seis se
aproximaban.
Saturno se
zampaba a
dentelladas las
horas. Adiós,
adiós, y luego a
una tienda
alternativa.
Unas velas, ¿de
olores?, de las
más baratas, lo
menos caro no es
siempre lo
mejor, qué más
da, bueno, ¿y el
color? pues,
pues, las azules
para la
esperanza, las
blancas para la
virginidad, las
rojas de pasión,
justo lo que
necesito, una de
cada.
Los cortes la
escocían. La
quemadura hervía
su pantorrilla.
El ojo lloraba
con ardor. El
dedo del pie
latía con un
salsero bum, bum
bajo la uña.
Por fin abrió la
puerta de la
casa. Se le
revolvió el
estómago. La
atmósfera
olorosa salida
de la boca el
infierno estuvo
a punto de
devolverla
escaleras abajo.
Las dos y luego
las tres se le
pasaron aireando
la casa y
raspando el
suelo. Se le
partieron cinco
unas de la mano
izquierda. Como
si en un ataque
de ansiedad se
las hubiese
roído.
A las cuatro ya
había verificado
de nuevo dos
veces los
aspectos
astrales. Eran
los idóneos. A
las y treinta
intentó ponerse
los pantys. Diez
minutos más
tarde decidió
con seguridad
recibirlo con la
falda negra pero
sin medias. Por
dos razones. Por
el escozor que
no se encontraba
dispuesta a
soportar cuando
le rozaban la
quemadura y
porque uno de
los picos de las
uñas raídas le
hizo una maratón
completa en el
tejido. La
carrera le
llegaba desde la
planta del pie
hasta el
mismísimo muslo.
Como recuerdo
del incidente se
dejó una línea
roja, un
arañazo, que le
pareció tan
ancho como la
vía láctea y que
le llegaba hasta
por encima de la
rodilla.
Con la falda
puesta y su
mejor blusa
blanca se dio
unos pasos por
la casa. Cada
vez que pasaba
por delante de
uno de los
muchos espejos
colgados se
miraba. El ojo
cerrado le daba
aspecto
patibulario, de
tunanta con un
guiño
permanente, de
abuelo chino
sádicos adictos
al opio por
parte de madre.
Dispuso las
cirios sobre la
mesa y las
cerillas. ¿Dónde
leches las
tenía? Acabó de
viaje a casa de
la vecina.
Mientras le
facilitaba un
mechero, con el
que según los
magos nunca
deberían
encenderse las
velas, salvo en
aquella
urgencia, oyó el
estrépito y la
pregunta ¿tienes
llaves? Una
corriente de
aire propiciada
por el signo de
Libra tal vez,
la dejó
desamparada en
el descansillo
de la escalera.
En su haber aún
quince minutos
hasta el
encuentro con el
futuro consorte.
Empujó la
puerta, de dio
una patada y
hasta un grito.
Debido a que se
estropeó la uña
del dedo gordo
sano del otro
pie.
¡Uy! hija, que
mal lo tienes.
Pero ella sabía
que los astros
se encontraban
de su parte.
Queda la
terraza.
Saltaría desde
la de la vecina
hasta la suya.
Miró a la calle,
tres pisos bajo
ella. Subió la
pierna. Con la
falda era
imposible. Se la
quitó. Bragas al
viento pasó la
pantorrilla por
encima de la
baranda. Una de
las zapatillas
se le cayó. Se
detuvo junto a
un obrero de la
zanja de la
compañía del
gas. Mira
Manolo. También,
Pepe, Antonio y
Recesvinto
miraron. Vaya
culo y vaya
otras cosas. A
ella se le
subieron los
colores y el
miedo. Pegó por
fin el salto
aunque al
agarrarse se le
ensangrentó el
vendaje. La
vecina gritaba
de opereta. Los
obreros como
manada en celo.
Por fin estuvo
dentro. Se apoyó
en la pared. Los
ladrillos
vibraron. Esta
vez no por el
centrifugado de
la máquina de
lavar. Su
corazón quería
huir de aquel
pecho
maltratador.
Fue a la cocina.
Para calmarse se
tomó un café. Se
había olvidado
de la diarrea.
La conexión
entre el
estómago y
salidas poco
nobles de su
cuerpo fue
inmediata.
Sentada de nuevo
en el inodoro le
sorprendió el
timbrazo. Se
aseó con un leve
y rápido roce
del papel. Por
el pasillo se
cubrió los
encantos que
guardaba para
otros momentos,
quizá para más
tarde. Con los
tirones de la
falda de
dolieron los
dedos, el
arañazo e
incluso el ojo
pareció
cerrársele más.
Al llegar a la
puerta puso la
mano en la
empuñadura.
Aquel instante
era único,
irrepetible. Por
fin conocería a
su novio. Ante
surgiría su
futuro marido,
aunque él no lo
supiese todavía.
Abrió de golpe,
con decisión.
Estás hecha un
adefesio.
Colócate la
falda que tiene
la cremallera al
revés. Las
piernas parece
que se las has
dejado a un gato
para que afile
las garras. Se
giró a la
derecha del
marco y era
verdad. El
desaliño que le
devolvió el
espejo era
enorme. No se
preocupó del
desencanto de
haberse topado
con la vecina.
Te veo nerviosa,
estás bien. Sí,
sí, la intentaba
tranquilizar
desde el cuarto
de baño. Bueno
pues… y no supo
qué decir.
Arrugó la nariz.
Husmeaba el
aire. Olía a la
peluquería de la
Trini y a la
bodega de
Antonio juntas.
Me largo. Venía
a decirte que
cortan la luz.
Con el portazo
que dio las
bombillas del
baño se
apagaron. Las
seis y ella con
esos pelos. A
las y diez se
sintió un poco
mejor. La cara
con un poco de
maquillaje y el
ojo azul intenso
marine, como
aparecía en la
caja.
Sonó el
teléfono. Se
lanzó a él como
Mercurio que
llevara los
mensajes a los
dioses. Era su
día, su gran
día. Los astros
de su parte, los
aspectos de los
planetas
también.
Marte fue el
primero en
desaparecer de
su firmamento
con toda su
pasión. Después
le siguieron
Venus con el
encanto, el Sol
con la pareja.
Los más lentos
Júpiter,
Saturno, Urano,
Neptuno y Plutón
se le marcharon
más tarde. El
horizonte le
quedó sin nada
que brillase.
Ya, ya, ya, no,
no, no, no es
una grabación,
si soy yo la
tarotista. Que
me llamará
mañana o al
final de la
semana, no, ya,
ya, ya, el
trabajo, sí, sí,
sí, ya, ya. Y al
colgar ay, ay,
ay.
|
|
©
Juan Peláez
http://juanpelaezescritor1.blogspot.com/
http://juanpelaezescritor.blogspot.com/
www.juan.webpark.pl
______________________________
Álvaro A. Perdigón Delgado nace en Caracas
(Venezuela) el 30 de Mayo de 1958. Hijo de
emigrantes canarios, llega a la isla de Tenerife
en 1962 y desde entonces reside en ella.
En 1979, junto a un nutrido grupo de jóvenes
escritores, forma el Movimiento Generacional de
LA JOVEN POESÍA CANARIA, que culmina en el
Homenaje al poeta Pedro García Cabrera en
Septiembre de 1980. También funda la Tertulia de
La Tasca Canaria. Es miembro destacado de la
llamada Generación de los Ochenta.
Emprende su andadura literaria desde muy joven y
como fruto de ella y de su constante creatividad
ha nacido una importante obra poética, así como
una amplia obra narrativa que abarca desde la
novela hasta el hiperbreve o el guión
cinematográfico. En la actualidad, compagina su
labor directiva en LA ESCUELA DE LETRAS DE
CANARIAS con la creación literaria en todas sus
vertientes.
De la edición de sus obras destacan títulos
como: El Lugar de Las Raíces (Cuadernos
Insulares de Poesía, 1981). A Fuego Lento
(Antología de poetas de los Ochenta, Ayto. de
Santa Cruz de Tenerife, 1992). Tristenue y
Pumedad (Ediciones Alternativas, Baile del
Sol, 1996). Con los Pies en El Otoño
(Premio Angelines de Poesía, Colección
Angelines, Cantabria, 1997). Soñar de
Arándanos (Ediciones Llel, 1998). Los
Labios de Esta Ventana (Editorial Baile del
Sol, 1998) Perito en Cuentos (Accésit
“Premio nacional VIVIR de relato breve” Cuenca,
2003). Solamente palabras (Antología de
poetas, Centro de Estudios Poéticos, Madrid,
2003). Homicidio involuntario (Editorial
Premios Jara Carrillo, Alcantarilla, Murcia,
2005)
Ha sido galardonado con el Premio “Casino de
Granadilla” en su edición de 1980 y de 1981, con
el “Premio Nacional de Poesía Angelines”
convocado por la Junta Vecinal de Barcenaciones
(Cantabria) en su VI edición correspondiente a
1997.
Le ha sido otorgado el “Premio PALEPOLIS” del “Symposium
of Vesuvian Culture” instituido por “ACCADEMIA
INTERNAZIONALE DI LETTERE, SCIENZE, ARTI E
SCAMBI CULTURALI MICHELANGELO” de Nápoles en
Septiembre de 2000. Es Accésit en el “I Premio
Nacional Vivir de Relato Breve” en Cuenca en el
2002. Es Accésit en el Certamen de Cuentos de
Navidad “Villa de Los Realejos” 2003 y 2004 y
ganador del mismo en su edición de 2006. Es
finalista del Premio Internacional “Jara
Carrillo” 2004. Es ganador del Certamen de
Relato Corto “Radio Almenara” 2007.
Ha sido invitado a congresos, encuentros y
ciclos culturales y literarios en distintos
puntos de la geografía nacional. Ha sido el
poeta invitado al homenaje que en Marzo de 1996
se rindió a Miguel Hernández en su localidad
natal de Orihuela organizado por el Casino
Oriolano y patrocinado por el Excmo.
Ayuntamiento de esta ciudad y la Caja de Ahorros
del Mediterráneo. Ha sido director de la empresa
cultural OFICINA CULTURAL LLEL, ha sido
director y profesor de LA ESCUELA DE LETRAS
DE TENERIFE. En la actualidad es profesor
titular de Comunicación Creativa del
INSTITUTO DE RADIO Y TELEVISIÓN y director
de LA ESCUELA DE LETRAS DE CANARIAS de
reciente creación.
MEMORIA
Álvaro Perdigón Delgado
|
-
...Realmente,
llamaba para
preguntarte si
te acuerdas del
texto de “Sor
Fresa”...
aquel que
narraba los
sueños eróticos
de una monja
que, luego, le
contaba a su
confesor...¿Te
acuerdas?...
-
...Pues fuiste
tú quien le hizo
las
correcciones.
Durante varias
tardes aparecías
por la casa y,
sin permiso, te
entrometías en
mi obra...Tienes
una memoria
penosa...
También es
verdad que la
mayoría de las
veces andabas
bien borracho...
-
...De acuerdo.
Soy un “hijo de
la gran puta”
que te telefonea
después de cinco
años para
preguntarte por
un maldito
cuento que ha
perdido y
termina
llamándote
borracho. Pues
añádele que te
he mandado al
carajo... Adiós.
Esa era mi
última
esperanza, el
último cartucho.
Ahora, sólo mi
memoria puede
defender aquel
escrito del más
feroz depredador
de la
imaginación del
escritor, el
olvido. Ernesto
nunca fue
solidario. Me
criticaba por
fastidiar y de
ese mismo enojo
se nutrió el
cuento. Aquellos
eran años de
ciudad, años
pegajosos, casi
al final de una
comodidad, el
inmundo
conformismo con
un entorno ruin,
degradado,
cruel,
horripilantemente
cruel. Al poco,
sobrevino lo
inevitable, la
caída del
imperio nefando.
Recuerdo que
“Sor Fresa”
llegó a ingresar
en la
congregación de
“Las Siervas
Descalzas” por
fracasos
amorosos de gran
calado que la
empujaron al
ejercicio de la
prostitución
durante unos
años, los de
mejor hermosura,
antes de perder
la certeza de la
comunión del
cuerpo con el
espíritu, cuando
aún le dolían,
más allá de lo
puramente
orgánico, los
lametazos,
apretujones y
penetraciones de
sus zafios
amantes,
ásperamente
machos, es
decir, erectos y
agresivos,
simplemente
seminales. Por
otro lado,
Ernesto, gozaba
de ciertos
privilegios de
amistad y
literarios. Pero
lo que naciera
al abrigo de
aquel tiempo se
ensuciaba como
cuando con las
manos pringadas
se macula todo
cuanto se toca.
También es
verdad, que se
bastaba solo
para configurar
situaciones
esperpénticas
como la ocasión
en que degustase
de, al menos,
media docena de
“cubatas” de
colonia con
coca-cola o
cuando sustrajo
la botella de
gas butano vacía
que esperaba en
la puerta de la
calle para ser
cambiada y que
vendería vaya
usted a saber
dónde. No
obstante al
regresar, un par
de horas más
tarde, nos
ofrendó con un
magnífico jarrón
chino que en dos
meses debimos
reintegrar a su
madre, su
legítima dueña.
Esto me hace
recordar que el
dichoso cuento
centrábase,
especialmente,
en las
relaciones
amatorias que,
en los primeros
meses después de
su llegada a la
clausura,
mantuvieron la
abadesa y su
pareja “Sor
Inés” con ella y
que comenzando
al abrigo de la
recién
obscuridad
nocturna se
prolongaban
hasta los
primeros matices
del amanecer en
que “Sor Fresa”
se escurría de
entrambas
durmientes y, de
puntas los pies,
regresaba al
útero de su
pequeña celda
sin ventana con
la piel toda
lamida y un
recio sabor a
mujer en la
boca. Con
anterioridad me
hube referido a
los años de
ciudad, sin
embargo, ésta
permanecía
infartada para
cualquier
expansión de la
cultura y por
ende de la
literatura. Así,
los escritores
supervivientes
que intentasen
experimentar
puntos de
encuentro se
aliviaban en
domicilios
particulares de
diferentes
pelajes y
permisividad. De
tal guisa, en
casa de abstemio
panda de
borrachos.
Ernesto solo era
el más peculiar
del muestrario
que se
completaba con
Armando
recubierto de
una sensibilidad
fangosa y
desabrida,
producto, en
gran medida, de
su costumbre de
consumir
ansiolíticos
empujados con
cerveza; Franco,
con su
padecimiento de
poeta
alternativo y
marginal ungido
por los dioses
de las cazadoras
de cuero, la
rabieta
existencial y el
nihilismo
perfumado
llevados a
excelente
avenimiento al
cuarto “Gin” o
tequila o anís o
ron o lo que
fuera, siempre
de grueso
calibre; Celso,
hipocondríaco
hermano de algo
tan contagioso
como Franco y
militante del
buen vino;
Lidia, mitad de
cualquier cosa y
de su contrario
y enteramente
alcohólica e
inteligente;
Pancho, distante
consorte de la
anterior y al
que,
exclusivamente,
Ernesto era
capaz de seguir
en su insondable
sed. Ahora, me
viene a la
memoria que el
texto proseguía
narrando como
con la misma
sumisión con la
cual “Sor Fresa”
se entregase a
la abadesa y
“Sor Inés”, hubo
de aceptar el
rechazo que le
devolvía al
disfrute del
descanso y el
sueño aunque,
por
adiestramiento
en los sentidos
y una suerte de
metabolismo
espiritual o
espirituoso, le
era del todo
imposible
conciliarlo
antes del quinto
orgasmo. A raíz
de ello y en
virtud de la
necesidad de
ampliar su
repertorio de
fantasías
sexuales, se
adentró en la
hagiografía del
santoral con
insaciable
pasión. La
principal
característica
de aquel tiempo
era la
pugnacidad, la
subrepticia
guerra de todos
contra todos en
pro de la que se
forjaban
alianzas
eventuales y
fraudulentas que
servían para una
o dos curdas
nada más. Por
otro lado, la
aceptación del
sistema
monetario sexual
lo anegaba todo
con la piedad de
su pecado y, en
ello, la memez
simple de mi
reserva,
ostentaba la
vergonzante
distinción de
sacrílego
infame. De tal
desestima se
tachaba no haber
fondeado en las
nalgas de la
opulenta, blonda
y blanquecina
Elena, que la
naturaleza
dotase de unas
condiciones
innegables para
el refocilo con
aquellos labios
pulposos,
siempre
carmíneos, su
especial
estatura que la
desembarcara en
los arrabales de
la cintura de
los machos, la
mirada
protuberante y
rapaz de sus
pezones, la
languidez de su
vocecita muy
azul como sus
pupilas y sobre
manera, su
inconmensurable
adefagía
masculina.
Punible hasta el
límite del
ultraje era la
mínima apatía
por la piel
caribeña de
Orquídea que
usufructuaba el
talento de
tornear el aire
con sus caderas
y aunque
adolecía de
senos
–mandarinas los
llamaba- el
amplio elenco de
sus feligreses
afirmaban, sin
recelo, que con
la vagina llena
no mermaban sus
facultades.
Lidia, a sus
cuarentidós
kilogramos de
peso ya presumía
de la
inalcanzable
marca de haber
fornicado en el
más amplio
repertorio de
estrambóticos
lugares. Por
ejemplo, ni un
solo medio de
locomoción le
restaba, desde
un 707 a un
patinete y cada
cual a su debida
edad, es decir,
lo del patinete
a los nueve
años. Siguiendo
el desarrollo de
los
acontecimientos
referidos en
aquella obra
evoco que Don
Esteban, el
viejo confesor
de las hermanas
del convento de
clausura ya
había perdido
facultades,
entre ellas la
auditiva, y en
su estado –
sordo como una
piedra –
cualquier
confidencia le
sonaba a música
celestial o a
murmullo
ininteligible,
que para el caso
era lo mismo. A
los pocos meses
del ingreso de
“Sor Fresa” y
como recompensa
a sus cincuenta
años de
servicio, fue
relevado por el
padre Augusto,
un joven
tonsurado recién
salido del
seminario y con
algunas horas de
vuelo como
ayudante en la
parroquia de
Fátima de la
deprimente
barriada de
Santa Clara,
zona residencial
de maleantes,
mercaderes de
estupefacientes
y prostitución
de toda índole.
Por
consiguiente,
cuando le fuese
comunicado por
su tío el
arzobispo su
nuevo cometido
que, además,
llevaba asociada
la
responsabilidad
parroquial del
Sagrado Corazón
y la residencia
en una especie
de chalé adosado
al templo, con
vistas al mar y
hasta
instalación de
aire
acondicionado,
no pudo por
menos que dar
gracias al
altísimo por
poner a prueba
su humildad con
tan alta
empresa. La
ciudad y lo poco
que quedaba de
su antiguo
encanto era una
bullanga muy
cercana al
circo, de
seguro, había
contribuido
indefectiblemente
a ello el
ejercicio
democrático del
poder municipal,
por mayoría
absoluta, de un
grupo de payasos
de fulgentes
apellidos
apelotonados al
amparo de un
nacionalismo
ciertamente
tísico por
mentiroso. La
caótica
durmiente
despertaba del
embeleso, a
semanas
alternas, para
concentrarse en
un enorme
estadio de
fútbol al tiempo
que los
automóviles
copaban hasta el
último resquicio
en las aceras,
ramblas y
paseos. Algunos
decenios atrás,
Los excelsos
antecesores de
la estirpe, por
alguna extraña
fobia
inconfesable,
habían decidido
cerrar la urbe
al mar. Ese fue
el principio del
fin. De tal
guisa,
favorecieron la
construcción de
la enorme
barrera de altos
edificios que
incomunicaron,
ya para siempre,
a ambos. Luego,
una vez
consumado el
divorcio, la
feraz
especulación
abonada en los
delirios de
grandeza de
tales
mamarrachos se
expandiría como
un cáncer, una
necrosis que
atacase
sañudamente la
memoria
colectiva y el
sistema
neurovegetativo
de la identidad
que no es otro
que la cultura.
En resumen, que
entre todos la
mataron y ella
sola se murió.
Nada fácil fue,
atisbo entre la
remembranza de
esas horas
lentas en las
que se formaliza
la idea original
en la
corporeidad del
texto escrito,
diseñar la
intersección de
“Sor Fresa” y el
padre Augusto.
Por nada quería
quebrar el
plácido decurso
de lo escrito
hasta entonces.
Así, dejar que
la natural
tendencia a la
confesión
sencilla, lene,
serena cuasi
perezosa de
alguien como
Fresa marcase el
rumbo y
desenlace de los
acontecimientos,
algo como un
largo eclipse.
Al germen, la
confidencia de
los aledaños de
su insomnio
mantuvo a salvo
de la modorra al
sacerdote que,
aún así,
decidiese no
traspasar el
umbral del
silente esmero
para no
importunarla.
Algunas
oraciones, no
muchas, condensó
la penitencia.
Aquella noche,
al padre Augusto
le fue imposible
conciliar el
sueño dando
vueltas en la
cama, primero, y
rindiéndose,
luego, a la
alegoría de las
prácticas
sexuales de
Fresa. Al
amanecer,
aceptando el
deleite de la
recreación que
culminase en el
desparrame
espermático
afrontó, sin
titubeo, el
doloroso
arrepentimiento
justo y
necesario. No
obstante, ya
había sido
inoculado de la
bondad del
pecado de la
curiosidad. Por
ello, solicitase
a la abadesa le
fuera concedido
el pertinente
permiso para
acceder a la
condición de
director
espiritual de
“Sor Fresa”, con
lo cual, podría
mantener una
estrecha
relación, más
allá de la
confesión
quincenal,
con
la susodicha.
A
las nuevas
generaciones,
nacidas
al socaire de
los desmanes
urbanísticos y
morales de tal
caterva de
granujas, la
suplantación de
los valores de
la cultura por
burdos
sucedáneos
festivos les
pareció siempre
el inequívoco
signo de su
tiempo y el |
culto a la
cáscara de la
vida apoyados en
las barras de
los bares de la
gran avenida,
instalados justo
en los bajos de
la gran muralla
de enormes
edificios, se
les fue haciendo
religión, dogma
de fe y conducta
tan mórbida como
endémica que
venciese a la
sabiduría de los
mayores, ya para
entonces
abandonados a su
suerte en una
paradisíaca red
de negocios de
acogida y
comprensión de
su inutilidad
social. A tenor
de esto, la
floreciente
elite cultural
con maneras de
club privado se
fue afianzando
en los usos y
abusos de sus
actividades
provincianas
hasta límites
insólitos de
refinamiento en
el expolio de
las arcas
públicas, en la
veneración por
la endogamia y
sus parientes
cercanos tales
como el
amiguismo, el
compadreo, el
mamoneo, la
rebatiña sexual
y el
apadrinamiento,
si bien,
obtendría la
suma creatividad
en lo que a
canapés y
aperitivos se
refiere. En lo
literario, el
considerable
arraigo que
experimentase la
chabacanería de
los mediocres a
lo sumo
insulares y
pedantemente
folclóricos, la
práctica
totalidad de
ellos con una
cultura
literaria y una
experiencia
lectora
caquéctica que
muy lejos de
arredrarles
infundíales una
osadía feroz.
Recuerdo con
claridad que el
joven sacerdote
afianzó su
certeza de haber
dado con una
inagotable
alfaguara de
mística erótica
desde el primer
encuentro con
“Sor Fresa”. Por
consiguiente, y
para no
abandonarse al
pairo de la pura
memoria, se
pertrechó de una
diminuta
grabadora que
escamoteaba en
el bolsillo de
la sotana. Él,
previo a cada
encuentro,
grabase la
fecha, número de
cinta y capítulo
de las
confesiones de
su protegida.
Fresa, no tenía
secretos para su
director
espiritual y por
su propia
naturaleza
noble, nunca
reparase en
gastos a la hora
de referir los
detalles de sus
fantasías. Así,
relató la tierna
lujuria de las
artes amatorias
y las
perversiones de
un amplio grupo
de querubines
que la
fornicaban por
parejas al
tiempo que ella
felaba al resto
mientras le
revoloteaban en
torno como una
bandada de
regordetes
colibríes
nimbados que
expiraban al
derramar sobre
su cabello, las
plácidas
facciones de su
rostro
iluminado, la
dulzura de su
cuello y la
redondez de sus
hombros su
pequeña efusión
de semen
luminoso para
concluir en una
estancia fonje,
de textura
nefélica con su
suelo todo
pletórico de
somnolientos
querubes
satisfechos
semisumergidos
en la bruma,
esparcidos
alrededor del
desfallecido
cuerpo desnudo
de Fresa.
Entonces, una
vez transcrito,
revisado y
aderezado
estilísticamente
en quince
páginas lo
intituló
“transfusión de
luz”. La
existencia de
cualquier
escritor en el
hábitat
capitalino de
una isla situada
en los remotos
arrabales de las
colonias cuyo
único producto
es el servilismo
al mayor
aniquilador
cultural, el
turismo barato e
inculto, no
constituye otra
cosa que un
complicado
ejercicio de
supervivencia
física y
espiritual a
base de olfatear
un amplio
catálogo de
ilustres culos
políticos e
influyentes
patriarcas del
capital y los
negocios que,
bajo el
eufemismo del
patrocinio,
aseaban sus
conciencias al
tiempo que se
perfumaban de
filántropos, al
punto de
semejar, visto
desde afuera, el
cosmos de la
cultura isleña
un egregio
cuarto de baño.
Jamás ha sido
virtud que me
adorne “el paso
ritual de la
sonrisa” sino,
bien al
contrario, este
saber estar en
la permanente
antipatía que
adjuntada a
algunos
criterios éticos
sería la causa y
razón para la
justa expulsión
del paraíso
literario de las
islas. Al manso
decurso de las
semanas y las
confesiones de
Fresa, el Padre
Augusto hubo
desarrollado un
sublime paladar
para lo erótico
y sensual a la
revelación de un
mapa de
sensaciones más
allá de lo
puramente
orgánico, de la
mera
intersección
pasional de los
cuerpos, de los
órganos y los
fluidos, de lo
cóncavo y lo
convexo. La
lucidez
recóndita de una
eclosión etérea
y virginal que
le agraciaba con
graves
eyaculaciones en
el
confesionario,
en la
eucaristía, en
la oración, en
todo acto y
evento de unción
divina. Así,
casi le condujo
a la desecación
espermática el
relato
pormenorizado
del encuentro
sexual con San
Lorenzo que, a
pesar de estar
todo chamuscado,
la poseyese,
bruscamente, en
su celda durante
las
interminables
horas de una
sofocante noche
de verano
penetrándola con
su pene seco,
áspero,
ennegrecido y
duro como un
palo. Fresa
narró a su
confesor cada
empellón, cada
amurco feroz de
su amante
carbonizado. Le
detalló cada
postura, cada
equilibrio en el
que se sintiese
fornicada como
nunca antes.
Así, cuando
poniéndola
decúbito supino
le forzase las
piernas hasta la
cara para, de
seguido,
apuñalarla
vaginal y
analmente hasta
el extremo dolor
que le saturó la
cabeza en una
avalancha de
asco y placer;
cuando al
decúbito prono
en el suelo le
elevase las
piernas hasta su
cintura
obligándola a
desplazarse por
toda la
habitación sobre
las manos en
tanto la
penetraba o
cuando, una vez
estando de
rodillas, y tras
elevarle y
separarle las
nalgas le
introdujo a
golpes secos,
fuertes y raudos
su áspero
miembro hasta
que su semen
negro, grumoso
se mezclase con
un tenue
filamento de
sangre en el
contorno del
ano. Y sólo
después que ella
le hubiese
limpiado con su
boca los últimos
restos se perdió
en la noche sin
un solo gesto de
ternura. Ya se
sabe que no hay
héroes, sólo
diferentes
interpretaciones
de la estupidez
y de ello, sé
más de lo que
hubiese deseado.
La ciudad, al
fin, no era otra
cosa que el
entorno eficaz a
la parquedad de
mis delirios y
la tribu urbana,
el complemento
exacto para
sentir y
proclamar la
lerda pulcritud
de mis
intenciones. En
tanto, mi
esposa, se
esmerilaba el
clítoris con los
caballeros que,
por razones
literarias,
visitaban la
casa, andaba yo
enredado en la
concreción
– genial, por
supuesto – de un
texto
sacrílego-erótico
que, vaya usted
a saber, tal vez
les facilitase
la inspiración.
Y es que la vida
es muy perra, la
literatura muy
promiscua y la
carne muy
inexorable. Así,
es bien fácil de
entender el
hastío que
provoca un
hombre
extraviado en
masturbaciones
mentales
creativas cuando
lo que prima en
el universo
cercano es lo
orgánico, el
interminable
conteo de
orgasmos y
eyaculaciones,
el inmenso ábaco
de clímax que
mide la
existencia.
Componer,
aceptablemente,
la cópula no es
suficiente, hay
goces que no
puede
proporcionar
nuestra
presencia y el
ímpetu se
traslada a
otros, bien
seres u objetos.
Véase que si yo
en la ducha
ensayaba el
discurso de
agradecimiento
en la ficticia
ceremonia de
entrega de algún
importante
premio a mi
obra, ella, bajo
la tibia lluvia,
envuelta en gel,
paseaba por su
vagina el
consolador lila
que escondía
entre las
toallas bordadas
de adorno
quiméricamente
penetrada por
algún actor.
Ambos placeres
con su
irrefutable
estupidez, es
decir, heroísmo.
Al intenso
discurrir de los
primeros meses
de confesiones
de Fresa, el
padre Augusto ya
contaba con
suficiente obra
escrita para
presentarse a
algún certamen
literario y
probar suerte.
Para ello,
agrupó, en el
cuerpo de una
novela que
contaba las
fantasías de una
supuesta monja,
una docena de
relatos de otros
tantos delirios
de su protegida
y bajo el
seudónimo de
Augusto Bruma
Grohn compareció
al “Premio
Nacional de
Novela Erótica”.
Seis meses más
tarde, repicaba
su teléfono
móvil para
anunciarle una
dulce voz
femenina la
obtención de
dicho galardón
dotado con
doscientos mil
euros. Empero,
muy lejos de
resolver todos
sus problemas,
tal
circunstancia le
planteaba
algunas
contradicciones
respecto a su
condición
eclesiástica.
Más turbado, si
cabe, que de
costumbre,
ojeroso,
debilitado en la
cavilación hubo
de tomar la más
grave decisión
de su vida. Y al
fin, una semana
después
presentaba a su
tío el arzobispo
una carta
personal en la
cual renunciaba
al sacerdocio
por una
irresoluble
crisis de fe
argumentada de
forma
absolutamente
convincente
aunque falsa. La
verdad es que no
pensaba pasarse
los restos
escuchando con
asepsia monacal
los desmanes
erótico-festivos
de “Sor Fresa”
cuando el cuerpo
le pedía leda
con hembra y
menos aún,
ahora, que se
extendía ante él
un reluciente
futuro como
autor, como
creador y le
pudo el
solipsismo. La
existencia de lo
literario
observada desde
la insoportable
soledad del
amanuense que
refiere el
frenesí propio o
extraño se
torna, al
decurso del
tiempo, en la
potestad del
escorpión que
termina por
enarbolar su
aguijón contra
sí mismo en
busca de un
final para sus
propias
criaturas, que
le acosan como
una insomne,
reluctante
muchedumbre que
siempre le
acompaña sin
remediar la
soledad y la
destrucción. He
ahí, tal vez, la
razón por la que
extraviase hasta
hoy a Fresa y
Augusto. Ellos,
nada pueden
reprocharme
pero, me miran
desde el fondo
de estas páginas
con esa
expresión
inescrutable,
dulcemente
asustados,
sabiendo que su
destino está en
mi aliento, en
mi imperio y
toda esa ternura
me conmueve.
Atrás quedó la
ciudad, aquel
tiempo
asqueroso,
aquellos seres
humanos pravos,
aquella manera
de vivir en
precipicio de la
que fui
expulsado y sólo
en mí perduró la
posibilidad de
vencer el
olvido. Augusto
acudió por
última vez al
convento para
pedir a Fresa
que le
acompañase al
mundo exterior,
que fuera,
además, su
amante carnal,
su única
compinche en la
misma virtud con
la que había
sido su
confidente.
Ella, quedó en
silencio y, al
cabo de unas
pocas lágrimas
gruesas y
lentas, aceptó
en un susurro.
Seis años duró
la victoria.
Fresa, una tarde
de otoño, murió
en sus brazos
con el corazón
agotado de tanto
apasionar,
gastada y bella,
completamente
desnuda, con el
sexo húmedo y
una sonrisa.
Augusto, mucho
tiempo después,
aún sigue
escribiendo
desde su soledad
irremediable,
consciente de la
potestad del
escorpión, sin
olvido posible
para Fresa.
El resto, se
puede encontrar
en cualquier
librería.
Álvaro Perdigón
Delgado
|
|
|
|
|
|
Ausencia
|
Nunca antes hube
experimentado
esa compilada
necesidad de
adentrarme en la
intimidad de
alguien y menos
aún, en la
propiedad
privada de otras
personas
disfrutando,
avara, de esa
amplia
displicencia que
aloja la
juventud y que
al decurso de
los años y al
contacto con el
mundo exterior
se aja y esfuma
como una bella
flor de niebla.
De aquellos mis
dieciocho, al
menos doce años
paseé, libre y
sin compañía, la
empinada Calle
Del Agua en
trayectoria al
Colegio del
Corazón de
Jesús, la
mayoría; al
molino de “Los
Rogelios”, todos
los miércoles al
tardecer; a la
venta de la “Fajana”
– acércate y
traes un trozo
de manteca, dos
puñados de
almendras y sal
gorda que me
faltaron...-
por tierna
comanda de la
“Tata María” ;
al encuentro de
mis compañeros
de juego por la
natural
desembocadura de
la Calle en la
Plaza del Sol,
desde la que el
Valle era una
gigantesca
criatura
adormilada bajo
un manto verde
con lunares del
agua de las
charcas de todos
los tamaños; a
clase de piano
con Doña Modesta
Hernández sólo
por tradición,
los martes a
regañadientes.
En fin, la Calle
del Agua siempre
me fue de
obligada
servidumbre para
cualquier
incidencia que
me aventurase
fuera de la
casa.
Recuerdo bien
aquel miércoles
de Mayo
apuntándose
siquiera los
tonos
anaranjados del
recién iniciado
atardecer cuando
esa extraña
sensación me
llevase a
recorrer el
perímetro del
caserón
abandonado y en
ruinas de los
Abrante-Rivas,
conocido
como la “Casa
del Marqués”.
Cómo me
detuve ante la
escueta poterna
tras recorrer la
precaria rampa,
allí se
desordenó mi
ritmo cardiaco
según cedía, a
duras penas, la
madera sobre sus
goznes a la
presión de mi
cuerpo. Ahora,
ya dentro, en
los bajos del
edificio
escudriño,
solidaria de la
extraña y escasa
claridad que
llega de afuera
por rendijas y
estrechos
tragaluces
zurcidos de
telarañas, la
amplia estancia
atrabancada de
garrafones,
aperos, pequeños
muebles
desfigurados,
irreconocibles,
un amontonado de
tejas junto al
cadáver
inclinado de un
confesionario y
tres
reclinatorios
putrefactos.
Todo, paredes,
artesonado y
objetos
envueltos en
polvo, silencio
y telarañas...
Retrocedí, cerré
y regresé a casa
para enfrentar
mi primer
insomnio.
La preparación
de algunos
exámenes de
primer año me
mantendría
algunas semanas
distraída del
suceso aunque
expectante por
reanudar la
exploración del
vetusto caserón.
Ya entrado
Junio, en
disfrute de
vacaciones, me
anidó,
nuevamente, la
impaciencia y
las largas horas
en vela en
virtud de la
inexplicable
curiosidad por
regresar a las
entrañas del
casón. Empero,
previamente,
recabaría toda
cuanta
información se
hallase en los
diferentes
registros y
archivos de la
Villa acerca de
los Abrante-Rivas,
diseñaría un
concienzudo plan
y me
pertrecharía de
todo lo
necesario para
ello. Así,
levanté este
minucioso plano
de las
diferentes
plantas y de sus
accesos que,
hasta hoy, he
guardado en
riguroso
secreto. Por
fin, el 25 de
Junio a las diez
y treinta de la
mañana me
dispuse a
ingresar en la
mansión por el
mismo sitio de
mi primera y
fugaz visita.
El, a todas
luces, almacén
se encuentra en
el mismo y
absoluto estado
ruinoso y
mugriento de la
vez anterior,
sin embargo,
ahora confirmado
por la potente
iluminación de
la lámpara de
carburo que
empuño. Una
amplia
escalinata que
asciende
culminada en una
gran puerta de
arco que al
abrirse me
deposita en el
patio y jardines
interiores es el
único camino al
auténtico
corazón de la
casa donde la
maleza y la
fronda de una
botánica
incontrolada y
sin cuidado
alguno a tomado
paredes,
ventanales,
balconadas y
corredores hasta
la segunda
planta
aparentando
haber invadido
incluso el
interior de las
estancias
lindantes. A la
luminosidad de
la mañana
filtrada por
entre
buganvillas,
palmeras y
jazmines,
principalmente,
escruto el plano
adivinando su
exacta
correspondencia
en la realidad y
al tiempo, me
invade ese
éxtasis de la
bella ternura
que desprende el
lugar, tomo
asiento de
espaldas al
brocal al
disfrute del
derroche de
trinos, vuelos,
néctares, zureos
y aromas. Jamás
fue tan amable
el abandono, tan
epidémico el
olvido, tan
familiar el
descuido. Luego,
quiero decir:
sólo después –
imposible medir
aquel tiempo -,
de vuelta al
plano, me
incorporo para
encaminarme
hacia el portón
de acceso al
interior de las
estancias. Está
cerrada bajo
llave y piso
algo bajo la
diminuta y
corroída estera
de esparto y
allí, al tomar
en mis manos las
siete grandes
llaves
herrumbrientas
uncidas por una
gran argolla,
también de
fierro, me
asalta la
certeza de que
alguien me
espera...alguien
me
invita...alguien
me acepta en su
mismísima
secreta
intimidad. La
pesada pieza
gira quejumbrosa
en connubio con
el mecanismo
quedando franca
la batiente
izquierda de la
alta puerta
acristalada de
medio hacia
arriba y así,
biselada en la
vidriera
descubro en la
hoja, al soslayo
de la luz, la
magna “A” con
filigranas que
la centra,
inadvertida
hasta entonces.
Traspaso el
umbral y el
carburero vuelve
a tomar
protagonismo. Se
extiende a la
vista un amplio
corredor
paralelo al
jardín con
ventanales
tapiados por la
vegetación en el
cual desemboca
un inmenso
vestíbulo de
paredes heridas
por la humedad,
amueblado con el
esqueleto de un
perchero de pie,
un arcón
desplazado de la
pared, dos
enormes
recipientes de
madera con
tierra muerta a
las jambas del
portalón de la
entrada
principal y una
mesa unípede con
sobre de mármol
rosado
abandonada, más
o menos, en el
centro de la
estancia.
Traspaso la
cancela de forja
que lo limita
con el corredor
para discernir
la fecha
engastada en lo
alto de su
entramado: 1632.
Me entrego
absorta, en voz
baja, al cálculo
que me separa de
entonces:
- mil
novecientos
cincuentiuno...nueve,
me llevo una, de
cuatro a cinco
una y de seis a
nueve
tres...trescientos
diecinueve
años...uff...
Me sacude un
escalofrío
mirando de reojo
en torno a mí
mientras regreso
al punto de
partida. El gran
salón a la
derecha y allí
está la puerta.
Introduzco la
llave, la giro y
reparo, sin
sobresalto, en
la gran “A”
pincelada con
pintura blanca
en el amplio
paño de esta. La
letra, de trazo
esbelto
ligeramente
inclinada hacia
delante, me
invita a entrar
y queda hendida
en dos al abrir
ambas hojas. A
la luz del
carburo se
vislumbra la
amplia
habitación
desnuda sólo
habitada ya por
aquel
desvencijado
escritorio con
candeleros que
una vez
inspeccionado
meramente
esconde la
agrietada
fotografía de un
hombre joven
tocado de
canotíe apoyado
en bastón de
caña y una
inscripción
desvaída,
turbia, borrosa,
tambaleante en
el anverso. La
tomo, reparo en
la hora y en mi
retirada cando
todas las
puertas antes
abiertas,
llevando conmigo
las llaves, la
fotografía y el
deseo de volver.
A mi querida
Amanda Giocconda
en prenda del
amor y el
respeto que le
profeso. En la
ansiosa espera
de su respuesta
a mi promesa...
¿Quién es Amanda
Giocconda?
¿Quién el
caballero de la
foto? ¿Qué
promesa
espera obtener
respuesta?
Toda la vigilia
de aquella
templada noche
se colmó en la
formulación de
las
interrogantes y
la infinitud de
sus imaginarias
respuestas. No
recordaba a
nadie con ese
nombre en los
archivos
genealógicos de
los marqueses,
ninguna
referencia a
asuntos
amatorios de tal
índole. Sin duda
alguna, la
resolución se
acurrucaba en
algún olvidado
rincón de
aquella casa y,
tan sólo
entonces,
concilié el
sueño para soñar
con aquella “A”
pintada en
blanco.
Al día
siguiente,
avanzada ya la
mañana, decidí
posponer mi
regreso hasta
después del
almuerzo para,
bajo cualquier
excusa,
justificar mi
ausencia y
entregarme por
entero a
recorrer la
planta superior
en busca de la
ineluctable
resolución del
enigma. Y así
fue.
Sólo, ahora, al
pie de la
abundante
escalera de tea
que trepa al
primer piso tomo
conciencia de mi
estado y
situación. Giro
levemente a la
zurda, admiro,
recorriendo
tarda su grafía,
la letra objeto
de mi sueño...
- Amanda...sólo
Ella pudo
escribirla...la
inicial de su
nombre...la
huella de su
existencia...pero,
¿porqué nada,
salvo la leyenda
manuscrita de la
foto y esta gran
letra blanca, da
razón de su
presencia?...
Asciendo
susurrante hasta
posar mis pies
en el
desconocido
corredor
superior
invadido por
tallos de
buganvilla que
penetran, se
tuercen y
retroceden para
continuar en su
empeño de
encaramarse tras
destrizar las
vidrieras, cuyos
añicos se
mixturan con las
hojas y flores
secas y el
pellejo calcáreo
de las
desconchadas
paredes. Cuatro
puertas, cuatro
grandes “A”,
cuatro veces
mayor, más hondo
este mismo
desasosiego.
Avanzo
pesadamente
hasta el otro
extremo
dejándome ver
por cada letra
como animales
dormidos que
tengo que
despertar. No
uno, sino cuatro
cerberos que
debo importunar
o bien rendirme,
abandonar,
dejarme devorar
por la
frustración.
Meto la llave,
gira y crujiendo
queda de par en
par mi espíritu
y la puerta.
Traspaso el
umbral; levanto,
adelantando el
brazo, el
carburero; dos
ratas huyen en
direcciones
opuestas siempre
hacia la
obscuridad y la
pompa de luz
abarca una
mecedora con un
vestido de
tafetán
desvanecido,
inerte en su
regazo y junto a
ella una mesa
camilla con un
libro, un
bastidor de
bordado y unos
impertinentes.
me acerco, tomo
el libro al
tiempo que
reparo en la
delicada labor
de calado que
cubre el tejido
del terno todo
impregnado de
diminutas “A”
que se me antoja
un enjambre
obsesivo sólo
fruto de enorme
dolor solitario.
No me atrevo a
tocarlo, a
profanar su
quietud, su
sagrada
presencia. En
contra, el tacto
del libro
aparenta tibio,
mimoso, cercano
como el peluche
de un niño,
íntimo y sincero
tal que unos
calcetines y me
invade la
certeza del
recóndito
abandono de un
ser humano
llamado Amanda,
a la deriva por
un tiempo de
soledad absoluta
en su obsesión,
por esa razón me
lo llevo para
descubrir su
intimidad en la
de mi
habitación, esta
noche. Luego, un
superfluo
vistazo
alrededor y me
retiro en
silencio,
respetuosa, paso
llave y me
enfrento a la
contigua letra.
La puerta, más
recia que la
anterior,
enmarca una “A”,
evidentemente
ejecutada por la
misma mano, la
misma mente, la
misma locura, no
obstante, de
distinta
sutileza en el
rasgo. Véase,
más lene,
cándida, fonje,
como la inicial
grabada en la
cabecera de una
cuna. La
siguiente llave
la libra, así
reparo en el
impecable orden
en que coinciden
estas con mi
tránsito por la
casona, quizás
guiado por el
designio de un
poderoso ser aún
indolente y
genio a la par.
Una vez
ingresada en la
estancia un
hermoso
dormitorio se
muestra a la
vista: a la
diestra, alta,
egregia,
majestuosa, la
cama de tea con
dosel de
columnas
torneadas y su
cascada de gasas
polvorientas.
Todo su atavío
recamado con la
misma solitaria
letra: cojines,
almohadones,
embozo,
colcha... Fruto
de la misma
mansa obsesión.
A su izquierda,
la mesilla de
noche, también
de tea, soporta
el desolado
portarretratos
con otra
instantánea del
mismo caballero
de la foto
hallada en el
salón, en esta
ocasión, al pie
de la
escalerilla de
un gran
transatlántico
llamado “Begoña”
sonriendo con
tristeza en la
que aún se puede
leer, del mismo
puño que la
declaración de
amor, unas pocas
palabras
tambaleantes:
dicen que la
distancia es el
olvido...
De repente, me
descubro sentada
en el taburete
de terciopelo
granate
enfrentado al
sublime tocador
nacarado
cubierto de
polvo y
telarañas con la
fotografía entre
mis manos y al
levantar la
vista observo mi
rostro
incompleto y
turbio reflejado
en el espejo
carcomido por la
humedad. Sin
más, tomo el
libro, el
portarretratos,
las llaves y
entre los
estertores del
día y la
inminente
presencia de la
noche, paso
llave y me voy a
casa.
-
Abuela ¿tu
conociste a los
marqueses, no?
-
A los últimos
marqueses antes
de que se
marchasen a la
Capital y
dejasen
abandonada la
casa? Sí, les
cosía de joven,
antes de conocer
a tu abuelo.
Eran una gente
atravesada...huraña...mal
encarada...algún
secreto los
envenenaba...
-
Sabes de alguien
que se llamase
Amanda Giocconda...
-
Amandita. Pobre
Amandita...La
única persona de
aquella casa.
Siempre estaba
jugando en el
patio corriendo
de un lado a
otro, hablando
con los pájaros
y las plantas.
Tenía una
sonrisa
preciosa. Era
rubia y
espigada, unos
preciosos ojazos
azules, tan
delicada como
una copa de
cristal fino. En
esa época debía
tener unos diez
o doce años...
-
Que fue de
ella...
-
Se sabe poca
cosa. Dicen que
a los dieciséis
la internaron en
una clausura
para alejarla de
cierto
pretendiente y
se volvió loca.
Así que la
metieron en el
manicomio. Se
cuenta que una
noche se escapó
y nunca más se
supo de ella.
Incluso aseguran
que su ánima se
pasea por la
casa y por eso
nadie entra
allí...Pero ¿por
qué ese interés
ahora?
-
Es que estoy
haciendo un
trabajo sobre
los marqueses y
la casa y en
ningún lado dice
nada sobre
Amanda y quería
saber si es
verdad que
existió y cual
es su historia.
-
Bueno, escucha
bien: aquí, en
la Villa, vivían
los Aguirre, una
familia de buena
posición. El
padre, Don
Sebastián
Aguirre Arkorta,
era juez de paz
con destino en
el Valle y
casado en
segundas
nupcias, después
de enviudar de
su primera
mujer, con una
chica humilde de
la Montaña, de
familia de
labradores, de
medianeros, para
más señas, de
los señores
marqueses. De su
primera esposa
tenía un hijo
llamado Augusto.
Y hete aquí, que
el susodicho se
enamoró
perdidamente de
Amandita. Pero,
esos malparidos
se negaron en
redondo a que
mantuvieran
relaciones y
encerraron a la
fuerza a la
pobre chica en
el convento de
clausura de las
Clarisas. El muy
cabrón podía
ejercer el
derecho de
pernada, pero su
hija no tenía
derecho a amar a
quién quisiera.
En fin, cosas de
gente fina sin
entrañas, ya
sabes...Amandita
enloqueció poco
a poco y cuando
ya no pudieron
con ella, las
monjas mismas la
mandaron a
ingresar en el
manicomio de la
Capital...Entonces,
el marqués
ordenó borrar su
nombre de todo
documento y
archivo como si
jamás hubiera
existido, todos
callaron y
obedecieron. Al
poco tiempo, se
marcharon de la
casa y hasta
hoy. Mi niña,
antes las cosas
eran de otra
manera y ya
nadie se acuerda
de
Amandita...Bueno,
ahora vete a la
cama que ya es
tarde y deja en
paz a los
muertos...
-
Un beso,
abuelita...hasta
mañana...
-
Hasta
mañana...mi niña
preciosa...
La obscuridad de
la noche me
permitió
transitar,
lentamente, el
triste
itinerario vital
de Amanda, la
secreta Amanda,
la olvidada
Amanda, la
torturada Amanda
hasta su locura.
La imposición de
la tiránica
voluntad del
poderoso a toda
la comunidad. El
resignado
alejamiento del
amante Augusto
sólo y derrotado
en pos del
olvido. Ya sólo
me quedaba por
despejar una
definitiva
incógnita a
cerca de
aquellas “A”
pintadas en las
puertas,
bordadas en los
tejidos. Saber a
qué palabra
correspondía la
ofuscadora
inicial.
¿Sería a su
nombre? ¿Al de
su amado Augusto
en culto a su
inmarcesible
recuerdo? ¿Tal
vez, la primera
letra de la
palabra “amor”
causa de su
desventura?
Algo en mi
interior me
impelía a creer
que era algo más
grande, más
visceral, más
importante, más
complicado que
esa simple
concomitancia.
En esas llegué
al sueño, lo
atravesé y
desperté a la
mañana siguiente
al despuntar.
Desparramados
sobre mi cama
aún dormían la
vieja gentil
fotografía del
joven caballero
con canotíe, el
raído libro de
versos de amor
de un
desconocido
poeta – Álvaro
Adrián Perdomo –
y el
portarretratos
con la foto de
Él camino de
América para
ganar la amnesia
y sanar la
derrota impuesta
por la necedad
de hombres
jugando a dios
con la virtud de
los débiles.
Allí, a la
contemplación de
aquellos
vestigios, ya
reliquias, mi
cuerpo entre
ellos se supo
uno más,
apreciando mi
figura como otro
de aquellos
objetos del
naufragio, del
inadvertido
hundimiento de
un paquebote
fantasma con
seres y enseres
vanos,
vaporosos,
imaginarios. De
tal guisa, tomé,
entonces, la
decisión de
llegar hasta el
final, que no
fuese otro que
el definitivo
esclarecimiento
de todas cuantas
dudas me
aportaban lo,
hasta el
momento,
revelado.
Motivada por
ello me levanté,
aseé y vestí
deprisa,
desayuné en un
santiamén y aún
siendo joven la
mañana, visité
la casa con la
severa
disposición de,
alguna forma,
violentar la
sagrada
intimidad de las
estancias que
restaban. Nada
recuerdo del
trayecto o el
tiempo que hube
de salvar hasta
encontrarme,
ahora, frente a
la tercera
puerta de la
planta superior.
Nada,
salvo el suave
tintineo de las
llaves que
aquilataba todo
mi
espíritu. Acaso,
fuese mi alma la
que sonaba
y la
mente, en su
inefable
virtud embriaga-
|
dora,
reducía todo a
una vibración
sonora. Empero,
abro la puerta,
no sin antes
observar por un
instante el
conocido trazo
de la letra que,
como la textura
de una piel más
delicada que la
tea de su
cuerpo, la
recorre en sus
dimensiones. La
blanca luz del
carburo se
anticipa a mi
entrada y me
muestra un manso
cuarto de aseo
con vestidor y
gran espejo
hasta el suelo,
al fondo, con
marco de
cerámica pintada
de diminutos
ramilletes de
violetas, iris,
rosas, narcisos
y pensamientos.
La pequeña
estancia amplia
– de orden
rectangular –
aún guarda la
suave mezcla de
perfumes y
jabones; aún
mantiene su
secreta esencia
femenina
confinada en
esbeltos pomos
de cutis
polvorientos a
la derecha y en
tafetanes,
sedas, lanas,
gasas,
organdíes, tules
como cutículas
fósiles de una
belleza
detenida,
abandonada,
sola, indemne, a
la izquierda.
Incluso, el aire
contenido en
ella y que
escapa – como un
ánima volátil a
la apertura del
sepulcro – posee
la gentileza de
una época ya
remota aunque
perenne. Lo
femenino de
Amanda Giocconda
quedó allí como
en su frasco,
como el genio en
su lámpara o el
silencio en su
silencio.
Enfrentada al
espejo, envuelta
en sus olores,
acompañada de
sus íntimas
posesiones me
siento trasladar
a lo recóndito
de un ser
intangible y
presente que me
mira tiernamente
desde el fondo
de mi propio
reflejo que, por
un momento,
presiento perder
mi imagen para
sumergirse en la
profundidad del
espejo al
encuentro de la
de Amanda y allí
permanecer para
la eternidad. No
quiero
comprobarlo, doy
media vuelta y
abandono la
habitación
cabizbaja
candando la
puerta. Luego de
aspirar
intensamente el
exterior caduco
y fresco, me
acerco tarda,
lenta, cansada a
la última puerta
con su “A”
temblorosa y
triste como el
gesto lánguido
de una
despedida. A
duras penas
logro abrirla y
entro
pesadamente. Se
me antoja,
todavía sin
apreciar bien su
interior, como
el útero de una
confidencia. En
ella aún se
puede intuir una
casi
imperceptible
tibieza, un
difuminado
temblor en el
aire que la
comprende, la
minúscula y
postrer
vibración del
diapasón de un
ser que se fue
llevándose su
tremor vital
consigo. La
estancia, aunque
amplia, adolece
de mobiliario
con la salvedad
de un sillón de
orejas tapizado
en rojo, ahora
desvaído, un
escabel de
idéntico color y
palor a sus pies
y una manta
inglesa de lana
blanca con dos
franjas azules a
cada extremo
desmayada hacia
el lado
izquierdo
dejando ver
apenas un libro
huérfano sobre
el asiento.
Observo detenida
la estampa, la
miniatura de un
ocaso se me
asemeja, y al
cabo, retiro la
manta, elevo el
libro, tomo
asiento, me
cubro hasta la
cintura y leo:
Diario de mi
Ausencia...
Así, ya he
llegado a la
resolución
definitiva de
todas las
incógnitas
sedimentadas
desde mi primera
visita a la casa
cuando siquiera
conocía de la
existencia de
Amanda. Ahora,
sostengo entre
mis manos la
confesión
detallada de los
extremos
sentimentales de
su alma. Antes
de emprender la
lectura, me
siento invadida
por la certeza
de que, al
contrario que su
mente
irremediable
enferma, su
espíritu mantuvo
la fertilidad de
la vida como un
canario que
trinase sin
enmienda desde
su jaula.
Al menos, así
surte de mi
memoria a estas
alturas de mi
existencia
cuando acabo de
cumplir los
cincuentiocho
años. Ahora, que
igualo la edad
de aquella
Amanda Giocconda,
después de
guardar en
secreto el lance
durante los
últimos cuarenta
años, después de
haber superado
las añagazas,
naufragios y
tentaciones del
tiempo y de lo
humano, después
de tantas
destrucciones y
renacimientos,
después de la
virtud y la
vileza de estos
años, algo
dentro de mí me
impele a
escribirlo, a
pasar al papel
aquello que
perdure en la
evocación de
este recuerdo.
Aún desconozco
la razón del
devenir de este
episodio y en
verdad, poco me
importa. De
seguro, será lo
que será, como
siempre...y
continúo.
La frase,
bordada en hilo
blanco en el
tafetán burdeos
que encubre, a
modo de
sobretapas, el
libro de poemas
titulado
“El destino de
la Ausencia”
del mismo
vate desconocido
– Álvaro Adrián
Perdomo – autor,
también, de
aquel, días
antes,
descubierto
sobre la mesa
camilla de otra
estancia. Digo,
la frase
responde,
fielmente, a la
grafía de las
letras pintadas
en las puertas y
la “A” de
Ausencia es
idéntica a
ellas. En su
interior se
agolpan a los
márgenes de los
versos y, como
una tupida
hiedra de
palabras
sinuosas,
entreveradas con
ellos las
anotaciones del
acontecer de
Amanda desde su
llegada a la
casa familiar
luego de fugarse
del manicomio
capitalino y la
corta e intensa
odisea hasta
ingresar entre
sus muros para
nunca más entrar
en contacto con
el mundo
exterior a
ellos. A la
lectura
detallada de sus
frases pude
abarcar, en toda
su magnitud, la
terrible
frustración que
la llevase a la
locura primero y
a su retiro
después. Como la
castigaron hasta
la vejación las
piadosas monjas
de la clausura
por haber
logrado el amor
de un hombre,
aunque en el
convento se
viese obligada a
entregarse a los
deseos de la
superiora que
tenía por
costumbre
disfrutar de las
novicias,
ablandando su
renuencia con
azotes, agua
fría,
penetraciones
anales y
vaginales rayano
en el
empalamiento
además de
penitencia y
rezo. Como se le
fuese revelando
su soledad e
indefensión en
relación directa
al olvido y el
abandono de los
suyos que la
negaron por
decreto. Tal
vez, por esa
razón, fue
desmenuzando
desde su
desequilibrio
las causas que
la condujeron a
la locura como
la única
escapatoria de
un sufrimiento
injusto.
Narraba,
desordenadamente,
estrangulando
los versos de
los poemas, los
tratamientos
salvajes e
inhumanos que le
infligiesen en
el frenopático
hasta hacer
añicos la poca
reflexión que
guareciese.
Sometida a
descargas
eléctricas que
le quemaban el
cabello y la
dejaron sin
dientes, drogas
que la
incapacitaban
durante semanas
enteras y
nuevamente,
golpes,
vejaciones y
violaciones sin
calibre ni
razón. Por otro
lado, añadido a
ello se podía
leer una larga
lista de nombres
retorcidos:
Mandrágora
Ponte,
Sebastiana
Condal,
Crescencia
Zarate,
Edalberto
Monteverde,
Constantino
Grimaldi, Pablo
Cortés, Libertad
Cologhan,
Culonegro, Sor
Fresa,
Pezoncitos,
Madreperla,
Lenguatrapo y
muchos más que
he olvidado. Una
tarde de Mayo,
después de
vestirse con
ropas de calle y
zapatos de tacón
escamoteados del
vestuario del
personal,
lograría escapar
entremezclada
con los
visitantes a la
salida, deambuló
por la Ciudad
algunas horas
hasta que la
providencia la
llevase al
mercado y
tuviese la
oportunidad de
encaramarse,
subrepticiamente,
al camión que la
devolviese a la
Villa, lo demás
fue cosa de
azuzar la
memoria;
encontrar la
manera de
acceder al
interior de la
casa abandonada
y dar principio
a su secreta
subsistencia.
Aquello debió
suceder sobre
1928 cuando ni
tan siquiera yo
había nacido.
Quizás alguna
noche Amanda
escuchase mi
llanto desde su
encierro. Acaso,
me observase al
transitar la
Calle del Agua
viéndome crecer
día a día,
conteniendo el
deseo de
desplegar su
ternura con
aquel ser. Puede
que fuese su
favorita, que me
sintiese como
algo suyo, que
corrieran, en el
denso silencio
de su retiro,
lágrimas por sus
mejillas que me
fueron dedicadas
y jamás llegaron
a mí. A lo
mejor, quiero
pensar que me
quiso sin
remedio, sin
enmienda, desde
lejos, a
escondidas donde
ella, sólo ella
pusiese el
dolor, la
frustración y la
generosidad.
¡Cuán amargo ha
de ser aceptarse
como ángel
guardián siendo
todavía
humano!...
La casona
saqueada por sus
dueños,
desvalijada de
su intimidad
familiar,
abandonada a su
suerte como la
propia Amanda
apenas le pudo
ofrecer algunos
objetos por
viejos,
abandonados;
algunos por
desprecio,
dejados; el
resto,
simplemente,
olvidados por
elementales,
pequeños,
inútiles,
inválidos o
pertenecer al
orbe de alguien
olvidado. El
desvencijado
escritorio con
candeleros del
abuelo Francisco
José que ya
vivía apolillado
en su niñez,
donde escondiese
la comprometida
fotografía de
Augusto. La
mecedora de Doña
Inés, la callada
abuela que
soslayaba las
horas absorta en
la lectura de
aquel poeta
desconocido, la
labor de bordado
de las iniciales
de cada cual en
el ajuar de la
casa y la
intangible
contemplación de
los atardeceres
o la lluvia,
siempre en un
estado de
inexistente en
el trajín de la
vida salvo
cuando,
mansamente,
cepillaba la
ondulada
cabellera rubia
de Amandita al
tiempo que
musitaba los
primitivos
brotes de una
historia de amor
invisible. Su
dormitorio donde
nacieran los
días y las
noches y luego,
encontrase
trunco, roto,
áspero, avieso,
acre como el
literal reflejo
de sus años de
destierro y
ahora, fuese la
cripta del
planeta entero
concentrado en
aquel
portarretratos
con la imagen
del cadáver del
fin de alguien
llamado Augusto
desangrándose en
una frase
venenosa y
falsa...dicen
que la distancia
es el olvido...El
aseo-vestidor
que perdurase
como un oasis
femenino en el
gran desierto
del abandono y
la locura, el
sanatorio de
todas las
secuelas, de
todos los
recuerdos, de
todas las
injusticias. Una
venda de
fragancias y
vestimentas para
una herida
inconmensurable
e infinita. El
sillón donde
padre leía la
prensa, donde
sentenciaba la
vida de sus
súbditos y
asumiese la
gravedad de su
cargo y
potestad: desde
la
administración
de los bienes
hasta el derecho
de pernada;
desde la bondad
al oprobio;
desde la
crueldad a la
ternura. Aquel
escabel que ella
ocupaba a sus
pies para
observar tal
grandeza a
cambio de una
sonrisa de vez
en cuando o unas
pocas palabras
de cariño basto:
Buenas noches
pequeña...No
seas pegajosa,
coño!...Te están
llamando...Vete
y dile a tu
madre que ya es
hora de
comer...Cada día
te pareces más a
tu
abuela...tráeme
la picadura...
Había solventado
la manutención,
al principio
asaltando en la
obscuridad de la
noche algunas de
las fincas
colindantes,
tomando semillas
de los graneros,
robando huevos
de los ponederos
y alguna gallina
de los corrales
para más tarde,
sembrar lo
necesario en el
sector más
oculto del
jardín. El agua
no fue problema,
el pozo siempre
estuvo bien
surtido. A la
falta de
condimentos ya
estaba
acostumbrada. El
resto, lo
hallaría en el
vientre del
caserón. Se
tornaría un
enorme tesoro el
gran costurero
de la abuela con
todo lo
necesario:
agujas, hilos,
ovillos, rueca,
devanadera y
bastidores; sus
dos libros de
poemas,
sobretodo éste,
ahora en mis
manos, destinado
a ser testimonio
mudo de su
locura y los
gemidos de su
alma. Sus
pertenencias,
intactas, como
si se hubiesen
metamorfoseado
en invisibles al
interés de los
otros, prole del
desdén al que la
condenaron. El
bidón de pintura
blanca
descubierto en
la bodega y
guarecido, desde
el primer
momento, bajo su
cama, aún sin
saber la
gravedad de
estela que
después
alcanzase.
La vida iría
transitando
arriba y abajo
por la Calle del
Agua,
indiferente a su
arcana
presencia. Las
efemérides
desplegarían sus
banderas,
cintas,
procesiones,
comitivas,
bullanga y
alfombras frente
a fachada de la
“Casa del
Marqués”.
Así, Amanda
Giocconda,
disfrutó y
sufrió, a la
vez, fisgoneando
por las rendijas
de los postigos,
musitando para
sí lo nefando de
esa soledad del
universo que se
ejecutaba en la
calle, ante su
ausente
presencia, del
otro lado de su
solipsismo
embriagador.
Sólo al paso de
aquella niña de
camino al
colegio, al
molino, a la
venta, a la
plaza la
despertaba del
letargo de su
alma y la hacía
concebir una
inconclusa
esperanza de
algo sin nombre,
sin forma y sin
fecha. Al
interior de la
casa, no
obstante, jamás
se atrevió y
sólo cuando
aquella joven
pareja de
amantes irrumpía
en la paz
silenciosa del
jardín tras
salvar la tapia
erizada de
cristales con la
ayuda de una
manta que les
fuese el lecho,
junto a las
buganvillas, en
que se ofrecían
amor carnal de
ternura
entrecortada,
jadeante,
impetuosa y
libre muy cerca
a la danza de la
“Alpispa”, a la
postulación de
la rana junto al
caz, a la voz de
la palmera
excitada por la
brisa... Sólo
entonces, la
vida se dejaba
observar de
pleno como la
lluvia o el
crepúsculo y
Ella se sentía,
de nuevo, humana
y lasciva hasta
la masturbación.
Empero, aquello,
de tan humano
sería efímero,
aunque le
quedase una
salaz costumbre
al canto de las
ranas o al rumor
de las palmeras.
Desde que los
amantes - bien
por abandono,
bien por
refinamiento –
renunciasen a su
cita en el
jardín ya nadie
le acercó el
fasto de la
existencia y el
hecho pasó a
engrosar ese
esbozo de la
muerte que es el
recuerdo y así
se hizo el
tiempo. De tal
guisa, en los
últimos meses
decidiría irse
replegando sobre
sí misma,
abandonando las
diferentes
estancias
sellando tal
delación con
sendas “A”
trazadas con la
pintura blanca
en cada una de
las puertas de
aquellas
habitaciones a
las cuales ya
nunca
regresaría.
Comenzó a
principios de la
primavera de
1947 por el
salón de la
planta baja
donde quedasen
atrás los
primeros objetos
sacrificados,
las primeras
huellas de su
existencia, los
primeros
recuerdos
guardados en
este inmenso
cofre en que
trocaría la
casa. A finales
de Agosto de
aquel mismo año,
la habitación de
bordado del ala
norte donde
quedó la
mecedora, la
mesa camilla con
brasero, el
libro de poemas
y los
impertinentes
para el teatro
de la abuela
junto a alguna
labor recién
finalizada. Le
siguió, ya
avanzado Febrero
del ’48, su
propio
dormitorio donde
guardase para
siempre lo
último de
Augusto
presidiendo las
prendas de sus
sueños y
pesadillas.
Entonces, se
precipitaron las
cosas y un par
de semanas más
tarde sellaría
con una cuarta
“A” sus más
sublimes
pertenencias del
pasado en el
aseo-vestidor.
Pocos, muy pocos
días después, el
tiempo
suficiente para
dejar escrita su
postrer voluntad
candó la puerta,
pintó la última
“A” no de
Amanda, nunca de
Augusto, jamás
de Amor sino de
la Ausencia que
lo contenía
todo: su nombre,
el de Él, el
amor que la
condujo a la
desgracia además
de la inicial
del universo y
la vida. La
ausencia como
una fe; como un
valor supremo;
una virtud
inconmensurable,
impoluta y
eterna; como una
potestad humana
de los
dioses...Luego,
se dirigiría al
jardín, junto a
las buganvillas,
donde hubo
cavado una tumba
estrecha en la
tierra, se
acostaría,
rodaría,
costosamente, la
plancha de
granito que
fuese del altar
de la capilla y
tomaría el
cianuro que
encontrase entre
ungüentos y
perfumes. Y
durmió por los
siglos de los
siglos su
Ausencia.
Así recuerdo
haberlo leído
entrelazado a
los versos de
aquel libro en
la quietud de
aquella
habitación a luz
del carburero.
Al preludio de
la tarde,
después de
permanecer algún
tiempo en el
limpio disfrute
del silencio,
tomo la
fotografía del
caballero del
canotíe – ahora
Augusto -, el
libro de versos
del desconocido
poeta, el
portarretratos
con la
instantánea de
la despedida del
amor camino de
América y el
singular diario
de Amanda y
cerrando la
puerta me
encamino al
jardín para,
luego de pasar
llave a todo,
buscar entre la
fronda la
sepultura de mi
confidente. Y
allí está,
cubierto por la
buganvilla junto
a un furtivo
macizo de
nomeolvides, el
retiro de
Amanda. La losa
de granito
ligeramente
inclinada hacia
un lado deja una
pequeña abertura
por la que
introduzco
aquellas
reliquias que le
honraron la
intimidad a las
que sumo las
llaves. Al cabo,
con una lasca
del brocal
burilo en la
lápida una gran
“A” en su honor
y llorando
musito una
oración
improvisada,
emotiva,
vibrante. Luego,
me voy para
siempre.
Muchas semanas
me costó
rendirme a la
normalidad.
Muchos meses
acomodar en la
memoria el
secreto. Y
muchos años
entender ciertos
designios.
Terminé mis
estudios de
medicina, me
casé, tuve
hijos, fui feliz
en tanto un
brutal incendio
primero y un
derrumbe al poco
tiempo después
acabó
definitivamente
con la “Casa
del Marqués”
que en nada
pasase de solar
a edificio con
planta baja
comercial y
cinco alturas de
viviendas – tres
por planta, por
cierto -. Hoy, a
mis
cincuentiocho
años ya como
escritora de
mediano
prestigio, en
esta noche de
Julio de mil
novecientos
noventiuno doy
fin a esta
remembranza de
un destino
atávico que me
une a un ser
llamado Amanda
que alguna vez
habría tenido
que desvelar.
Por tanto, quede
escrito para el
futuro, el mío y
el suyo.
Los ojos de la
chiquilla se
cerraron al
final de la
lectura del
relato hallado
en el cajón más
recóndito del
escritorio de su
abuela. Así, le
pasó
desapercibida la
presencia de
ésta hasta que
su voz en un
tono suave, sin
reproche, la
desvelase: -
Amanda, cariño,
ven al jardín
que quiero
contarte una
historia secreta
de una ausencia
mientras te
cepillo ese
cabello rubio
tan precioso...
La niña,
abandonó la
estancia camino
del jardín y al
encuentro con su
abuela esbozó
una sonrisa y
tras besarla en
la mejilla: -
gracias abuelita
de parte de
Amanda...
Álvaro Perdigón
Delgado
|
|
______________________
______________________
Me
gustas cuando callas porque estás como ausente,
y
me oyes desde lejos, y mi voz no te toca.
Parece que los ojos se te hubieran volado
y
parece que un beso te cerrara la boca.
Como todas las cosas están llenas de mi alma
emerges de las cosas, llena del alma mía.
Mariposa de sueño, te pareces a mi alma,
y
te pareces a la palabra melancolía.
.
Me gustas cuando callas y estás como distante.
Y
estás como quejándote, mariposa en arrullo.
Y
me oyes desde lejos, y mi voz no te alcanza:
Déjame que me calle con el silencio tuyo.
.
Déjame que te hable también con tu silencio
claro como una lámpara, simple como un anillo.
Eres como la noche, callada y constelada.
Tu silencio es de estrella, tan lejano y
sencillo.
.
Me gustas cuando callas porque estás como
ausente.
Distante y dolorosa como si hubieras muerto.
Una palabra entonces, una sonrisa bastan.
Y estoy alegre, alegre de que no
sea cierto.
Pablo Neruda
murió el 29 de Septiembre de 1973
FRAGMENTO
DEL
SENTIMIENTO
TRÁGICO DE
LA VIDA
"Hay algo que, a falta de
otro nombre, llamaremos el sentimiento trágico
de la vida, que lleva tras sí toda una
concepción de la vida misma y del Universo, toda
una filosofía más o menos
formulada,
más o menos consistente. Y ese sentimiento
pueden tenerlo, y lo tienen, no sólo los hombres
individuales, sino pueblos enteros. Y ese
sentimiento, más que brotar de ideas, las
determina, aún cuando luego, claro está, las
ideas reaccionen sobre él corroborándolo. Unas
veces puede provenir de una enfermedad
adventicia, de una dispepsia, verbigracia; pero
otras veces es constitucional. Y no sirve
hablar, como veremos, de hombres sanos e
insanos. Aparte de no haber una noción normativa
de la salud, nadie ha probado que el hombre
tenga que ser naturalmente alegre. Es más: el
hombre, por ser hombre, por tener conciencia, es
ya, respecto al burro o a un cangrejo, un animal
enfermo. La conciencia es una enfermedad."
MIGUEL DE
UNAMUNO nació el 29 de Septiembre de 1864
FRANCISCO UMBRAL
EL
PAN DE MADRID
El pan de Madrid
ha sido siempre
pan de pueblo,
de los pueblos
madrileños, y
por eso los de
aquí conservamos
una gracia
paletoide (que
Antonio López
pinta muy bien),
porque así como
“el león es
cordero
asimilado”, el
señorito
madrileño es pan
de pueblo
asimilado, y por
eso aguantamos
tanto los
madriles: la
torisma, el
motín de
Esquilache, la
francesada, los
aviones de
Franco y hasta
el pan negro de
la posguerra,
que ahora está
de moda en los
restaurantes de
plurales
tenedores.
Todo lo cual no
quiere decir que
en Madrid no se
fabrique pan, y
muy bueno, pero
siempre con esa
última corteza
poblana, que es
lo que pone
eucaristía en el
pan que
comulgamos todos
los de aquí,
hasta los rojos.
Ya lo dijo
Quevedo:
“Fuimos doce a
cenar. Yo fui la
cena”.
Cristo fue la
cena porque se
hizo pan para
que mojasen los
discípulos en la
salsa de la
sabiduría. Por
Bárbara de
Braganza había
una tahona —no
sé si sigue—
adonde íbamos de
madrugada los
últimos de
Oliver, cuando
Oliver era
castillo famoso
del rojerío y
las bellas de
noche, frente a
los plurales
estados de
excepción de
Carrero Blanco,
que a Raúl del
Pozo, siendo el
más arriesgado
de todos, le
ponían
taquicardia.
Aquella tahona
olía a madrugada
de la comunidad,
a harina pura, a
carreta de
bueyes, a hombre
con la camiseta
sudada, a
labriego y
arada.
Comprábamos un
panecillo recién
salido del horno
y nos íbamos a
dormir habiendo
comulgado aquel
pan aldeano.
Recuerdo un
dandy de la
bohemia,
exquisito y
sablista, que
estaba
escribiendo una
novela titulada
“Hase muerto
Amadís”, o sea
que era un
precursor de los
posmodernos, y
no la acabó
nunca porque no
se puede vivir
de panecillos y
sables.
También hay y
había tahonas
por las Cavas, y
al salir de
Lucio se puede
uno pasear por
calles estrechas
y ver a esos
albañiles del
yeso del pan que
son los
panaderos,
haciendo hogazas
y barras para
todo Madrid, y
una vez más la
inocencia del
pan, con su olor
eucarístico,
redime la noche
pecadora, como
lo dijo
Maikowski antes
de suicidarse en
Rusia, porque su
revolución no
era eso, no era
eso:
“Cuando el farol
calvo le quita
las medias a la
noche”.
Le dijeron que
estaba haciendo
poesía burguesa
y se pegó un
tiro. Luego,
fallando y
fallando, la
cosa vino a
parar en
Yeltsin, que
moja pan en el
vodka, pero eso
es otro rollo.
Yo a temporadas
dejo de comer
pan porque
engorda, pero
recuerdo cuando
vivía en Costa
Fleming y bajaba
todas las
mañanas a por
los periódicos,
el pan, el
friskis para los
gatos y el
whisky para mí,
que entonces era
escritor húmedo,
como hubiera
dicho Rubén.
Ahora soy seco y
también va bien.
De aquellos
viajes a por el
pan salió lo de
“iba yo a
comprar el pan”,
que se hizo
popular yo se
convirtió en
libro y hasta
firmé panecillos
en una gran
panadería de
cerca de
Barajas. Pero en
los pueblos,
como
Valdemorillo,
cuando voy a los
toros, te dan
ese pan de
cuatro canteros
que está hecho
con la flor de
la harina y la
conducta de los
obreros.
El pan, ahora
que la gente se
ha vuelto fina,
se salva todavía
en el bocata de
media mañana, o
el bocata
madruguero, al
salir de Pachá,
que tiene jamón
de jabalí, y te
lo dan con un
vaso de bencina
en un vasito de
plastiqué.
Madrid siempre
ha sido muy
paniego y
Azorín, en su
libro Madrid,
precisamente,
habla del
solitario
panecillo que
tenía en su
cuarto de la
pensión. En la
prosa de Azorín
hay mucho sabor
a pan y agua.
Azorín era un
fino agüista y
nos dice que el
agua más
recomendable es
la de Riofrío.
El pan salva lo
que Madrid tiene
de honrado, de
puebla, de
aldeón, pues las
familias de
clase media y el
obreraje siguen
comiendo mucho
pan, y
afortunadamente
no hemos tenido
que volver a la
dieta de “pan y
cuchillo” que
denunciaba
Miguel
Hernández.
El pan dice mi
médico que tiene
hidratos de
carbono y por
eso engorda.
Pero yo me he
comido un huevo
frito mojado en
pan, antes de
escribir este
artículo, para
que la cosa me
salga verdadera,
alimenticia y
con cierta
erudición. Yo no
sé
|
si los niños
comen ahora
tanto pan como
comimos nosotros
en la posguerra,
pero Madrid
tiene color de
pan en las
paredes
amarillas del
atardecer y en
los versos del
citado don
Francisco:
“Miré los muros
de la patria
mía…”.
Se lee eso y se
imagina uno
muros de pan
blanco de la
mañana, ya un
poco amarillo
por la tarde,
aunque dice
Lázaro Carreter,
que es un sabio
amigo mío (a lo
mejor lo dice
otro, pero no me
voy a levantar
ahora a
mirarlo), que
ese soneto no
tiene una
lectura
política, como
siempre se le ha
hecho, y que
Quevedo se
refiere a su
propio
acatamiento, no
al del Imperio.
Con estos
eruditos nunca
se sabe,
benditos sean.
Al pan pan y al
vino, vino. Por
principio no me
gustan los
refranes, que
suponen una
sabiduría
mezquina. Así,
prefiero cien
pájaros volando
a uno preso en
la mano. Y no
voy por la vida
diciendo al pan
pan y al vino,
vino, o sea las
verdades, porque
eso es una
ordinariez y
mejor sería
decir al pan
Dios y al vino
Cristo, por
ejemplo. En
general, esos
que van con la
verdad por
delante son como
el castellano
viejo de Larra.
La verdad
siempre mata y
hay que llevarla
por detrás de
una mentira
cortés,
ingeniosa,
gentil. Algunos
empapuzados de
pan se creen que
todo el mundo es
un pan redondo y
cortan por lo
sano. Pero hay
gentes que
prefieren los
panecillos de
Viena, los
profiterols y
las monadas de
Embassy,
donde no hay
verdades que
ofendan ni nadie
que caiga en la
grosería de
hacer bolitas de
miga de pan y
disparárselas a
las viejas
marquesas.
Con el pan no se
deben hacer
bolitas, sino
hostias o sopas
de ajo. La sopa
de ajo, con
mucho pan y tres
huevos, es el
pecado capital
de la
gastronomía
española. O sea
una maravilla.
La sopa de ajo
huele a ajo,
pero el ajo es
bueno para el
corazón (“Y malo
para el
aliento”, como
decía un anuncio
de antes de la
guerra). Aunque
yo creo que lo
peor para el
aliento es no
respirar.
El pan nuestro
de cada día,
dice el
padrenuestro,
pero como ahora
lo rezan en
castellano el
pan ha perdido
la gracia del
latín, pues el
latín es como la
sal bendita de
todos los panes
y los peces. Me
está saliendo un
artículo un poco
beato, pero no
hay que leer mis
metáforas como
las del
Evangelio —qué
más quisiera
yo—, sino como
puramente
poéticas y
sociológicas,
que es lo que
son. El latín es
al pan como la
cebolla, me
gusta el pan con
cebolla y hubo
un tiempo en que
en todo el
Derecho Romano
se masticaba
latín, se
hablaba como el
pan y las mozas
olían a cebolla,
esa cebolla
natural y
cervantina que
le crecía a
Aldonza Lorenzo
en los sobacos,
con ser Dulcinea
y todo. A Don
Quijote le
gustaba.
Hay una vieja
amalgama entre
el pan y el
latín. Los
españoles
vivíamos de pan
y moríamos en
latín, al menos
los hidalgos, y
ahí están las
migas de pan que
el hidalgo de
Cervantes se
repartía por la
barba para
fingir que había
comido.
Yo he escrito
mucho de don
Ramón del
Valle-Inclán y
me parece que
don Ramón
también usaba el
truco de las
migas de pan y
la barba. A las
barbas de don
Ramón venían los
pájaros
modernistas, a
comerse las
migas de pan que
ni él sabía cómo
estaban allí.
La Puerta del
Sol, bien
mirada, tiene
mucho de hogaza
nacional adonde
vienen los
provincianos por
todas las
bocacalles a
morder la gran
hogaza, como
cuando el
alcalde organiza
un cocido
monstruo para
todos los
madrileños.
Así como se ve
enseguida que la
Plaza Mayor es
de piedra, la
Puerta del Sol
siempre nos deja
la duda de si no
será de pan, y
uno le pegaría
un mordisco al
esquinazo de
Carretas, si no
fuera que por
allí hubo mucho
magnicidio y te
pueden entrullar
por “violento”,
que ha pasado de
ser un adjetivo
a ser un
peligroso
sustantivo.
Toda la
Comunidad es una
gran fábrica de
pan, salvo las
galdosianas
fábricas de
churros, y yo
procuro tener mi
pan en la
despensa, que se
conserva mejor
que en el
frigorífico, y
cuando como una
rebanada me da
la sensación muy
verdadera de
estar en paz con
Madrid, que es
mi pueblo.
|
Creemos necesario anunciar
que haremos un paréntesis indefinido
respecto a la convocatoria del PREMIO ALTEA DE LITERATURA.
Los costes económicos del certamen requieren de
una provisión financiera, inicial y completa,
para que nada pueda quedar a los avatares del
azar; pero, dadas las actuales circunstancias
generales, constituir dicha provisión no nos es
posible sin incurrir en la flagrante
irresponsabilidad de poner en juego nuestro
proyecto global.
Tenemos la esperanza de que los próximos años
sean los del retorno de la cordura, de la
imposición por ley del sentido común y del fin
de las actividades puramente especulativas
derivadas de la codicia individual. Esperamos
que, en en breve, los poderes públicos nos
liberen, para siempre, de esos magos de las
finanzas capaces, con sus conjuros, de
convulsionar, hasta la dramática destrucción, la
estabilidad social en todos sus aspectos.
Esperamos que 2010 y 2011 sirvan para que 2012
sea el inicio de una nueva era en la que también
la libertad del mercado termine en el punto
donde comienzan los derechos sociales e
individuales, y que esta norma que se convierta
en positiva y delimite sin ambigüedades esa
frontera.
Todos, sin exclusiones, somos elementos, seres
humanos, ciudadanos, contribuyentes, votantes,
etc., que activa o pasivamente dependemos de la
estabilidad financiera y del mercado. Todos,
salvo los mencionados magos, de uno u otro modo,
estamos exigiendo firmemente a los poderes
públicos, a los representantes que hemos
elegido, que reparen en que no hay terreno
vedado donde no puedan intervenir para la
protección de nuestros derechos o, en otro caso,
si en realidad sí que existen esos campos
vedados, que nos hablen de ellos, que nos
confiesen la verdad sobre esos otros "poderes
públicos" que permanecen ajenos a la soberanía
popular para que todos sepamos a qué debemos
atenernos.
______________________________________
ntuvieron incólumes dieron dignos frutos.
Vamos a relatar un caso reciente que al respecto
sufrimos: un autor respetuoso con las nuevas
sentencias de la RAE escribió en una novela que
presentó a nuestro certamen, como inicio de un
párrafo, “Se colaba solo cuando el autocar se
adelantaba. Etc...”. Pues bien, sólo pasadas
las tres líneas siguientes pudimos deducir que
aquel “solo” equivalía a solamente y que el
autor había cometido un error ortográfico. Esto
nos sirvió para reafirmarnos en nuestra
convicción: que la “ambigüedad” es un concepto
subjetivo y no debe, por tanto, servir como
condicionante estricto de una norma
pretendidamente objetiva, ya que con ello dicha
norma queda objetivamente desvirtuada en su
objetividad.
Así que, al margen de sarcasmos, por razones de
convicción subjetiva, con la sensación de no
estar siendo transgresores por seguir respetando
aquellas normas heredadas de nuestros padres y
abuelos en la palabra, que de tanto esplendor
dotaron a nuestra literatura, seguiremos
sistemáticamente adornando, con la tilde
diacrítica, el adverbio "sólo".
ESTE COMENTARIO QUEDÓ OBSOLETO POR OBRA Y GRACIA
DE LA RAE EN DICIEMBRE DE 2010
|
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